Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Salieron de la casa contentos y ruidosos, moviéndose con gracia estrambótica, como en una película de Ralph Bakshi al aire libre, animados por la hospitalidad y la cocaína de Barrett Rude, tanto en polvo como cocida. A la calle Dean le parecían poco más que un fragmento de graffiti humano, una pieza en movimiento como un vagón que arranca antes de que puedas echarle un vistazo. También esta visión se evaporó rápidamente, después de que cada uno de los miembros de la banda chocara los cinco con Barrett Rude, de pie en el umbral vestido con la bata de boxeo y los pantalones de satén, y se subieran en la parte de atrás de aquella payasada de coche. El pulido contenedor blanco engulló el caos de brillos y texturas y andares musicales detrás de las ventanillas tintadas. El chófer se frotó los ojos, giró la llave, aceleró el motor. La limusina avanzó, desapareció.

Barrett Rude Junior seguía de pie en lo alto de la escalinata, riéndose, cabeceando, masajeándose con el dorso de la mano la nariz y los labios que la cocaína había dormido. Quizá se deleitara por un par de segundos con la atención de la calle Dean: ¿no deberían saber todos que era una estrella? Maldita sea, iba siendo hora de que se enteraran. El problema de estar en un grupo es que nadie sabía tu nombre, solo el de la banda, los Distinctions, como White Castle u Oldsmobile.

Probablemente los capullos de los puertorriqueños y los blancos del barrio nunca habían escuchado sus temas, aunque hubiese vendido un millón de discos; probablemente le tomaban por un proxeneta o un gángster que se había comprado una casa en una calle rehabilitada, justo delante de sus narices.

Permaneció de pie con los brazos en jarras durante un largo minuto de demostración de fuerza, con las mandíbulas apretadas y la vista fija en el vacío, tomando el pulso de la manzana antes de dar media vuelta y entrar en la casa.

Fue después de que se cerrara la puerta y los ojos de la calle Dean no tuvieran ya limusina, trajes ni cantantes en bata de satén que mirar, cuando podrían haber visto la figura escondida en el pozo de la entrada al sótano de debajo de la escalinata con un pie y una rodilla asomando a la luz del sol y el resto oculto en la sombra, vigilando. Un viejo con barba canosa y mejillas de aspecto grave y arrugado, con los brazos correosos asomando de una camiseta sin mangas y una estrella de David colgando de una cadena sobre el esternón: Barrett Rude Senior. Se había rumoreado que había llegado una tercera generación de Rude a la casa. Fue la primera vez que la vieron. Solo que Senior había estado vigilando todo el tiempo, durante días, espiando por las ventanas medio hundidas del sótano, sentado en un taburete bajo junto al radiador desconchado, con los ojos al nivel de las rodillas de los que pasaban por la acera de la calle Dean. Había estado observando a Marilla y La-La en la acera de enfrente, a la nueva oleada de jugadores de pelota que habían heredado la escalinata de Henry, a los que paseaban al perro y empujaban a escondidas los excrementos por la alcantarilla. Había observado las idas y venidas de la Mafia del Funk, había oído sus carcajadas a través del techo. Ahora observó a la calle Dean mirándolo a él, a gusto, como si deseara ser visto, a su estilo fragmentario, como su hijo.

El anillo no le estaba ayudando en sus partidas de ajedrez con Arthur Lomb, eso seguro. Tumbó su rey derrotado tres veces en una hora, mientras los dos jugaban al sol encorvados en la escalinata como lagartos sobre una roca. Dylan le pidió a Arthur que bajara el zumo rojo, los bocadillos de pavo y las galletas de pasas que su madre envolvía en papel parafinado y guardaba en la nevera todos los días antes de irse a trabajar. La pausa del almuerzo, el único descanso en el constante aplastar de Arthur con sus falanges de peones tras los cuales esperaban sus torres asesinas dispuestas a aniquilar los caballos cojos de Dylan, sus alfiles adormilados, su rey desnudo, su ánimo. La madre de Arthur imaginaba la presencia de Dylan y ahora preparaba doble ración de bocadillos. Resultaba lamentablemente fácil caer en la rutina con un niño cuando eras su único amigo y su madre lo sabía. Dylan sospechaba que los bocadillos y las galletas eran un soborno. Quizá Arthur también lo sospechara, quizá por eso se los comía con una intensidad malsana y un rechinar de dientes que recordaba a su estilo de jugar al ajedrez. Como si Arthur tratara de pulverizar las mañanas y las tardes del nuevo verano y convertirlas en migajas, en peones derrotados que alguien barrería.

