Pero esperemos porque Dylan todavía no va camino de Vermont. Ni siquiera se lo está pensando. Hoy es la mañana siguiente a la última tarde de séptimo curso. La primavera corre en libertad, igual que él. De momento, la ES 293 ha quedado atrás para Dylan Ebdus; si quiere, puede pasarse tres meses sin cruzar la calle Smith. Octavo es un rumor lejano, un asunto postergado, y Dylan sabe por experiencia que el verano puede cambiarlo todo, cualquier cosa. Él y Mingus Rude, incluso Arthur Lomb, han sido liberados de las obligaciones de sus días escolares, de los papeles de víctima o villano, los han soltado al verano inmaculado, ese medio que invita a garabatear mientras uno se va transformando. ¿Quién sabe lo que resultará, a qué se parecerán cuando acabe el verano? Dylan solo sabe que siente vértigo, que vuela en libertad.
Falta ver hasta dónde llega volando.
Hoy, primer día de libertad, tiene una cita consigo mismo. Abraham ha salido, de modo que Dylan es libre de trepar por la escalera de mano que sale del estudio, descolgar la trampilla de la azotea y salir gateando por el recubrimiento de alquitrán a la mañana veraniega.
Dylan no habría dicho que teme a las alturas, pero el tejado de la casa de ladrillos siempre le ha mareado, no tanto por la vista del suelo sino por lo que se ve por encima de los otros tejados, en dirección Coney Island y más allá. Le resulta más fácil contemplar las torres de Manhattan. Así te ubicas, ese lugar determina tu lugar en una firme relación de sobrecogimiento e inferioridad. Más fácil todavía te resulta arrodillarte en el borde del tejado, agarrarte al muro que te llega a los tobillos y mirar abajo, hacia el contenido de tu jardín: ailantos, pila de ladrillos, brotes de hierbajos, una Spaldeen sucia que podrías confundir con una pizca de carne. La realidad con grano tranquiliza.
Lo que intranquiliza es colocarse de espaldas a Manhattan y de cara a Brooklyn. Abandonado el lecho del cañón, superado el hondo pozo de las calles, mirar el gran Brooklyn es como contemplar la lejanía de pie en la pradera de Kansas. Todos los tejados en kilómetros a la redonda están al mismo nivel que el tuyo. Los tejados forman una flotilla de plataformas, un potencial tablero de ajedrez para tus caballos interrumpido solo por el promontorio de las casas protegidas de Wyckoff, la esquemática valla publicitaria de Eagle Clothing y la plataforma elevada de la línea F al cruzar el canal Gowanus. Manhattan está coronada, pero Brooklyn es un sándwich abierto expuesto a la luz cuyos componentes desnudos picotean palomas y gaviotas.
Un cielo plagado de palomas y gaviotas y tú de pie, con el anillo de un hombre volador en el dedo.
Dylan está en el borde delantero, más cerca del vacío que nunca; luego se acerca aún más. Mueve un dedo sobre la cornisa, dobla la rodilla como George Washington en la proa de un barco. Ve el abismo de la calle Dean a sus pies, las copas de los árboles recién plantados, la rejilla del techo del autobús, pero siente vértigo. Retrocede. No sirve de nada contemplar el horizonte y retarte: el deseo de volar se desvanece, se escapa. Quizá fuera ese el error de Aaron Doily. Hay que empezar corriendo, con un salto espléndido y despreocupado hasta el tejado de enfrente, no con el agonizante miedo a la caída que seguramente resultaría de una contemplación larga y alelada.
Cierra los ojos, alarga una mano y siente las ondas aéreas, si es que las hay. Usa el poder de la fuerza, Luke.
Vale, vale. Dylan traza con pasos hacia atrás la pista invisible que recorrerá. Debería bastar con cinco pasos. Ha retrocedido hasta el centro de la azotea. Cualquiera que le viese pensaría que se ha acobardado, pero es todo lo contrario: ha cargado impulso, dispuesto a arrancar el vuelo. Entonces, como si una enorme mano celeste lo abofeteara, cae de rodillas aterrorizado ante la idea de lo que se ha propuesto hacer. Con los dedos ovillados en un doble puño alrededor del anillo, Dylan Ebdus se acurruca, tiembla y, despacio y sin oponer resistencia, se mea en los pantalones. La orina corre por el interior de la pernera de los vaqueros hasta el tobillo, gotea en el calcetín, la zapatilla y el alquitrán pegajoso y recalentado por el sol.
