Abraham Ebdus abandonó su lúgubre observación del pavimento a sus pies y siguió la mirada de Dylan hasta la espalda del vagabundo. Se detuvo.
– ¿Qué es eso?
– ¿Qué? -dijo Dylan.
– Eso. -Abraham señaló sin margen de error el llamativo «DOSE» escrito en el saco de dormir del vagabundo.
– Nada.
– ¿Qué significa?
– No lo sé -dijo Dylan, sinceramente.
– Sí que lo sabes -insistió Abraham-. Lo escribes en la libreta. -La seguridad se adueñó de la voz de Abraham, dando forma a su enfado-. Lo he visto. Es la palabra esa que Mingus y tú vais escribiendo por todas partes. ¿Crees que no me he dado cuenta? ¿Crees que soy tonto?
Dylan no podía hablar.
– A ver, déjame ver tus zapatillas de deporte.
Abraham Ebdus cogió a Dylan del hombro, clavándole la mano como una garra en una sorprendente demostración de fuerza. La aprobación o la indiferencia de Abraham normalmente se demostraban como aspectos de una vaga disposición de sus ideas sobre la paternidad, en gran medida de carácter sonoro: pasos en el piso de arriba, una voz que bajaba las escaleras. Abraham era una colección de sonidos que la penumbra unía a una forma humana.
Ahora estaban los dos de pie en la esquina de la avenida Atlantic, en el frío nocturno, conectados por la garra de Abraham. La farola proyectaba una aureola de luz sobre la figura tumbada a sus pies, un afloramiento maloliente de las alcantarillas que llevaba olvidado semanas y al final, contra todo pronóstico, había recabado algo de atención humana. Abraham obligó a Dylan a dar media vuelta y examinó las zapatillas deportivas de su hijo como si fueran las pruebas de un asesinato.
Las miradas escondidas tras los parabrisas que pasaban por allí no podían ser más indiferentes.
A una manzana de distancia, una puta hacía la esquina de Pacific. Llamó a un anciano que paseaba a un perro, sin hacerse ilusiones, solo por aburrimiento.
Pero la mujer notaba que se acercaba la primavera, el deshielo general.
– ¿Qué es eso? -repitió Abraham, apretando con fuerza-. Es lo mismo, ¿no?
No había escapatoria. El grueso margen blanco de la suela de cada una de las Pro Keds de Dylan estaba atiborrado de tags en miniatura. El caucho blando acogía el bolígrafo azul como la mantequilla el diente de un tenedor, descubrimiento que había cautivado la atención de Dylan en el transcurso de una tediosa clase de mates. Aunque técnicamente estaba destrozando sus preciadas 69ers, Dylan no pudo contenerse. Al menos así no valdría la pena robarlas.
– Lo escribió Mingus -se oyó confesar Dylan.
Abraham soltó el hombro de Dylan y padre e hijo se separaron, en una renuncia física tan aguda como el propio contacto.
– ¡Míranos! -dijo Abraham, estrujándose ojos y frente con una mano. No estaba claro si hablaba con Dylan.
Dylan esperó, petrificado.
– ¿Qué significa esto? -continuó Abraham, hablando a borbotones-. ¿Es así como te he educado? ¿En una total falta de respeto por la vida humana? ¿Qué hacéis Mingus y tú cuando salís a la calle, Dylan? ¿Correr como animales salvajes? ¿Quién te ha enseñado a hacer estas cosas?
– Yo no he… -Pero Dylan no podía volver a culpar a Mingus.
– Quizá solo sea este horrible lugar. Tal vez en estas calles el mal y el bien se confunden y por eso tus amigos y tú os volvéis locos como animales capaces de hacer algo así a un ser humano.
No se mencionó a Rachel, se la omitió, pero los dos sabían que hablar de aquel lugar era hablar de ella por muy poco que lo desearan. Muy posiblemente Dylan y Abraham solo se habían quedado en Gowanus por Rachel, a guardarle el sitio. Ahora los dos juntos se habían aproximado a una implicación que Rachel había prohibido. Sobre el término «animales» se cernía una sombra que avergonzaba profundamente a Abraham.