El problema estaba en que nunca retiraba los peones, solo los volvía a colocar tan rápido como los había aplastado, empujando a Dylan a la siguiente partida. Arthur, servil y sádico como nunca, siempre recolocaba tanto blancas como negras. Si los Yankees o los Mets tenían partido, la tarde era más llevadera; Arthur sintonizaba a Lindsey Nelson o a Phil Rizzuto en el transistor: los Mets no iban a ninguna parte, los Yankees tenían armas de sobra e iban camino de la gloria. Si no, escuchaban una nueva serie de «Afternoon Delight» y «Right Back Where We Started From» en las emisoras musicales de la AM por las que Arthur tenía fijación.

– Esta canción es muy interesante -decía Arthur cada vez que sonaba «Convoy». Nunca se explicaba. Se suponía que ese comentario rutinario se explicaba solo.

Dylan no preguntaba, no picaba, se limitaba a juguetear con el anillo. Era inmune; mientras, en algún otro lugar de su mente, volaba en picado.

Arthur empezó a decir «pecho» en lugar de «jaque». «Pecho. Pecho. Pechomate.»

Para distraerse compraban los últimos números de Los Cuatro Fantásticos y Los Defensores y El motorista fantasma en el quiosco de la isla peatonal de la avenida Flatbush. Los leían en cinco minutos, luego Arthur los envolvía en plástico y volvía a colocar las piezas en el tablero.

El día que Dylan empezó a alucinar con que el ceño fruncido y perlado de sudor de Arthur hacía tictac como una bomba, tumbó el rey y dijo:

– Vayamos a ver si Mingus está en casa.

Arthur levantó la vista del tablero.

– ¿He oído bien?

– Claro.

– ¿Vas a presentarme a Mingus Rude?

La expresión de Arthur combinaba sorpresa y deleite. Fue como si los diez días de aburridas demoliciones ajedrecísticas se hubieran pensado para obtener exactamente ese resultado.

– ¿Por qué no? -preguntó Dylan.

– No seré yo el que se queje -contestó Arthur.

Dylan se encogió de hombros, no quería implicar con su respuesta que había cedido algo valioso. De hecho se había jurado no llevar nunca a Arthur Lomb cerca de la calle Dean, al menos no cuando alguno de los chicos que haraganeaban por la manzana pudiera verlos. A la mierda, solo era otra promesa secreta rota, nadie se enteraría. Si a esas alturas los chavales de la calle Dean confundían a Dylan con Arthur Lomb la cosa ya no tenía remedio. Arthur no podía contagiarle su blancura, no podía hacerlo más blanco de lo que ya era. El tabú carecía de sentido.

Cualquier cosa, lo que fuese, con tal de no ver sus diezmados peones derrocados sobre los cuadrados.

Mingus estaba en casa. De hecho estaba sentado en la escalinata, en los escalones de en medio para aprovechar la sombra del edificio, contemplando con aire absorto algo que sostenía entre las manos como un tesoro o quizá como una cosita viva necesitada de su protección: una pelota nueva, con su carne rosa intacta, como si nunca hubiera entrado en contacto con la calle, como si sellado en su interior guardara hasta el último bote posible, como si fuera puro potencial.

Cuando Dylan y Arthur se acercaron, Mingus levantó la vista y Dylan comprendió al instante que su amigo había visitado el alijo de marihuana que Barrett Rude Junior guardaba en el congelador, que se había colocado hasta las cejas en una excursión unipersonal en plena tarde. Tenía los ojos húmedos.

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