Jean-Pierre Luminet - El enigma de Copérnico

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De las callejuelas de Cracovia a las universidades de Bolonia y Florencia, los talleres de Núremberg y los pasillos del Vaticano, la vida de Nicolás Copérnico, astrónomo, médico y canónigo polaco, transcurre en el turbulento siglo XVI. Los caballeros teutónicos libran sus últimas batallas, los reinos buscan nuevas alianzas, la Reforma comienza a agrietar la unidad de la Iglesia y, en medio de todo ello, Copérnico refuta las teorías de Tolomeo y Aristóteles sosteniendo que el Sol es el centro del universo.

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– ¡Muy bien! -gritó uno de los convidados, que había formado parte del cortejo del cardenal hasta Roma y era secretario de la cancillería de Florencia, encargado de Asuntos Exteriores.

Nicolás lanzó interiormente un suspiro de alivio. Al representar aquella desenvoltura algo cínica, había corrido el peligro de perderlo todo. Y lo había ganado todo: una audiencia con el Papa. Se sintió agradecido cuando su maestro Novara intervino en aquel momento con la intención evidente de cambiar el rumbo de la conversación, en tono jovial:

– Me parece que vuestra eminencia se muestra injusto al sugerir que el señor Copérnico pone en el mismo saco a Mahoma, Averroes y Avicena. Sin los dos últimos, no habría tenido lugar la resurrección de las bellas artes y las bellas letras. Es curioso, a pesar de todo, que esos grandes matemáticos hayan podido desarrollar su obra en países que viven según el año lunar.

– Ya veo adonde quiere ir a parar, querido maestro -respondió el cardenal-. A esa famosa reforma del calendario que se reclama en todos los tonos. Hasta donde yo lo sé, Su Santidad aprovechará el año del jubileo para dar inicio a esa gran obra. Y por lo que me han contado, señor Copérnico, tiene usted más luces en ese terreno que en los asuntos de Estado. Tendremos ocasión de volver a hablar del tema, porque veo que estamos aburriendo a algunos amigos. Por ejemplo, el señor Maquiavelo está llorando de tanto contener sus bostezos.

Volvieron a hablar, y en numerosas ocasiones, en el curso de las reuniones semisecretas de la academia de Linceo, bajo la égida de Pitágoras y de Hermes Trismegisto.

Copérnico hubo de esperar varios meses antes de obtener una audiencia de Su Santidad Alejandro VI. Para eso había sido preciso que se retirara oficialmente a Sculteti su condición de representante del obispado de Ermland, y después que Lucas designara a su sucesor, su propio sobrino, lo que supuso un intercambio de correos secretos que se vieron obligados a viajar dando mil y un rodeos. En cuanto a Sculteti, cuya presencia en Roma ya no estaba justificada, prefirió prudentemente ir a reunirse, en la corte del rey de Francia, con sus antiguos protectores Giovanni y Pietro de Médicis. Antes de hacerlo, prometió a Nicolás dar un rodeo por Bolonia para saber algo de Andreas, de quien no tenían noticias ni su tío ni su hermano menor.

En el fondo, aquella espera de una audiencia convenía a Nicolás. En aquel año jubilar, cuantos personajes importantes poblaban el mundo habían acudido en peregrinación a Roma y parecían haberse dado cita en el palacio del cardenal Farnesio. La academia de Linceo celebraba sesiones diarias. Acudía allí una multitud, lo que parecía excesivo para personas que, a imitación de Pitágoras y de sus discípulos, recomendaban el secreto y reservaban el conocimiento y la verdad únicamente para los iniciados. Pero en aquel año de 1500 reinaba un ambiente de optimismo, y tal vez incluso de alivio, porque todo el mundo se reía un poco demasiado de los sermones del difunto Savonarola, que había profetizado aquella fecha como la del fin de los tiempos, con el rey de Francia en el papel de enviado de Dios. Pero no, el fin de los tiempos había quedado atrás, y todos eran conscientes de estar asistiendo a un renacimiento de la civilización.

De modo que a nadie asustó el anuncio de un eclipse de Luna, en noviembre, cuya descripción a Su Santidad Alejandro VI, al día siguiente, llevaría a cabo el astrónomo prusiano Nicolaus Copernicus. En efecto, nuestro héroe se había distinguido al contradecir a su maestro Novara, en una conferencia de éste sobre la necesidad o no de una reforma del calendario. Naturalmente, los dos cómplices se habían puesto antes de acuerdo para representar los papeles de un maestro demasiado prudente frente a un discípulo fogoso e impaciente. Y Nicolás no hubo de hacer ningún esfuerzo para criticar las fechas fijadas para los equinoccios de primavera y de otoño, así como los solsticios de invierno y de verano, que no se correspondían con la realidad, con diferencias de varios días. Concluyó diciendo que una buena reforma del calendario tendría que empezar por plegarse a las leyes de la naturaleza.

