Jean-Pierre Luminet - El enigma de Copérnico

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De las callejuelas de Cracovia a las universidades de Bolonia y Florencia, los talleres de Núremberg y los pasillos del Vaticano, la vida de Nicolás Copérnico, astrónomo, médico y canónigo polaco, transcurre en el turbulento siglo XVI. Los caballeros teutónicos libran sus últimas batallas, los reinos buscan nuevas alianzas, la Reforma comienza a agrietar la unidad de la Iglesia y, en medio de todo ello, Copérnico refuta las teorías de Tolomeo y Aristóteles sosteniendo que el Sol es el centro del universo.

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Glimski hincó una rodilla en tierra y dijo:

– Ese nombramiento es mucho más que un honor, alteza; es la mayor alegría de mi vida.

Recogió la larga capa del duque y lo envolvió en ella. Después, precediéndolo como para protegerlo con su cuerpo, salió de la sala. Los demás los siguieron.

– Prepara tu equipaje, Nicolás, y di a Philip y a Andreas que hagan lo mismo. Partís para Thorn mañana mismo, al amanecer -ordenó el tío.

– ¿Entonces no voy a asistir a las ceremonias de la coronación?

– Lamento decepcionarte, sobrino, pero no tengo la menor intención de haceros correr riesgos. Los inicios de un reinado son siempre peligrosos. Además, la universidad estará cerrada durante tres meses. Haréis lo mismo que todos los estudiantes, que vuelven con sus familias. Y si has prestado atención a lo que hemos hablado, habrás comprendido que podrás ver otras coronaciones de reyes de Polonia. Y más tarde, si respondes a las esperanzas que he puesto en ti, me sucederás como obispo de Ermland.

El lento transcurso de un trimestre detrás de las murallas de su ciudad natal le pareció que duraba una eternidad. Nicolás vagaba como un alma en pena por el castillo episcopal. Ni siquiera la biblioteca representaba un atractivo para él: había leído ya todos sus libros, desde hacía mucho tiempo. Evitaba siempre que podía a su hermano Andreas, que representaba con un celo excesivo su papel de libertino arrepentido. ¿Qué había sido del turbulento compañero de su infancia? Ahora su hermano mayor le repugnaba un poco. En cuanto a Philip, su padre, Lucas, lo había enviado a Braunsberg, una de las ciudades gobernadas por el obispo, por razones que Nicolás ignoraba porque el otro, al despedirse, se hizo el misterioso. Adiós las alegres partidas de caza con aquel audaz acompañante, única distracción capaz de librarle de su aburrimiento. Pasaban las semanas, y su tío no regresaba. En un breve mensaje que le envió en el curso del mes de julio, el obispo le comunicó que el Papa acababa de morir, y que en consecuencia tenía que trasladarse a Roma, porque allá abajo la lucha por la sucesión prometía ser movida, por más que el obispo de Ermland no tuviera voz en el cónclave. Luego, con el afecto rudo y burlón que siempre le mostraba, Lucas añadía que legaba a su sobrino favorito las responsabilidades de «cabeza de familia».

Nicolás no hubo de esperar mucho para representar ese papel que le avergonzaba un poco debido a Andreas, al que su tío había dejado aparte de forma muy visible, de algún modo bajo su tutela. Había admirado mucho a su hermano mayor, durante la adolescencia, y su audacia cuando era el primero en arrojarse al Vístula, en el momento del deshielo, o en posar sus labios sobre la mejilla de una joven campesina, de una florista o de una sirvienta.

Algunos días después de que Lucas le anunciara su viaje a Roma, un mensajero venido de Danzig le comunicó que su hermana mayor, casada tres años antes con el vástago de un antiguo linaje del más importante puerto hanseático, acababa de traer al mundo a su segundo hijo, que iba a llamarse Nicolás si su tío aceptaba tenerlo en sus brazos en la pila bautismal. La primera había recibido el nombre de Lucía, un honor del tío y tutor. ¿Y Andreas? Se limitó a una carcajada burlona cuando su hermano pequeño le informó, con la mayor diplomacia posible, que no sería él, el mayor, el padrino del niño, como habría sido normal.

