Apartó a un lado el andador y dio un paso adelante. Y tuvo la sensación de que jamás había visto a nadie avanzar hacia él a semejante velocidad…, dirigiéndose hacia el límite de la tierra e intentando alcanzarlo.
Mal Bale estaba dentro (llevaba medio día allí, encendiendo y apagando la calefacción) y acababa de despertar de una siestecilla en la butaca del vestíbulo. Lo oyó. Miró al interior de la cocina y les dijo a Manfred y a Rodney que se quedaran dentro.
Desde allí no podía ver nada del sendero de acceso: sólo las luces de los coches y el farol del garaje. Mal siguió avanzando. Y oyó entonces otros sonidos: un chapoteo, un sollozo, un chapoteo, un sollozo.
Había una niebla roja, y su propio coche, el viejo BM, estaba generosamente salpicado de plasma y fragmentos de carne; sobre el capó había un zapato marrón con un tobillo dentro.
Por la izquierda, de donde provenían los ruidos, le cegaban a uno los faros del todoterreno negro. Mal se agachó para evitar el haz de luz y se dirigió hacia la puerta del garaje.
Joseph Andrews yacía muerto en la carretera. Por encima de él, su atacante, ahora con penoso cansancio, seguía propinándole sus últimos golpes con su herramienta…, una llave inglesa o algo por el estilo. Luego la lanzó a un lado y dio la impresión de que intentaba llorar. Pero no podía llorar; y Mal comprendió enseguida el motivo.
– Vamos, chico… Ya has acabado con él. Todo ha concluido. Tranquilo, tranquilo… ¡Joder! Clint, amigo… Levántate, levántate. Vamos a ayudarte ahora. Vamos a ayudarte, a ayudarte.
Mal Bale reflexionó: Así que ésta ha sido la última acción de Joe en la tierra. Con su hábil mano derecha: cegar a Clint Smoker.
4. 14 FEBRERO (6.27 P. M.): 101 HEAVY
Comandante John Macmanaman: Vuelve. ¡Vuelve…! Vuelve a mí. Niveladlo al girar. No, no, no. ¡Enderezad, enderezad…!
Servicio de Mantenimiento de Aeronaves en Vuelo: Bien, John, aquí estoy con mi regla de cálculo.
Macmanaman: Sácame de ésta, Betty.
SAM: El NEO estará a treinta y cuatro coma veintidós kilómetros de ti cuando se precipite en la tierra. Habrá fuegos artificiales y bastante calor, y lo notaréis de inmediato. No creemos que eso sea importante, pero os llegará por sotavento, John.
Mecánico de Vuelo Hal Ward: Bueno, mejor así.
SAM: Lo siento. Lo cierto es que el calor os alcanzará a la velocidad de la luz. Y el viento lo hará a la velocidad del sonido. Así que, cuando notéis el resplandor, tendréis un minuto… nueve segundos. Buena suerte. Aquí estamos todos pendientes de vosotros. Pendientes de vosotros, de veras.
Macmanaman: Gracias, querida.
Primer oficial Nick Chopko: Y ahí abajo está nuestra pista de aterrizaje, caballeros. Si es que cabe llamarla así. ¿La veis?
Macmanaman: ¿Hal?
– Tres minutos -dijo la voz de Hal Ward sin añadir ni una palabra más.
Reynolds sabía que John Macmanaman había vivido ya un accidente de aviación…, cuando niño, como pasajero. Se lo había contado un par de veces. Le decía que era como ver una película muda: en blanco y negro, y sin ningún sonido en absoluto. Que hasta las llamaradas se producían en silencio y en blanco y negro. Y que los muertos, tanto los que morían sin sentirlo como los que estaban quemándose vivos, tenían la misma expresión: cara de asombro.
Se pasó la mano por el cuello para relajarlo, en un intento de librarse de aquellos pensamientos… John decía que de repente se había transformado en un centenar de sujetos diferentes. Se hallaba rodeado de esposas, maridos, hermanos, hermanas, madres, padres, niños… Y después, por último, se planteó la cuestión de la supervivencia. Era, le contaba, como el premio de una mísera lotería… Yo lo sacaré, se prometió a sí misma. Después de casi medio siglo con él, Royce se muere, y tres días más tarde muero yo… Moraleja: no te cases a los diecisiete años.
