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Jean-Pierre Luminet: El enigma de Copérnico

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Jean-Pierre Luminet El enigma de Copérnico

El enigma de Copérnico: краткое содержание, описание и аннотация

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De las callejuelas de Cracovia a las universidades de Bolonia y Florencia, los talleres de Núremberg y los pasillos del Vaticano, la vida de Nicolás Copérnico, astrónomo, médico y canónigo polaco, transcurre en el turbulento siglo XVI. Los caballeros teutónicos libran sus últimas batallas, los reinos buscan nuevas alianzas, la Reforma comienza a agrietar la unidad de la Iglesia y, en medio de todo ello, Copérnico refuta las teorías de Tolomeo y Aristóteles sosteniendo que el Sol es el centro del universo.

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Fue así como Nicolás Copérnico se interesó por fin en la astronomía alejandrina y árabe.

II

Decididamente, 1492 fue un año prodigioso… El rey Casimiro murió a comienzos del verano. En Florencia, Lorenzo el Magnífico lo había precedido en la tumba tan sólo en dos meses. En Roma, Inocencio VIII les siguió poco tiempo después. ¡Ese, desde luego, se marchó para asarse en las llamas del infierno…! Y otras novedades más extraordinarias aún iban a llegar muy pronto hasta las orillas del Vístula: un marino genovés, a sueldo de Castilla, había llegado a las orillas de un mundo desconocido. Pero, por supuesto, la muerte del rey de Polonia fue el hecho que tuvo un peso más decisivo en el destino de Nicolás.

El obispo Lucas volvió a toda prisa de su feudo para asistir a los funerales de su soberano y la elección de su sucesor por parte de la Dieta, de la que formaba parte en su condición de elector de Ermland. Andreas lo acompañaba bajo los hábitos humildes de un clérigo, cosa que provocó algunas burlas bajo los peristilos del colegio Maius.

Aquel muchacho extravagante, al que su tío había encomendado una inconcreta función de secretario, parecía ahora arrepentido y lleno de devoción… No hacía aún cuatro meses desde que hiriera con su daga a la puta egipcia del barrio húngaro.

La elección del sucesor de Casimiro no daba opción a dudas: sería su hijo mayor, Juan Alberto, y aquello inquietaba mucho a Lucas. El príncipe-obispo de Ermland reunió en secreto, en su residencia de Cracovia, a algunos aliados seguros, y también al barón Glimski, teniente general del mariscalato, y pidió a Nicolás que actuara como secretario de la reunión.

– ¿Por qué yo y no Andreas, tío? -había preguntado el bachiller-. ¿No se molestará mi hermano?

– ¡Porque tú tienes mejor letra que tu primo!

El obispo soltó una de aquellas carcajadas que le sacudían los hombros y que había legado, de alguna manera, a Nicolás, que a medida que crecía iba adquiriendo cada vez más los modales falsamente rústicos de Lucas. La sala en la que esperaban a los invitados del obispo estaba sumida en una semioscuridad. Lucas se había instalado en el extremo de una larga mesa, frente a la entrada; Nicolás había colocado su escritorio sobre un velador un poco apartado, en un rincón en sombra, iluminado tan sólo por una vela.

– Es una broma, naturalmente -añadió el prelado-. Pero aquel asunto del burdel húngaro puede resucitar en cualquier momento, a pesar de los esfuerzos del barón Glimski: en el entorno de nuestro futuro rey no me tienen en mucha estima. He exigido a Andreas que se haga lo más transparente posible. Ha aprendido la lección…, en fin, por el momento. En cambio, tú estuviste perfecto. Todo el mundo ha olvidado que participaste en aquella calaverada. Y los que se acuerdan, no pueden hacerte el menor reproche. Desde entonces te has atenido de forma impecable a tu papel de estudiante pacífico, siempre con la nariz metida en las estrellas o en tus latines. Glimski me ha escrito toda clase de alabanzas sobre ti. Ten todavía un poco de paciencia. Vamos a tener que jugar una partida muy sutil. Esperamos tal vez la visita de un personaje muy importante. Cuando llegue, no des la menor muestra de sorpresa; has de ser un escriba plácido e indiferente, oculto detrás de su tintero. ¿Comprendes mejor ahora por qué no he confiado esa tarea a tu infeliz hermano mayor?

Por fin llegaron los invitados. Nicolás reconoció al riquísimo preboste de la guilda de mercaderes de Danzig, al general que mandaba la plaza fuerte de Stettin y al príncipe-obispo de Glock. Se puso en pie para hacerles profundas reverencias, pero ellos parecieron no advertir su presencia. Finalmente apareció el barón Glimski, siempre rígido y severo, que no le dedicó ni siquiera una mirada. Después de los cumplidos de rigor, los cinco conspiradores se sentaron en torno a la mesa y guardaron un instante de silencio.