¡Muchas cosas se agitaban en aquel siniestro verano de 1492! Siniestro únicamente para Nicolás, porque transcurría bajo un cielo luminoso. A pesar de sus diecinueve años, o tal vez debido a ellos, el «cabeza de familia» suplente organizó el viaje a Danzig como un general dispone sus tropas. Decidió que el viaje se haría por el río, en las dos pesadas galeotas episcopales. Justificó la elección con el argumento de que era lo más seguro, en un tiempo en que los soldados errantes de los teutónicos infestaban los caminos, y por considerar además que la vía fluvial sería más cómoda y agradable para las damas. Además, calculó con mucha seriedad, se ahorraba tiempo así, porque aunque por agua se iba más despacio que por tierra, se viajaba tanto de día como de noche…

Las damas…, porque habría damas, además de las camareras, las criadas, algunas religiosas y su hermana pequeña Bárbara, destinada a tomar el hábito, subirían a bordo. Eran la gobernanta del obispo, a la que todo el mundo llamaba la señora viuda Schillings, y su hija Ana, una chiquilla bonita y vivaracha de ocho años que el obispo había adoptado igual que hiciera con Philip. Y no había ninguna duda sobre quién era el padre ni sobre la pretendida viudez de la señora Schillings, una mujer de una belleza que la cercanía de la treintena hacía resplandecer.

Los dos grandes barcos redondos se alejaron del muelle de Thorn al amanecer de un día de verano que prometía ser luminoso. Seguían sus estelas tres barcos mercantes. Serían necesarios dos días y dos noches para llegar a Danzig, impulsados por la corriente regular del río y con las velas desplegadas por el viento suave del sur; y el doble de tiempo a la vuelta, con la ayuda de los remos o de caballos que remolcarían las naves desde la orilla. Aquella noche cenaron tarde, en el puente; el aire era tibio, y el cielo estaba libre de nubes porque, excepcionalmente, no se había levantado niebla de los pantanos en los que se perdía con frecuencia el curso inferior del río al acercarse al delta.

Nicolás viajaba en el primer barco con su hermana Bárbara y la señora viuda Schillings, acompañada por su hija Ana. Andreas, a pesar de la insistencia de su hermano menor, había preferido embarcar en la segunda galeota, con la guardia episcopal, un sacerdote y varios mercaderes que habían pagado su pasaje.

Habían levantado ya los manteles, y los contertulios fantaseaban mirando el cielo cuajado de estrellas. La pequeña Ana estaba demasiado excitada para irse a dormir. Importunaba al que ignoraba que era su pariente y llamaba familiarmente Nico, con preguntas sobre los nombres de las estrellas. Él contestaba con paciencia, le hacía localizar las constelaciones y le contaba la historia de los personajes mitológicos que les habían dado su nombre. Mientras lo hacía, él mismo se preguntaba qué secretos se ocultaban detrás de aquella armonía. Una armonía, sí, una música, y no la cacofonía del Almagesto. De pronto, Ana gritó:

– Y ésa, Nico ¿cómo se llama ésa?

– Es una estrella fugaz, Anita, no tiene nombre. Si al verla expresas un deseo y piensas en él con mucha intensidad, se cumplirá…

– ¡Ya lo he hecho! Cuando sea mayor, me casaré contigo.

– Ah, tenías que haber guardado tu deseo en secreto, porque ahora no se cumplirá.

– Entonces volveré a pensarlo, porque ahora veo otra estrella, y otra…

Era como una lluvia de hilos de plata que iban a caer a lo lejos, sobre el golfo.

La niña calló. Nicolás, aún con la vista levantada hacia el cielo, sintió una especie de plenitud que nunca había experimentado antes. Su espíritu emprendió el vuelo…, se vio a sí mismo, como Séneca, entrar en el Universo como se entra en una ciudad…, la ciudad común de los dioses y de los hombres, la que obedece a leyes constantes y eternas, allí donde los cuerpos celestes llevan a cabo sus infatigables revoluciones. Miríadas de estrellas brillaban por todas partes; en el centro estaba el Sol, astro único, que difundía sus rayos por todo el espacio. Recluida en su hogar fraternal, la Luna recibía una luz suave y blanda, a veces oculta, otras asomando hacia la Tierra su faz iluminada, creciendo y menguando por turno, en cada ocasión distinta a como era la víspera. Vio a los cinco planetas seguir una ruta disímil de la de los demás astros, y avanzar en sentido distinto al movimiento general del cielo. ¿Era posible que de sus menores variaciones dependieran el destino de los pueblos y todas las cosas, desde las mayores hasta las más insignificantes? Y el Sol, en el centro…

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