Jean-Pierre Luminet - El enigma de Copérnico

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De las callejuelas de Cracovia a las universidades de Bolonia y Florencia, los talleres de Núremberg y los pasillos del Vaticano, la vida de Nicolás Copérnico, astrónomo, médico y canónigo polaco, transcurre en el turbulento siglo XVI. Los caballeros teutónicos libran sus últimas batallas, los reinos buscan nuevas alianzas, la Reforma comienza a agrietar la unidad de la Iglesia y, en medio de todo ello, Copérnico refuta las teorías de Tolomeo y Aristóteles sosteniendo que el Sol es el centro del universo.

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Lucas, que por lo común era un político sutil, se equivocó por una vez. Cuando por fin falleció uno de los canónigos de Frauenburg, era el mes del Papa. Aún no se había enfriado el cadáver y el obispo de Danzig envió un emisario a Roma, con las alforjas repletas de suntuosos regalos. El emisario no tardó en regresar con la nominación de su candidato, el hijo de uno de los mercaderes más importantes de su obispado.

Lucas no le guardó rencor, había sido en buena lid, y se recriminó en secreto su negligencia. En cuanto al otro canónigo de Frauenburg, no se decidía a morir. Se diría incluso que le divertía hacer esperar de aquella manera. El obispo de Ermland acarició la idea de abreviar sus sufrimientos, pero prefirió tener paciencia. Dos muertes tan seguidas en su diócesis provocarían murmuraciones. Mientras esperaba, sería necesario dotar a su sobrino menor, puesto que éste, a sus veintiún años, no era nadie aún a los ojos del mundo, mientras que el obispo tenía puestas en él muchas esperanzas. Supo que había una plaza que quedaba libre, en Silesia. ¡Buena suerte! El príncipe obispo de aquella región era uno de sus mejores amigos. Así fue como Nicolás Copérnico se convirtió en escolástico de la iglesia colegial de la Santa Cruz de Breslau. Una bonita prebenda.

– ¿Cuándo tendré que ir a enseñar allí, tío?

La pregunta hizo que Lucas soltase una carcajada que sacudió sus hombros robustos.

– Sabía que eres ingenuo, mi buen Nico, pero no me hagas creer ahora que eres tonto. Si algún día viajas a Breslau, será para disfrutar de los atractivos de esa bonita ciudad o por alguna misión diplomática. ¡Hasta entonces te quedas aquí, y ten paciencia! Las cosas con las que sueñas, las que yo sueño para ti, llegarán a su tiempo. ¡Confía en tu tío Lucas!

Paciencia… ¿Cómo tenerla en aquella ciudadela siniestra? La biblioteca era de una exigüidad espantosa. En sus cartas a los amigos de Cracovia, Nicolás suplicaba que le enviaran libros, las novedades…, y siempre le parecía que tardaban en contestarle, que lo olvidaban desde sus brumas y sus marismas.

Poco después de su regreso de Cracovia, había sabido por el barón Glimski que la residencia de su tío en la capital había sido enteramente saqueada por ladrones. Lo que más le entristeció fue la pérdida de su astrolabio de Nuremberg. Entonces, con algunas tablillas de madera se fabricó una ballestilla, con su regla graduada y su visor. Ese instrumento, formado por dos varas dispuestas perpendicularmente en forma de cruz, de manera que la vara más corta, o sonaja, pueda resbalar sobre la otra, permitía medir la altura de los astros, y en consecuencia la latitud del lugar de observación; permitía también mediciones topográficas, por ejemplo la altura de un edificio o su distancia. Pero los errores de observación eran considerables, y Copérnico no insistió.

Por fin, al cabo de un largo año, murió un canónigo de Frauenburg. No era el esperado, y las circunstancias de la muerte, una caída de caballo, fueron lo bastante extrañas para que algunos murmuraran que no había sido accidental. En cualquier caso, la plaza vacante llegó oportunamente, en un mes par; así pues, correspondía al obispo nombrar al sucesor.

Cuando su tío le anunció la noticia de su nombramiento, Nicolás no pudo reprimir un suspiro. La perspectiva de acabar sus días en un puerto en el fin del mundo no tenía el menor atractivo para aquel joven de veintidós años, siempre activo, con el alma hirviendo de ideas audaces, ávida de saberes, de conocimientos, de sapiencia, y las piernas y la mirada impacientes por descubrir horizontes nuevos.

