Voy al Hollywood, pero tú tienes que ir a…
Sophie se le acercó. Se mantuvo de pie apoyando una mano en su rodilla. Los hoyuelos que se formaban en la base de cada uno de sus dedos parecían pros y contras: los pros y contras de los bebés. Pronto caminaría: se advertía ya en sus involuntarias carreritas de apenas tres metros, con los brazos en alto, como si estuviera poniendo a punto las conexiones aún imperfectas de sus miembros y sus tentativas.
Hizo una llamada por el teléfono de la casa y consiguió comunicar con Pearl, que lo trató con amabilidad (tal vez persistiendo aún en algún oscuro ciclo de arrepentimiento) y le permitió hablar luego con uno de los chicos. Cuando éste colgó, oyó sonar dentro de su chaqueta su teléfono móvil.
– ¿Diga?
– ¿Xan? Mal Bale al aparato. Ha muerto.
– ¿Quién?
– Joseph Andrews.
– ¿Cómo ha sido?
– Un accidente de circulación. Y otro viejo bastardo la ha diñado también: Simon Finger. Ha quedado hecho fosfatina. Encima de mi BM. Supuse que te gustaría saberlo. ¿Estás bien?
– Sí, amigo…
Colgó y se sentó un momento con los ojos cerrados, muy quieto.
Cerró los ojos y vio el perro callejero.
Xan había entrado en el patio y oyó un sonido que parecía hecho ex profeso para intranquilizarlo. Un sonido que tenía ritmo, como un acto amoroso criminal: un gruñido primero, después un impacto apagado como de dos cuerpos que chocan y, finalmente, un gemido como respuesta. Y ante todo y sobre todo, el llanto repetitivo del perro callejero. Avanzó y dejó atrás el poste al que se hallaba encadenado el animal.
El patio -con sus tablones amontonados, sus fregaderos y tazas de inodoros, con su negro laberinto de neumáticos viejos- era el lugar donde se había ido formando hasta entonces cuanto sabía sobre los sentimientos. Hasta allí había seguido a su hermana Leda cuando llevaba a sus novios en las noches de verano, y la había espiado cuando se arrodillaba detrás de la vieja mezcladora de cemento, o se apoyaba de pie contra la furgoneta sin ruedas con la falda subida hasta la cintura. Allí estaban también las fotografías de mujeres desnudas, a veces con los labios fruncidos y otras veces con caras de enfado, o las típicas chicas de calendario, clavadas con chinchetas o pegadas en la pared del taller; estaban los perros (otros perros de tiempos pasados) en pleno apareamiento estoico o aguardando la llegada del cubo con comida; y, remontándose aún más, la gallina frenética que se acercaba aleteando al gallo cuyo canto hería el espacio…
Empujó la puerta del cobertizo y, al abrirla, vio a su padre sentado a horcajadas en el pecho de otro hombre, presionándole los hombros con sus rodillas: Mick Meo encima de Joseph Andrews. Vio cómo Mick levantaba su puño ensangrentado y lo dejaba caer luego acompañando el gesto con una exclamación: vio el golpe aplicado al rostro ya sanguinolento y notó la arcada con que reaccionaba su contrincante. ¡Y cuán tedioso era, cuán repugnante y reiterativo! Esto por esto. Esto por esto otro.
– ¡Eh, papá! -había dicho él mientras se le acercaba para poner fin a aquello. Y recordó cómo se había encendido y distorsionado la cara del padre con una nueva ira cuando se levantó para estrechar al chico en sus brazos.
Mientras eso ocurría (aunque él no se acordaba demasiado de ello, porque en un instante se vio levantado en el aire y preocupado intensamente por la naturaleza y la textura de su punto de aterrizaje), podía oír los ladridos del perro callejero. Que gemía, lloraba y meneaba la cabeza como para calmar su cuello dolorido, pasándose la mano por los hombros en un intento de librarlos de aquella cosa que pesaba sobre su espalda.
Casi inmediatamente después de las siete, abrió la puerta del jardín y siguió el paso del cometa con su hijita en brazos.