Los pasajeros que viajaban de cara a la parte delantera del avión estaban ya en la postura de seguridad, con el cuerpo doblado hacia delante y las manos entrelazadas por encima de las cabezas. Reynolds, que miraba hacia atrás, estaba sentada normalmente, limitándose a rodear su cuello con los brazos, a abrazarse el cuello, según las órdenes del comandante.
Y ella sabía, sabía con toda certeza, que, si salían vivos de aquel trance, se casarían los dos.
Se produjo entonces un destello amarillo y sintió que en su labio superior se formaba una gota de sudor.
Ward: ¿Cuánto queda?
Macmanaman: Dieciséis segundos. ¡Santo Dios, justamente ahora, está tan quieto !
SAM: No es mi terreno, pero, si el viento va hacia abajo, tiene que volver a subir, ¿no? Si podéis manteneros ahí arriba…
Macmanaman: Aquí llega. ¡Entra en él! ¡Que nos lleve en volandas!
Ward: ¡Joder! ¡Maldita sea, vamos a capotar!
Macmanaman: ¡Espera!
Ward: ¡Volamos con las alas para abajo!
Chopko: ¡Te quiero, Amy!
Había equipos de rescate y emergencia, a cierta distancia unos de otros, a lo largo de los diez kilómetros que habían sido despejados en la interestatal 95, exactamente al sur de la población de Florence, condado de Florence, Carolina del Sur.
Y esto fue lo que la gente vio y oyó.
Vieron la crucecita del Vuelo 101 que se asomaba en el cielo de las primeras horas de la tarde por encima de la meseta roja. Al principio en perfecto silencio…, hasta que hirió después sus oídos el luctuoso gañido de la máquina averiada. Vieron luego sus resbalones de beodo y sus cambios de dirección, y por último su recorrido final en círculo, boca abajo, con las alas extendidas como brazos colgantes, en sentido contrario al de las agujas del reloj. Mientras se estaba estabilizando, como si fuera a desplomarse, se produjo un gran resplandor por encima de él, y en cuestión de un segundo la cola del cometa fue un río de plata extendido de extremo a extremo del horizonte.
El avión se encontraba tal vez a unos ciento cincuenta pies del suelo cuando la corriente del viento lo alcanzó y lo arrastró en su impulso. Pareció que arrancaba de él un rugido de dolor y de rabia al mecerlo y llevarlo hacia abajo. El ala izquierda rozó el suelo y produjo un torrente de chispas que se extendieron por el fuselaje. Pero entonces dio de lleno en él la corriente de aire ascendente, y el Vuelo 101 se niveló violentamente. Un tremendo rebote del tren de aterrizaje en la autopista, un desgarrón abierto en la parte de la cola por el que salían volando paneles y tiras metálicas, y, por fin, el aterrizaje, con la recuperación de la rigidez del aparato, dejando detrás el rastro ardiente de su estela.
Mientras tanto la alborotada cabellera de trenzas de plata continuaba su curso por encima de sus cabezas siguiendo al cometa hacia Júpiter.
Eran las seis en Londres, y Xan se hallaba solo en la casa con su hija pequeña, Sophie.
Horas antes, cuando estaba almorzando de pie junto al frigorífico en el apartamento del otro lado de la calle, Russia le había telefoneado para decirle que, ya que luego iba a cenar en la casa:
– ¿Podrías venir un rato antes y cuidar de Sophie durante una hora hasta que llegue yo?
– Me encantaría hacerlo. Pero… ¿me dejará cuidarla?
– Pienso que sí. Probémoslo a ver.
– A Baba la noto ahora muy contenta. Y ya no se acuerda… ¿Qué ha ocurrido? Cuenta, cuéntame.
Russia le contó que Billie iba a dormir a casa de unos amigos, que Imaculada tenía la noche libre. Y después le dijo:
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