– ¿Cuándo debo partir para instalarme allá abajo? -preguntó a Lucas, subrayando el tono desdeñoso en el «allá abajo».

– ¿Instalarte? ¡Bromeas, muchacho! ¿Crees que voy a confiar mi catedral de Frauenburg a un novato ignorante, sin ningún título de derecho canónico?

El novato miró al obispo con una expresión tal de asombro que Lucas se retorció de risa en su sillón. Enjugó una lágrima, recuperó su aire solemne y dijo:

– Nos trasladaremos «allá abajo», como tú dices, mañana mismo, para presentarte a tus quince futuros colegas. Serás muy humilde y respetuoso. Luego firmaremos en el registro, cosa que te permitirá cobrar tus rentas… A tu edad, muchacho, no puedo permitirme seguir teniéndote a mi cargo…

El obispo hizo una pausa, con los ojos brillantes de malicia, y luego continuó:

– Después haremos que el capítulo me conceda para ti un permiso de tres años. ¡Sólo faltaría que me lo negaran!

– Tres años, pero entonces qué… -tartamudeó Nicolás, que no entendía nada.

– ¡Y entonces, bobo, haces las maletas, y en marcha a Italia!

Nicolás estuvo a punto de desmayarse de alegría. ¡Italia!

La escolta mandada por Philip acompañó a Nicolás hasta Thorn, donde el peligro teutónico quedaba ya a sus espaldas. Copérnico no pasó más que una noche en una posada de su ciudad natal, porque la casa de su infancia estaba cerrada: al parecer, Andreas seguía aún en algún lugar entre Sevilla y Lisboa.

Al amanecer del día siguiente cruzó las murallas, finalmente solo, finalmente libre en medio del camino. Solo…, pero no del todo. Su tío le había asignado un servidor, un coloso de rostro aplastado y lampiño al que llamaban Radom. Y Nicolás se preguntaba cómo las gruesas manazas de su nuevo criado podrían planchar sus camisas y almidonar sus cuellos. La víspera, había intentado saber algo más sobre el que iba a ser su compañero en aquel largo viaje. Sólo pudo extraer de él algunos monosílabos, casi gruñidos. En el fondo, en aquel templado amanecer estival, montado en su caballo francés, con la espada de canónigo-gentilhombre colgando de la grupa de su montura, se sintió satisfecho de la presencia invisible que lo seguía. Radom sabía hacerse olvidar tanto como la mula cargada con el equipaje que completaba su pequeño séquito. Nicolás Copérnico estaba solo, era libre, era feliz: viajaba.

Claro está que formaban parte de una caravana de mercaderes fuertemente armados que se dirigían a Nuremberg, pero que no intentaron intimar con quien sabían que era pariente de un personaje poderoso. Y Nicolás se alegró de que no se hubieran sumado a ellos otros estudiantes.

Después de las verdes llanuras, interrumpidas por lagos alargados con reflejos de estaño, el paisaje se hizo más quebrado, menos monótono. Penetraban en Sajonia. Dresde era bella, y el aire era allí increíblemente tibio y dulce. Luego cruzaron la selva de Turingia, una cresta larga y fina que descendieron sin tener la impresión de haberla subido antes.

Nicolás aprovechaba las largas horas de camino para ejercitar sus dotes de dibujante. Italia era considerada a justo título como el país más adecuado para despertar la imaginación y perfeccionar el gusto, por la magnificencia y la variedad de sus monumentos, por la belleza del cielo, por la grandeza de sus recuerdos históricos y el esplendor de las artes. Nicolás siempre había considerado que, para poder apreciar una obra maestra de la pintura, la escultura o la arquitectura, era necesario familiarizarse con el cultivo de esas artes. Además, el viaje a Italia era un excelente motivo para anotar sus impresiones, conservar el recuerdo de los lugares más bellos y esbozar planos topográficos.

Finalmente, un día apareció, en el corazón de sus bosques imperiales, la ciudad de Nuremberg con su ejército de techos de tejas pardas y rosadas lanzándose al asalto del poderoso castillo colgado de su risco, en la dirección indicada por el alzarse de los cien chapiteles de encaje de las torres de sus iglesias, en lo alto de las cuales relucían esferas y veletas doradas. Cuanto más se aproximaba a sus gruesas murallas, más forjas se alineaban a ambos lados del camino empedrado. Las aguas turbulentas del Peignitz hacían girar los álabes de los molinos y levantaban los pesados martinetes jadeantes.

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