Es el hombre volador, a la espera del previsible futuro.
El tipo parece muerto.
¿Cómo? ¿Por qué se permite? El 12 de septiembre de 1971 New York Magazine declaró el Boerum Hill de Isabel Vendle «el secreto mejor guardado de la ciudad». Aburguesamiento: dilo, no hay por qué avergonzarse; pero ¿qué está haciendo tirada a la vista de todos esa víctima del coma etílico? ¿Qué probabilidades hay de que nadie lo lamente ni se acerque a tocarle un hombro para comprobar si aún vive, qué probabilidades hay de que nadie llame siquiera a la policía?
¿Es porque es negro?
Tal vez la avenida Atlantic entre Nevins y la Tercera no es exactamente Boerum Hill. Tal vez sea Gowanus o algún otro lugar sin nombre. En cualquier caso, el citado aburguesamiento es extraño y lento y desde luego no tan coherente como Isabel Vendle habría deseado. Ahora hay un puñado de anticuarios en la avenida Atlantic, entre Hoyt y Bond, y familias nuevas en Pacific y Dean, además de en la calle Bergen. Pero no en Wyckoff, Wyckoff queda demasiado cerca de las casas protegidas, es un caso perdido. Por otro lado están las comunas. En el supuesto de que nadie esconda a Patti Hearst en un sótano de la calle Dean, los habitantes de las comunas son bastante inofensivos, vecinos temporales aceptables. Unas hormiguitas impacientes han abierto un restaurante francés en Bergen con Hoyt adelantándose, tal vez, a los acontecimientos, pero vale la pena arriesgarse. Incluso la calle State, muy próxima a Schermerhorn y la cárcel y el agonizante paisaje del centro de Brooklyn, incluso la calle State disfruta de su pequeña fiebre renovadora de edificios.
Sin embargo, el barrio vive bajo un hechizo, bajo una cortina de humo. Ahora se ven familias blancas continuamente, demasiadas incluso para contarlas, pero en conjunto siguen siendo un sueño, una proyección invocada por la voluntad de Isabel. Los renovadores -un modo más educado de llamarlos- son una colección de fantasmas del futuro que rondan el presente del gueto. Son una propuesta, un borrador. Si parpadeas, quizá desaparezcan.
¿Gueto? ¿Así se llama? Depende de qué manzana del mosaico tengas en mente. Elévate, de ese modo en que el hombre volador ya no puede. Mira. Aquí la Cuarta Avenida es una ancha trinchera de ruinas de industria ligera, garajes grasientos y tristes almacenes cubiertos de pintadas, aceras marcadas con chorros de cristales rotos que trazan la silueta de los incidentes nocturnos delante de los puestos chinos de comida preparada, las licorerías, los ultramarinos, lugares todos en los que se atiende a los clientes a través de rendijas o ventanillas abiertas en mamparas de plexiglás. En la otra punta, la calle Court es una reserva italiana, las calles laterales al sur de Carroll se acallan bajo el susurro de la mafia, las viejas costumbres se imponen con bates de béisbol o neumáticos rajados, hasta donde la curva de la vía rápida Brooklyn-Queens forma una cortina de acera que secciona lo que antes se llamaba Red Hook. Al sur, el canal Gowanus es un yermo de toxinas enterradas o sumergidas y tiras de caucho humeante mientras Ulano, la fábrica de disolventes, es un motor del tamaño de una manzana cuyas ventanas recuerdan a ojos entornados y que emite toxinas invisibles nuevas y las subsiguientes leyendas sobre daños neuronales y tumores cerebrales. Las casas de protección oficial, jardines Wyckoff y casas Gowanus… bueno, son las casas de protección oficial, un territorio con ley propia, como meteoros del crimen que hubiesen aterrizado en medio de la ciudad y a los que todavía no se pudiera acercar uno por el exceso de calor. La cárcel se llama Centro de Detención, un endeble eufemismo al que, no obstante, vale la pena aferrarse. Por tanto, las calles de casas de ladrillo rojo que abarcan estos márgenes -Wyckoff, Bergen, Dean, Pacific-, ¿son un gueto?
Llámalo «el secreto mejor guardado de la ciudad».
