– ¿Come? -preguntó por fin Abraham.
La enfermera puso los ojos en blanco.
– Come cuando quiere. En el desayuno, escupió en la comida. No podemos obligar a nadie a comer.
– Quiero hablar con un médico -repuso Abraham en tono imperativo.
– El médico llega a las cuatro, ahora no está aquí. -La enfermera apartó a Abraham para revisar el disco que regulaba el goteo de líquido intravenoso y demostrar su autoridad-. Aquí no necesitamos a ningún médico.
– Entonces quiero ver a su supervisor.
La enfermera se rió, sin decir nada. Ella y Abraham Ebdus salieron juntos al pasillo; las zapatillas blancas de la mujer chirriaban en las baldosas. Dejaron a Dylan a solas con el hombre de la cama.
Puede que Abraham fuera el defensor de ese hombre, pero el enfermo se había limitado a gruñirle un par de insultos. En cambio a Dylan lo conocía: habían hablado antes. El hombre abrió los amoratados labios:
– Chavalín blanco.
¿Iba a pedirle a Dylan que le entregara las monedas que llevase encima? ¿Qué utilidad podía dar el hombre volador a cincuenta centavos o un dólar atrapado como estaba en el hospital, atado a la cama? Dylan se palpó los bolsillos de forma instintiva, no encontró nada.
– Acércate. No te veo.
Dylan obedeció.
– Me has visto antes.
No era una pregunta, pero Dylan asintió.
– Ja, ja. En ese cajón. -Sin relajar el ojo que tenía guiñado, el hombre volador señaló la mesilla que había junto a la cama, donde habrían estado las flores si alguien las hubiera llevado-. Sí, en el cajón, ¡busca!
Dylan tiró del cajón, temeroso de encontrarse con alguna hipodérmica que el hombre volador quisiera clavarle en el brazo.
Solo había una cartera de plástico gastado, delgada como el pase del autobús. Carnet de conducir, expedido en Columbus, Ohio, en 1952, a nombre de Aaron X. Doily.
Y el anillo plateado que el hombre volador había lucido en el meñique.
– Eso, eso.
– ¿El anillo?
– Estoy acabado, tío, terminado. Ya no puedo luchar contra las ondas aéreas.
– ¿Quiere que…?
– Cógelo, tío.
Para cuando Abraham Ebdus y la enfermera regresaron a la habitación, el hombre de la cama estaba gritando de agonía en plena abstinencia o delírium trémens o lo que fuera, sudando por todo el cuerpo, tirando de la cama con sus contorsiones. Las correas ayudaban, de modo que cuerpo y cama se convirtieron en una única forma que traqueteaba, que temblaba agónicamente. El hombre encontró el soporte del gotero y lo tiró al suelo; la bolsa esparció líquido amarillo por todas partes. El niño se apoyaba en la pared del fondo, pero no estaba asustado, sino que contemplaba la escena con frialdad. La enfermera carraspeó para anunciar que aquello no le sorprendía en absoluto: era solo una prueba más de lo que a lo largo del día, etcétera. Abraham, al no haber obtenido una respuesta satisfactoria de los superiores de la enfermera en el puesto del pasillo, cogió al chiquillo, que ya había recibido suficiente castigo, y lo sacó de allí. El hombre que grita está loco. La verdad, es difícil soportarlo.
Dylan Ebdus, aferrando un anillo con el puño cerrado y hundido este al fondo del bolsillo del pantalón mientras la joya late entre sus dedos temblorosos como si fuera una ficha, un minúsculo fragmento del loco paroxismo del hombre que yacía en la cama del hospital, se alejó a escondidas bajo la brisa de la tarde de Fort Greene.
– ¿Qué decía? -le preguntó Abraham a su hijo con dulzura, cuando ya habían recorrido varias manzanas y la locura amarilla del hospital parecía cada vez más un sueño.
Dylan Ebdus se limitó a encogerse de hombros. El hombre volador había dicho muchas cosas.
La última de ellas no podía haber sido «¡Lucha contra el mal!», ¿verdad?