Aquello era simple sentido común, pero chocaba con la religión: los primeros reformadores cristianos del calendario juliano habían falseado las fechas de forma consciente: al trasladar el solsticio de invierno al 25 de diciembre, se erradicaba cualquier fiesta pagana al hacerlo coincidir con la natividad de Cristo. Luego cambió de tema, al reclamar que los navegantes que viajaban hacia las antípodas, al doblar la punta de África, realizaran nuevas observaciones sobre los movimientos celestes, ya que podían cambiar la faz del mundo y revelar la belleza de la obra creada por el Gran Artista, una obra desfigurada por demasiados falsos sabios.

– ¡Reemplazar el sistema de Tolomeo! -exclamó Novara en un tono de falsa indignación-. ¿Pero… reemplazarlo con qué cosa? ¿Es usted quien va a ponerse a esa tarea?

– ¿Quién soy yo para hacerlo, maestro? -replicó Copérnico con una modestia tan afectada que entre la asistencia hubo más de una sonrisa-. Permítame que me refugie detrás del mayor filósofo de esta época, el malogrado Marsilio Ficino. Por supuesto, conoce usted su Teología platónica: «¿Qué es Dios?», escribe. «Un círculo espiritual cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Pero si ese centro divino posee en alguna parte del mundo un asiento imaginario o visible desde el que actúa, es en el centro donde reina, como el rey en el centro de la ciudad, el corazón en el centro del cuerpo, el Sol en el centro de los planetas.»

Nicolás se calló. El Sol en el centro de los planetas… ¡Justo después de haber denunciado el sistema de Tolomeo! Hubo un momento de vacilación en la asamblea, como si todos tuvieran miedo de comprender. Volvió a tomar asiento, después de saludar. La regla pitagórica exigía no aplaudir, y la audiencia comprendió por un gesto de Novara, que no ocultaba ya su satisfacción ante la brillante intervención de su discípulo, que la sesión había terminado. Una mano se posó en el hombro de Copérnico y una voz suave susurró a su oído:

– Hay muchos que piensan como usted, querido señor y tocayo. Pero sería preciso demostrarlo. Y demostrárselo a un príncipe lo bastante sabio para que no lo mandara a la hoguera…

Nicolás se volvió. Era el secretario particular del gonfaloniero de Florencia, representante de la República en Roma, Nicolás Maquiavelo.

V

Copérnico fue recibido por el papa Alejandro VI el 7 de noviembre de 1500, después de haber observado, la noche de la víspera, un eclipse parcial de Luna. Nicolás vivía desde hacía ya más de un año en la Ciudad Eterna y había aprendido a hacer como todo el mundo, es decir, desconfiar de todo, no aventurarse por callejuelas demasiado estrechas, olfatear el vino antes de beberlo, dar al perro tendido a sus pies un bocado de cada plato de sus comidas.

Llegó por la mañana temprano ante las murallas del Vaticano, donde un guardia suizo lo registró de la cabeza a los pies, y bajo escolta, como un prisionero, recorrió una ancha avenida por la que circulaban carretas cargadas de escombros: arriba, estaban demoliendo la basílica de San Pedro. Luego se adentró por pasillos con paredes cubiertas de frescos de temas religiosos; un jardín, o más bien un parque; más pasillos. Lo hicieron entrar en un vestíbulo, no sin haberlo registrado una vez más. Y esperó largo tiempo, bajo la mirada vigilante de un suizo. Por fin, se abrió una puerta y un ujier le hizo seña de que entrara, al mismo tiempo que anunciaba:

– El doctor Nicolás Copérnico de Thorn, canónigo de Frauenburg.

No era la gran sala de audiencias, como había esperado, sino mi salón de música de dimensiones bastante modestas. Sentadas alrededor de una mesa baja, cinco personas volvieron la cabeza hacia él, como si hubiera interrumpido una conversación íntima. Antes de inclinarse en una profunda reverencia, reconoció con alivio la esbelta figura de su protector, el cardenal Farnesio. Se arrodilló para besar el anillo que le tendía el Papa, quien sin levantarse de su sillón, le tomó del brazo para ayudarlo a incorporarse, y le dijo con una voz de una dulzura turbadora:

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