Pero, bueno, tampoco debe exagerar. Las más de las veces es cariñoso con ella, y en ningún momento ha dado a entender que estuviera cansado de su relación, nunca ha sugerido que rompieran. Aún es joven, después de todo, todavía no ha cumplido los treinta y uno, lo que para un escritor de ficción es una edad bastante temprana, y si sus relatos siguen mejorando, hay posibilidades de que se produzca algo interesante, un éxito de alguna clase, y con eso su estado de ánimo sin duda mejorará también. No, puede sobrellevar sus decepciones si tiene que hacerlo, ése no es el problema, lo aguantará todo mientras sienta que él está a su lado de manera inequívoca, pero eso es precisamente lo que ya no percibe, y aunque él parece contento de seguir con ella dejándose llevar por los viejos hábitos, por el reflejo de los afectos de antaño, cada vez está más segura, no, «segura» quizá sea una palabra demasiado fuerte, cada vez se encuentra más dispuesta a considerar la idea de que ha dejado de quererla. No es que lo haya dicho alguna vez. Es la forma en que la mira ahora, en que la lleva mirando los últimos meses, sin interés manifiesto alguno, los ojos inexpresivos, extraviados, como si el hecho de mirarla a ella no fuera distinto de observar una cuchara o un paño para lavarse, una mota de polvo. Apenas la toca ya cuando están solos, e incluso antes de mudarse a Sunset Park su vida sexual había entrado en apresurada decadencia. Ése es el quid de la cuestión, sin duda el problema empieza y acaba ahí, y se echa la culpa de lo que ha pasado, no puede evitar la certeza de que la responsabilidad recae enteramente sobre sus hombros. Siempre ha sido una persona corpulenta, en el colegio lo era más que ninguna otra chica: más alta, más ancha, más robusta, más atlética, nunca rechoncha, jamás demasiado gruesa para su talla, sólo grande. Cuando conoció a Jake hace dos años y medio, medía uno setenta y ocho y pesaba setenta y uno doscientos. Sigue midiendo lo mismo, pero ahora pesa setenta y siete kilos. Esos cinco kilos ochocientos gramos son la diferencia entre una mujer fuerte e impresionante y una montaña de mujer. Ha estado a régimen desde que aterrizó en Sunset Park, pero por mucho que limite la ingestión de calorías, no ha logrado perder más de un kilo, que siempre parece recuperar de un día para otro. Su cuerpo la repele a ella misma y ya no tiene valor para mirarse al espejo. Estoy gorda, le dice a Jake. Se lo repite una y otra vez, estoy gorda, estoy gorda, es incapaz de dejar de repetir las palabras, y si a ella le repugna la visión de su propio cuerpo, imagina lo que debe de sentir él cuando ella se desnuda y se mete en la cama.
La luz se está yendo y, al incorporarse en la cama para encender una lámpara, se dice que no debe llorar, que sólo los debiluchos y los imbéciles sienten lástima de sí mismos, razón por la cual no debe sentir compasión por ella misma, porque no es ni debilucha ni imbécil, y sabe muy bien que el amor es una simple cuestión de cuerpos, de tamaño, forma y peso de los cuerpos, y si Jake no puede asumir la incipiente gordura de su novia, que está siguiendo una dieta radical, entonces que se vaya a hacer gárgaras. Un momento después, está sentada frente a su escritorio. Enciende el portátil y durante la media hora siguiente se sumerge en el trabajo, repasando y corrigiendo los pasajes más recientes de su tesis, escritos por la mañana.