Inicio del verano de 1977: habían soltado a varias personas, se habían cumplido varias condiciones y sentencias.
Por ejemplo, Barrett Rude Senior, con seis años cumplidos de una sentencia de diez a quince años y recién estrenada la libertad condicional por buen comportamiento, vestido con su traje de piel verde de imitación y bordes gastados, va sentado junto a la ventanilla de un autobús que está tomando una rampa circular de entrada a las entrañas del puerto; las torres de la periferia de la ciudad se reflejan dobladas en el cristal tintado y bailan con las vibraciones del motor. Su único equipaje consiste en un maletín de cuero que ha colocado en vertical entre los tobillos y que contiene documentación oficial, un certificado del ministro de la Iglesia del Salón de Dios y un par de fotografías -una de Barrett Junior de adolescente y su madre, por entonces treintañera y ahora fallecida, y otra de un retrato escolar de Mingus sonriente con borla y birrete a final de quinto curso- en un marco ingeniosamente fabricado tejiendo paquetes de cigarrillos, alternando el emblema de los Parliament con el de los Marlboro. Lleva, además, gemelos de nácar, corbata y una Biblia encuadernada en cuero y dorados. Han enviado a Mingus Rude a esperar ese autobús para que meta a su abuelo en un taxi y lo lleve a la calle Dean. Se ofrecerá a cargar con el maletín, pero su abuelo rechazará la oferta. No te ofendas, jovencito, pero el reverendo Barrett Rude Senior puede con sus cosas.
Corte a Aaron X. Doily cruzando la misma estación de autobuses una semana después. Lleva un billete para Syracuse guardado en el bolsillo del pecho de una de las viejas americanas de espiguilla de Abraham Ebdus, la que Abraham vestía en la última exposición en solitario de Franz Kline y que está tensa como un lienzo, a punto de rajarse en la zona de la espalda. En Syracuse le recibirá la delegación local del Ejército de Salvación y le darán un techo, tres comidas diarias y un catre a cambio de que se comprometa a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, donde será la única cara negra entre un montón de tipos estilo tornero curtido por la vida. Eso si sube al autobús que va a Syracuse; ahora mismo está observando la ventanilla de ventas a sabiendas de que probablemente le devolverían el importe del billete. Solo le separan cinco minutos de una botella de Colt, sería fácil. Pero no creemos un falso suspense: Aaron Doily encuentra el valor para desestimar dicha posibilidad y se sube al autobús. Se sienta justo encima de los motores en marcha en el garaje a oscuras mientras gira entre el pulgar y el índice y sin darse cuenta un anillo fantasma del meñique izquierdo. No está seguro de cuándo y cómo perdió el anillo, pero supone que habrá sido para bien. Dejémosle, ya no es un misterioso hombre volador, sino solo un alcohólico solitario con un nombre extraño que alguien ha levantado del suelo para devolverlo al mundo cotidiano, bañado y marcado con una pulsera de plástico, y que está a punto de salir de la ciudad.
Echemos un vistazo al futuro, dos semanas después: Dylan Ebdus está subiendo a un autobús con destino a «SAINT JOHNSBURY, VERMONT». Abraham Ebdus se despide del otro lado del cristal tintado. Últimamente Abraham siente rencor por la ciudad y una nueva afición a exiliar a quienes desea proteger: primero al rehabilitado Doily y ahora a su hijo, a quien envía al norte, al campo de Nueva Inglaterra. Dylan se ha inscrito en un campamento de verano de la Fundación Aire Fresco. Lo que fue bueno para Rachel, que iba a los campamentos en la década de los cincuenta, debería serlo para Dylan. Rachel habría aprobado el plan; padre e hijo lo intuyen, es imposible no pensar en ella. La corazonada de Abraham parecerá brillante tras el apagón de julio y el pillaje y el caos consiguientes que llegan incluso al ultramarinos de Ramírez -cuyos aparadores rotos en mil pedazos pisarán todos en la acera de la calle Dean durante días- y la juerga y captura de Berkowitz. Los acontecimientos tiñen el verano de cierto ambiente de desastre y Dylan, a salvo en su idilio campestre, se lo perderá.
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