– ¿Vendrá? -preguntó finalmente el preboste, casi en un susurro.

– No antes de una hora, me temo -respondió Glimski-. Lo retienen en el castillo.

– Eso nos deja tiempo para decidir lo que vamos a proponerle -dijo Lucas-. Por otra parte, es posible que no le propongamos nada. Todo depende de sus propias intenciones.

La elección casi segura y la coronación del hijo mayor del rey difunto representaban una perspectiva sombría para aquellos importantes personajes de las regiones septentrionales de Polonia. En efecto, se encontraban directamente expuestos a las ambiciones de los caballeros teutónicos, así como a las de sus aliados prusianos de Brandenburgo. Ahora bien, Juan Alberto, de poco más de treinta años de edad, aún gran duque de Lituania, soñaba únicamente con encabezar una cruzada contra el Turco. Se había rodeado de junkers, segundones de familias de añeja raigambre polaca y cristiana, como si quisiera hacer olvidar que él mismo no era más que el nieto de un pagano recién convertido. Todos ellos se proponían reconquistar Constantinopla e incluso Jerusalén con el filo de sus espadas, con el fin de ganar gloria y fortuna.

Los hombres experimentados, como los que hablaban en voz baja en el secreto de la residencia cracoviana del obispo de Ermland, sabían muy bien que el ejército polaco sería exterminado tan pronto como penetrase en Moldavia. ¿Qué aliados podía buscar entonces el rey, sino los caballeros teutónicos? Pero a qué precio, sino el de Danzig y Ermland, reconquistada con tanto esfuerzo por Casimiro… Y, además, como recalcaba el preboste de la guilda hanseática, una guerra contra los otomanos cerraría para muchos años la ruta de las especias y de la seda, que llegaba hasta Danzig vía Venecia y Cracovia, y saltaba de allí a Dinamarca, de donde venían como pago oro, ámbar y plata. ¿Qué hacer, entonces?

– Dicen que el futuro rey tiene una salud muy frágil -dijo el barón Glimski.

El tono insidioso con el que el teniente del mariscalato pronunció aquellas palabras daba a entender que manos oscuras podían volverla todavía más frágil, vertiendo alguna pócima en su copa… Lucas barrió aquella frase con un gesto de la mano.

– ¿Y quién le sucedería? ¿Alejandro, su hermano menor, esa marioneta entre las manos de su camarilla de efebos? El remedio sería peor que la enfermedad.

– ¡De acuerdo en lo que respecta al hermano segundo! Pero el benjamín, señores, el benjamín…

Ante esas palabras que venían de la puerta que no habían oído abrirse, los conjurados se sobresaltaron. Todos se pusieron en pie con precipitación ante el recién llegado. Este dejó caer descuidadamente al suelo la gran capa que lo cubría, a pesar del calor que reinaba en la ciudad. A la edad de veinticinco años, su alteza Segismundo Jagellon, duque de Glogau, tercer hijo de Casimiro, era un hombre de cuyo cuerpo, a pesar de su delgadez, emanaba una fuerza extraordinaria. Su rostro se parecía hasta un punto asombroso al de su padre, pero la concienzuda educación que había recibido de maestros italianos lo había vuelto más suave, menos rugoso.

– Perdonad mis palabras, alteza -dijo Lucas, que, sin embargo, no parecía demasiado confuso-. Vuestros hermanos…

– Sé que me estimáis, señores -le interrumpió el gran duque-. Os pido paciencia. En la Dieta cuento con muchos amigos, empezando por vosotros. Y a todos os pido que deis la corona a Juan Alberto. Eso unirá de forma definitiva Lituania a nuestro reino. También puedo tranquilizaros respecto de los proyectos que tenía de lanzarse a una guerra insensata contra Bayaceto. Creo contar con su confianza. ¡Si supierais hasta qué punto la perspectiva de un trono puede cambiar a un hombre! En cuanto al tiempo que durará su reinado, sólo Dios lo sabe. Y vos no sois Dios, barón Glimski. Todo lo que puedo deciros es lo que me han contado los médicos: una malformación de su pene impedirá a mi hermano mayor tener un heredero, a menos que se haga cortar el prepucio, como un judío. En cuanto a Alejandro, no lo tendrá mientras siga entregado a esas prácticas con sus cariñosos camaradas. Señores, tan pronto como concluyan las fiestas de la coronación, volved a vuestras respectivas ciudades. Sois demasiado preciosos para mí. En cuanto a vos, barón Glimski, al parecer mi hermano no os quiere. Ha considerado que era una buena broma cederme a mí vuestros servicios. Por tanto, os nombro capitán de mi guardia personal, a menos que rechacéis…

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