Martin Amis - Perro callejero

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Xan Meo es un hombre de múltiples talentos: actor, músico, escritor, y también hijo de un célebre delincuente. Una noche, Xan se sienta a tomar una copa en la terraza de un pub y, al poco rato, dos hombres le parten la cabeza a cachiporrazos. Tras una difícil convalecencia será otro. Deberá acostumbrarse a su nuevo ser, como todos los que le rodean, porque Xan se convertirá en un antimarido, en un antipadre, movido por impulsos primarios y con una sexualidad muy perturbadora. Pero hay otros personajes que inciden en la vida de Xan. Clint Smoke, un periodista de un diario amarillista volcado en la pornografía y las noticias de escándalo, y también Henry England, el rey de Inglaterra y padre de la Princesita, a la que alguien ha fotografiado desnuda en su bañera. También está el misterioso Joseph Andrews, como una araña en el centro de una vasta red. Y en el núcleo de todo: Edipo, los padres como posibles corruptores devoradores de sus hijos, el difícil pasaje a la madurez.

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– ¿De qué, señor?

– De un condenado…

– No entiendo, señor…

– De un maldito…

– ¿De un maldito guiño, señor? -dijo Brendan desesperadamente.

No, Bugger…, no… ¡De un maldito eructo !

Se escuchó, entonces, en el umbral de la puerta la risa musical de Victoria, y Enrique se volvió hacia un lado tosiendo.

– ¿Pudiste llegar por fin a Gelding’s Mere, Brendan? -preguntó la princesa.

– No, Victoria. Tenía ese propósito, pero…

Brendan miró a Victoria de Inglaterra y en un instante trazó un plan para el resto de su vida. Ella iba a necesitarlo cada vez más ahora…, y Enrique lo necesitaría cada vez menos. La amaría, y ella no llegaría a saberlo jamás. Y así siempre, veinte o treinta inviernos sin un beso, una caricia, una mirada de consideración. Pero este amor suyo sería cien, no…, mil veces más de lo que él merecía.

2. K8

– bueno, clint, ¿cmo stas? -preguntó k8- s tan agrdble vrt n prsona… ahora pnt cmdo, rlájat y siéntt cmo n tu propia csa…

– Te he traído un regalito -dijo Clint tranquilamente-. Para abrir boca, por así decir.

– ¡ké consdrado ers, clint! ¡y sa csta llna d exkisitcs! dscrcha eso y l hremos ls honors…

El primer pensamiento de Clint fue: Shelley. El Shelley de la foto: los apretados rizos del pelo, los impertérritos globos oculares, los tensos labios… Vestía una camiseta negra ceñida y una minifalda con los colores de la bandera británica; bien es cierto que ella ya lo había prevenido jovialmente acerca de la circunferencia de sus muslos…

– ¿Cómo está tu padre, cariño?

– 10mado. Tdo el intstino, dsd el ciego al rcto.

– Ya se sabe…, nunca llueve a gusto de todos. Pero el tiempo de las lluvias es excelente para los patos.

– ¡Lvnta l culo! ¡Brindemos!

Fue entonces cuando Clint comenzó a sentirse de verdad trágicamente enfermo. Cuando iban del fregadero a los sillones, y ella se alisaba la falda con sus manazas, otro presentimiento gangrenoso pasó lentamente por él.

– 1 o, la prgnta del millón, Clint. No ncesitss preocuprt x eso. Srá un alivio pra ti sber esto: nunk he tnido la…, Clint.

– ¿Una qué?… ¿Una regla?

– Nunk he tenido la… eso…, Clint. x eso m srprendió tnto ke inciars la discusión acrk de los hijs, como si yo kisiera tner un chico.

– Y realmente me he sentido aliviado, ¿no?

– xk tu no tnes deseo de tnerlos, ¿verdad, Clint?

– ¿Por qué lo dices?

– ¿xk? In scribendo veritas, Prro Calljro. Todo está + claro k el agua. Me he smtido al bisturí, pero no pra destruir…, ¡sino pra crear! Me hiciern las ttas y me agrandaron el pne, Clint. Agrndan ahra cualquier cosa.

– ¿Qué me estás queriendo decir?

– K me opraron, Clint… Clint…, ¿k stás pensando ? -preguntó Kate-. ¿Me lo corto ahra? ¿Me lo corto?