– Es esta época -continuó Abraham, en busca de algún sentimiento épico que borrara el pensamiento que compartían padre e hijo-. Esto es el infierno, es la única explicación.
El cuerpo tirado en la calle con «DOSE» escrito en la espalda podía imputársele a Gerald Ford o Abe Beame, tal vez al sha de Persia.
En una ciudad condenada a caerse muerta no resultaba del todo improbable que alguno de sus ciudadanos lo hiciera literalmente y a plena luz del día. Sobre todo en la calle Nevins.
– Este vecindario está acabando con nosotros, es culpa mía, Dylan, lo siento. Es culpa de las decisiones que he tomado. -Por fin, y de un modo casi mecánico, Abraham volvía a centrarse en su propia persona, con todas sus fuentes de decepción y odio. Tal vez habría estado acumulando humillaciones desde el salón de actos o mucho antes, a saber desde dónde. Desde Rachel. A Dylan no le servía de alivio-. Dios mío, míranos -gimió Abraham. Antes se había cubierto los ojos, ahora los abrió como platos.
La absolución esperaba al final de un único camino. A sus pies.
– ¿Está vivo?
– No lo sé -dijo Dylan.
Abraham se arrodilló y abrazó el hombro del bulto por encima del saco de dormir que lo envolvía. Lo empujó suavemente, luego lo giró un poco. Dylan contemplaba la escena horrorizado.
– ¿Está usted…? -empezó a preguntar, estúpidamente, Abraham. ¿Qué debía preguntar? ¿Le preguntabas a un cadáver si se encontraba bien, a gusto? Abraham recurrió a un simple-: ¿Hola?
Por increíble que parezca, el hombre del suelo se desenroscó, movió las extremidades. Luego habló con gruñidos como ronquidos:
– ¡Joder!
El hombre del suelo giró el cuello, amenazó con los puños y los codos doblados, recordaba a un Tiranosaurio Rex escarbando con sus pequeñas patas delanteras. Por muy larga que hubiera sido la siesta, el hombre se despertó en pleno conflicto, protegiéndose de algo o alguien. El movimiento agitó la peste, evidenció su intensidad. Abraham apartó la mano de golpe, sorprendido.
En realidad le habían dado por muerto. Dylan y su padre parpadearon, impresionados por la idea de haber estado hablando delante de un cuerpo vivo. Incluso era posible que el hombre del suelo los hubiera escuchado.
– Un momento, hombre -dijo Abraham en voz apagada, apurada. A Dylan le dio la impresión de que Abraham pensaba que el hombre de la acera acababa de desmayarse, como si esa temporada en la esquina de la calle no definiera la vida del hombre sino que constituyera tan solo una interrupción, un pequeño contratiempo-. Llamaremos a una ambulancia.
La puta, paseando aburrida a lo lejos, llegó a la avenida. Atlantic estaba en calma, no había coches en los semáforos que cambiaron a verde con un ruidito apenas más alto que el zumbido de insecto de las farolas. Se tambaleó en medio de la intersección y gritó a los tres hombres, al pequeño, al alto y delgado y al negro gordo del suelo:
– ¿Alguno quiere un servicio?
Los mejores colores tienen los mejores nombres: agua pastel, ciruela, amarillo John Deere, anaranjado tipo polo, violeta seguridad federal. Un ciego podría robar la pintura correcta solo escuchando los nombres. Estos colores son necesarios para arrojar un burner, una inmensa obra maestra de centelleantes letras tridimensionales remachadas o sangrantes por los cortes más profundos, rodeadas por nubes de estrellas, rayos y un mago Vaughn Bode o un Félix el Gato dibujado de pie a un lado, a modo de maestro de ceremonias. Un burner cobra vida en los laterales de un vagón de metro parado o de una pista de balonmano o en las paredes de un patio escolar en cuestión de cinco o seis horas en plena noche; dos tipos aplican pintura en aerosol, el más hábil se encarga de las siluetas y los fundidos, el otro rellena, normalmente otros dos vigilan al final de la manzana o en la entrada del patio. Además de estropearse la ropa, vuelven a casa con los poros y los lagrimales obstruidos por los pigmentos. Detalles mucho más evidentes para un padre atento que el consumo de drogas; los porreros lo tienen fácil.
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