Su tema es Estados Unidos en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, un análisis de las relaciones y conflictos entre hombres y mujeres tal como se muestra en obras literarias y cinematográficas de 1945 a 1947, en particular novelas policíacas populares y películas comerciales de Hollywood. Es un terreno muy amplio para un estudio académico, tal vez, pero no podía imaginarse empleando años de su vida en comparar rimas de Pope y Byron (una compañera suya lo está haciendo) ni analizando las metáforas de la poesía de Melville sobre la guerra de Secesión (otra de sus amigas se dedica a eso). Quería acometer algo más amplio, algo con importancia humana que le interesara como persona, y es consciente de que trabaja en ese tema a causa de sus abuelos y tíos abuelos, todos los cuales participaron en la guerra, sobrevivieron a la contienda y cambiaron para siempre con ella. Su línea de argumentación es que las normas tradicionales de conducta entre hombres y mujeres quedaron destruidas tanto en el campo de batalla como en el país mismo, y en cuanto terminó el conflicto, hubo que reinventar el modo de vida norteamericano. Se ha limitado a unos cuantos textos y películas, los que le parecen más emblemáticos, los que exponen el espíritu de la época en términos más claros y contundentes, y ya ha escrito capítulos sobre Pesadilla de aire acondicionado, de Henry Miller, la brutal misoginia de Yo, el jurado, de Mickey Spillane, el binomio femenino virgen-prostituta presentado en Retorno al pasado, el film de Jacques Tourneur, y ha analizado detenidamente un panfleto antifeminista que fue éxito de ventas titulado La mujer moderna: el sexo perdido. Ahora está empezando a escribir sobre Los mejores a ñ os de nuestra vida, la película de 1946 de William Wyler, obra central en su tesis y que considera la epopeya nacional de aquel momento determinado de la historia norteamericana: la historia de tres hombres destrozados por la guerra y las dificultades con que se encuentran al volver con su familia, la misma situación que millones de otras personas vivieron en la época.
El país entero vio la película, que ganó el premio de la Academia a la mejor película, mejor director, mejor actor principal, mejor actor secundario, mejor montaje, mejor banda sonora original y mejor guión adaptado, pero mientras la mayor parte de los críticos reaccionó con entusiasmo («algunas de las más bellas y ejemplares manifestaciones de fortaleza humana que ha dado el cine», escribió Bosley Crowther en el New York Times), a otros les llamó menos la atención. Manny Farber la puso por los suelos, calificándola de «carromato tirado por caballos de sensiblería izquierdista», y en su larga crítica publicada en dos partes en la revista Nation, James Agee condenó y a la vez alabó Los mejores a ñ os de nuestra vida, calificándola de aburrida por su simplismo y timidez, para concluir diciendo: «Sin embargo, siento cien veces más admiración y simpatía por esta película que desagrado o decepción». Alice reconoce que la película tiene sus defectos, que a menudo resulta un poco sosa y sentimental, pero en el fondo considera que sus virtudes superan sus deficiencias. La interpretación es sólida de principio a fin, el guión está lleno de diálogos memorables («El año pasado tuve que matar japoneses y este año tengo que ganar dinero; Creo que deberían fabricarte en serie; Me dedico al negocio de la chatarra, ocupación para la cual muchos creen que estoy bien preparado por formación y temperamento»), y la fotografía de Gregg Toland es excepcional. Saca su ejemplar de la Enciclopedia del cine de Ephraim Katz y lee la siguiente frase de la entrada de William Wyler: «El revolucionario plano con profundidad de campo de Toland permitió a Wyler desarrollar su técnica favorita de filmar largas tomas en las cuales los actores aparecen en el mismo encuadre durante escenas enteras, en lugar de ir cortando de una a otra e interrumpir así su mutua relación». Dos párrafos más abajo, al término de una breve descripción de Los mejores a ñ os de nuestra vida, el autor observa que la película contiene alguna de las composiciones más complejas jamás vistas en celuloide. Aún más importante, al menos para la tesis que está escribiendo, la historia se centra precisamente en esos elementos de conflicto hombre-mujer que más le interesan. Los hombres ya no saben cómo comportarse con sus mujeres y novias. Han perdido el gusto por la vida doméstica, su percepción del hogar. Tras años de vivir lejos de las mujeres, años de combate y matanzas, de lucha por sobrevivir a los horrores y peligros de la guerra, han acabado cercenados de su pasado civil, lisiados, atrapados en la repetitiva pesadilla de sus experiencias, y la mujeres que dejaron atrás se han convertido en extrañas. Así empieza la película. Se ha declarado la paz, pero ¿qué demonios va a pasar ahora?
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