Cuando salió a la calle (no la había tocado; pasó por su lado tapándose con los brazos), encontró una mugrienta furgoneta blanca aparcada en doble fila delante del Avenger. ¿qué tal soy como conductor?, se leía en una pegatina que llevaba adherida al parabrisas. «Un gilipollas», había escrito alguien en el polvo. Tras un rato de dar bocinazos, gritar y tratar de moverse, Clint se subió al bordillo, se llevó por delante el poste de una farola por la izquierda y un trozo de valla por la derecha, y se abrió paso hasta la calle por entre un montón de bolsas de basura negras. Con la pierna totalmente extendida y apoyada en el pedal del acelerador, haciendo rechinar estrepitosamente las ruedas, cruzó a toda velocidad Mattock Estate y fue a dar, derrapando, a Britannia Junction, donde se unió al atasco de tráfico de quince kilómetros que, al cabo, lo llevaría a los Bends y a la carretera despejada por la que estaba suspirando ardientemente. Siguió intentando coger desvíos, metiéndose por callejones sin salida como un avispón en un tarro de mermelada… o como una partícula en un ciclotrón, yendo y viniendo de parachoques a parachoques, perdido, empujado de un lado para otro, llevado a saltos de camino en camino. Fueron pasando por la ventanilla multitud de conversaciones de putillas de pálidos labios…, el ojo maligno, el puño entusiasta; en determinado momento, en un parón desesperante, dio la impresión de que retrocedía, incluso, y se vio adelantado brevemente por una joven pareja montada en una vieja scooter que, por supuesto, lo dejó atrás con toda facilidad: el hombre se volvió incluso para dedicarle la señal de la victoria con la mano enguantada. Llorando casi, retorciéndose, tocando el claxon brutalmente, giró hacia el lateral y cruzó Thamesmead, Hornchurch, Noak Hill…

Hasta que finalmente se encontró en un tramo de carretera despejado. Para entonces, Clint Smoker pesaba cuatro toneladas y media. Tenía una velocidad punta de doscientos cincuenta kilómetros hora. El gran estruendo de su voz (audible en varios kilómetros a la redonda), el gran resplandor de sus faros, que perforaban la creciente oscuridad del atardecer… Hasta los forúnculos de su culo parecían ocupar ahora en él un cuadrado de veinte centímetros.

3. EL BORDE DE LA TIERRA

Se había formado un pequeño comité de recepción en su honor y, por supuesto, Joseph Andrews no había viajado solo. Su gente estaba descargando el Range Rover que Manfred había alquilado, y había otros dos coches bloqueando ahora la carretera, fuera de la villa en el Essex rural, cerca de Gravesend, justo en el desvío de los Bends.

– ¡Jodida bienvenida ésta! -dijo-. Un buen recibimiento al volver al hogar.

Joseph Andrews estaba de pie junto a la verja, medio inclinado en su andador. Tenía los ojos cerrados con fuerza y la boca abierta mostrando la parte inferior de su dentadura, después del largo viaje.

– Vuelvo a mi país -prosiguió, sin dirigirse a ninguno en particular- después de veinticinco años de ausencia… ¿Y qué es lo primero que veo en mi Evening Standard ? Nada menos que planes para la supresión de la monarquía. Supongo que lo hacen para mostrarme su desprecio. Estoy pensando en…

Por sus ojos cerrados pasó la imagen de una piscina: un movimiento de sierra de sangre carmesí.

– Eso no está a su altura, jefe -dijo una fugaz figura-. Han sido las presiones sobre la princesa.

– Te has ganado un puñetazo por eso, Manfred Curbihley. Y, cuando menos te lo esperes, lo tendrás. Esta noche te quedas sin whisky. Tienes la cara como un jodido pollo asado al tandoor… ¿Dónde está Simon? ¡Simon! ¿No sería mejor que te pusieras en movimiento de una maldita vez, hijo…? ¡Joder! ¿Y ahora quién está intentando sacarme de mis casillas?

Al principio pensó que se trataba de un insecto, e incluso alargó débilmente el brazo para echar mano de sus aerosoles, que, por supuesto, no iba a necesitar en Inglaterra y en el mes de febrero: pero, en efecto, se escuchaba una especie de quejido zumbante, que incluía una nota de histeria. Joseph Andrews irguió su temblorosa cabeza, sin abrir los ojos.

– Que alguien…, que alguien vaya y vea qué es eso…

Unos pasos bruscos resonaron a su lado. Oyó que el coche cambiaba de velocidad, de tercera a segunda y, después, rechinando, de segunda a primera. Se escuchó luego una voz de «¡Alto!», a la que siguieron un tremendo empellón y una atroz sacudida. Pero lo que hizo que Joseph Andrews abriera los ojos fue el débil maullido que se escuchó en el aire: un sonido que había oído ya hacía mucho tiempo, en Stangeways, cuando un guardián de la prisión se lanzó desnudo desde la torre al patio. Y, finalmente, una explosión, seguida de algo que notó como una ráfaga de lluvia.

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