– ¡Mira! -dijo, indicándoselo, señalándolo como hacen los niños, con la bisectriz entre el pulgar y el índice apuntando en la dirección deseada. El cometa cruzó el cielo hacia el este como una luz blanca: como un fútil empeño, como podría ser el de un hombre terriblemente viejo ocupado en una tarea terriblemente antigua. No debes parar, no debes parar. Y entregado por completo, entregado suicidamente, a la tarea de llegar a Júpiter y ser engullido por su gravedad. Imaginó por un instante que podía oírlo: un débil susurro de maldición. Pero entonces oyó el bocinazo airado de un coche en la calle, y otro con visos de ser una airada respuesta; y al volver la cabeza sonriendo, retornó a las pequeñas preocupaciones locales.
Había ido a buscar agua para Sophie cuando vio a su mujer que pasaba por delante de la casa. Caminaba ligeramente inclinada, con aire de consciente reproche…, como si, habiendo estado fuera demasiado tiempo, ahora volviera subrepticiamente, aunque confiando en ser disculpada y readmitida sin problemas. La oyó subir los escalones de la entrada, la oyó dejar sus llaves en la mesita del recibidor y soltar el bufido de indignación que dejaba escapar cuando alguien, o alguna cosa del mundo exterior, la había fallado.
– Bajo en un minuto -le dijo, y la oyó correr escaleras arriba. Instantes después escuchó el golpeteo del agua de la ducha en el suelo de la bañera.
Se volvió. Ahora había alguien más en la habitación: una persona diferente. Sophie se encontraba de pie junto a un montón de juguetes, no propiamente caminando, pero sí de pie, sin apoyarse…, desconectada de todo salvo del suelo que pisaban sus pies. Estaba encantada, pero encantada por alguna otra cosa -el trozo de papel que tenía en la mano-, porque aún no se había dado cuenta de su gran cambio.
Xan fue hacia ella, y le dijo:
– ¡Baba! ¡Estás…!
Se le ocurrió de pronto. Estaba de pie… ¿Cómo se las arreglaría ahora para bajar? Extendió los brazos hacia el cielo, dobló las piernas por las rodillas… y cayó de espaldas en el montón de los bloques de construcción y los Sticklebricks… Cuando él alargó la mano para levantarla, la pequeña se le agarró al brazo con los dos suyos, y él, entonces, al incorporarla, notó en la oreja el calor de su resoplido…, pero no era serio, no era nada serio, no era serio en absoluto.
Y, con todo, cuando la sentó a su lado en el sofá para consolarla, miró las pestañas de sus ojos, su zigzag reavivado por las lágrimas, y eso le hizo recordar su nacimiento y el zigzagueo del electrocardiógrafo cuando Sophie se esforzaba por salir. Él ya estaba llorando cuando nació (como lo había hecho cuando nacieron los chicos): no por lo que les aguardaba en la vida, sino por lo que ya habían sufrido, solos y tan pequeños. Y minutos después, cuando la enfermera le mostró a su hijita, él contempló por primera vez en la vida una vulva humana, con una lucidez absolutamente falta de puntos débiles… Ahora la niña se separó de él y comenzó a caminar por la habitación, de asidero en asidero. Y a él le vino a la mente, en una muda tautología, aquel proyecto suyo de protegerlos, de proteger a aquellos seres tan penosamente desvalidos, desde su propia pequeñez, desde su insignificancia, desde su diminuto, su mínimo, su minúsculo ser.
Ésta es una obra de pura ficción, pero varios de los temas que aborda me han obligado a realizar alguna somera investigación. Los siguientes libros han sido para mí de especial ayuda, y me gustaría dar las gracias a sus autores (y/o editores).
Royal, de Robert Lacey (Little, Brown) y Henry VIII. King and Court (Jonathan Cape).
Life After Life, de Tony Parker (Seeker & Warburg) y la trilogía de «Mad Frank», de Frankie Fraser (como le fue narrada a James Morton): Mad Frank (Little, Brown), Mad Frank and Friends (Little, Brown) y Mad Frank's Diary (Virgin).
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