Tal vez sea ese el único poder del anillo: hacer que te mees encima.
Eso hay que admitírselo al hombre volador: no es fácil tirarse de un tejado.
El autobús de la calle Dean, incapaz de pasar junto a la limusina blanca aparcada en doble fila delante de casa de Barrett Rude, se apoyó en el parachoques, zumbando como una nevera, mientras el tráfico se amontonaba detrás hasta la calle Bond. El autobús solo llevaba dos pasajeros, uno de ellos dormido, pero de todos modos tenía que seguir su ruta, cumplir con la ronda. El chófer apretó el claxon y sus quejidos rasgaron la tarde húmeda y somnolienta. El chófer de la limusina había abandonado el vehículo, estaba en la tienda de Ramírez comprando un botella de Miller y un poco de jamón y queso.
Así que cualquier vecino que no estuviera ya curioseando la limusina desde la ventana del salón o del piso de arriba se sorprendió de aquella anomalía, aquel llamativo e improbable acontecimiento de la última tarde de junio. Nadie la había visto llegar, pero tampoco nadie estaba dispuesto a perderse semejante acontecimiento, nadie estaba dispuesto a no descubrir quién se subía dentro. Los hombres de las escalinatas de entrada arrugaban bolsas nuevas abiertas lo justo para beber de la botella, no más. Las mujeres apoyaban sus brazos como garrotes en los alféizares a la espera de los acontecimientos. Tras la rejilla de una ventana del sótano, La-La le trenzaba el pelo a Marilla estirándole de la cabeza cada vez más fuerte hasta que Marilla se quejó: «¡Jo! Pero ¿a ti qué te pasa?».
Un blanco con un rastrillo retiraba de su forsitia la cosecha diaria de papeles y chapas refunfuñando bajo su gorra de los Red Sox.
Abraham Ebdus embadurnaba de gris un fotograma, completamente ajeno a todo.
Dylan también se perdió la limusina. Estaba recluido en el jardín trasero, sentado a la sombra del ailanto, hojeando a toda velocidad La vaina creciente , un Nuevo Especial Belmont escrito por Semi Chellas con diseño de portada de A. Ebdus.
El chófer se asomó a la puerta del colmado del viejo Ramírez con el bocadillo a medio desenvolver y al ver el atasco provocado por el autobús casi suelta la cerveza, aunque consciente del público, reaccionó a tiempo. La cola de conductores parados le ofrecieron una serenata de cláxones mientras metía la llave en el contacto farfullando: «Arranca, nene, arranca». La limusina giró por Nevins, aliviando el atasco.
La calle se tranquilizó. Por un momento fue como si los espectadores lo hubieran soñado todo, podían reanudar sus vidas solo algo perplejos. Entonces el coche blanco apareció por la esquina de Bond como un tiburón y volvió a detenerse frente a la casa de Rude. Esta vez el chófer se quedó al volante, se comió el sándwich en el coche, tiró la bola de papel a la calle con un gesto perezoso y luego ajustó el espejo retrovisor para verse mientras se hurgaba los dientes con un palillo.
Las motas de sol amarillo verdosas refractadas por los árboles se volvían elipsis en el capó blanco y luego seguían su camino.
El chófer dormía, menuda vidorra.
Cuando la puerta situada en lo alto de la escalinata de Barrett Rude se abrió fue como un periódico dominical que se abriera de casualidad por las tiras cómicas. Las figuras salieron una tras otra, chulos de dibujos animados, villanos de tebeo de Batman, memos volátiles y gigantescos imposibles de fijar en la retina. La Mafia del Funk, cantantes, músicos y lo que hacía las veces de séquito: un par de chatas de lo más raritas. Se habían pasado a visitar a Barrett Rude Junior de camino a una aparición promocional en el centro comercial Fulton con sus mejores galas: boas malva, gafas en forma de estrella, hombreras plateadas acolchadas, sombreros relampagueantes, botas de astronauta con tacones de quince centímetros, barbas a lo Tutankamón, en fin, el equipo al completo.
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