Nevins, al terminar por un lado en la avenida Flatbush y adentrarse por el sur en plenos jardines Wyckoff, al tiempo que su recorrido incluye el centro de reinserción social, el departamento de vehículos motorizados, el parque Schermerhorn y el centro de atención diurna Nevins en cuyos escalones se reúnen drogadictos a saludar a las madres que entran y salen tirando de los brazos de sus niños chillones como si fueran yoyós, contiene propiedades únicas. Y aunque se trata de un hecho ampliamente conocido, pocas veces se habla de lo siguiente: en el cruce de Pacific con Nevins se tolera la prostitución. Alguna omisión por parte de las autoridades hace que se persiga hasta ese punto, donde a partir de las once puede verse a la sombra de la Escuela Pública 38 alguna prostituta callejera y, las noches tranquilas, se las oye incitar a los paseantes solitarios. Las llamadas escandalizadas a la policía local reciben promesas y poco más. A ese inexplicable nivel en que se cierran esa clase de tratos cívicos, este en concreto se considera irrevocable, incluso aunque el vecindario en pleno se esté aburguesando a toda velocidad. De modo que la policía se revela como un cuerpo escéptico, insensible a las preocupaciones de los agentes inmobiliarios. Esta zona pertenece a su mapa oficial de Desahuciados (que jamás se muestra en público).
Por tanto, tal vez sea en virtud del mismo principio que se haya permitido al hombre ex volador descansar en postura fetal en la esquina de Nevins con Atlantic sin ser molestado. Todavía sigue allí el último sábado de marzo, cuando el chico negro y el chico blanco pasan por al lado. Sí, vuelven a estar juntos, a formar esa extraña pareja esporádica cuya solidaridad ofusca a los transeúntes al constituir, quizá, una prueba de simbolismo utópico y, sin duda, algo que Norman Rockwell elegiría como tema pero que no oculta el hecho de que los dos parecen sospechosos, quizá colocados, y que claramente les esperan, si no los tienen ya, todo tipo de problemas propios de la combinación del blanco con el negro. Incluso aquellos que no los ven deslizar rotuladores de punta de fieltro empapado de tinta violeta dentro y fuera de sus chaquetas intuyen que algo va mal. Esto es Brooklyn, nada se integra inocentemente. ¿Quién engaña a quién? Si los polis fueran espabilados los separarían por principio general.
El chico blanco y el chico negro se turnan para vigilar mientras el otro escribe. Las cosas se han simplificado de modo radical: el chico blanco dejó de buscarse un nombre, animado por el negro a escribir la réplica perfecta de la firma de este último. «DOSE, DOSE, DOSE». Es una buena solución para los dos. El chico negro consigue que su tag se extienda, en su carrera por ganar puntos por ubicuidad, que es la frontera que delimita el éxito de un grafitero. El Rey de la línea C, por ejemplo, no es más que un tagger malísimo con demasiado tiempo libre que ha estampado una firma totalmente carente de imaginación, «CE», en todas las ventanillas de todos los trenes que circulan por dicha línea. Un éxito similar es tan indiscutible como mecánico, burdo. Los grafiteros compiten como los virus, mediante proliferación pura y dura.
¿Qué gana el chico blanco? Bueno, de este modo se le permite fusionar su identidad con la del chico negro, liberar su palurdez de blanco en la falsa creencia de que él y su amigo Mingus Rude son, los dos, Dose, ni más ni menos. Un equipo, un frente unido, una marca, una idea. El control de la línea que tiene el chico blanco, perfeccionado en mil espirales del Spirograph, y su don para la imitación -adquirida en pasatiempos de diarios- le han sido de gran utilidad. Ejecuta el icono de DOSE de manera clara, perfecta, automática: de hecho, más clara y con trazo más firme que el chico negro. Es cuestión de juego de muñeca, nada que no se aprenda practicando tropecientasmil veces mientras se espera el gran momento.
El rotulador está ahora en manos del chico negro. El chico blanco vigila. El chico negro escribe «DOSE» en la base de un semáforo de la esquina de Atlantic con Nevins y en la persiana metálica de la cerrajería, que está cerrada. Luego se gira y observa la figura retorcida que hay cerca del bordillo. Los dos la observan. El vagabundo -la palabra que habrían encontrado si se hubieran molestado en buscar alguna- lleva durmiendo o muerto en la misma esquina tanto tiempo que los dos lo habían visto ya en otras ocasiones. Aunque esta es la primera vez que lo ven juntos, y el hecho de estar juntos les obliga a reconocer su existencia de un modo que no habrían hecho estando separados.
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