Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Y eso mismo quería decirle Dylan: estaba echado a perder, contaminado de negritud.

Puta racista.

¿Dónde vivo? Mentalmente, Dylan respondió: «Vivo en los jardines Wyckoff, en las casas de protección oficial de Nevins con la Tercera. Ya sabes, las que siempre se incendian. Si quieres puedes acompañarme a casa, vamos».

Arthur Lomb y su madre vivían en la calle Pacific entre Hoyt y Bond, del otro lado del hospital. La manzana de Arthur resultaba inquietante, no había niños ni autobuses, la lavandería del hospital emitía cascadas de silencioso vapor blanco al cielo, el colmado de la esquina reunía otra congregación de viejos sentados en cajas de leche en la acera, pero más grave, menos divertida, menos musical que el grupo de Ramírez. Los hombres de la calle Pacific rezongaban en una especie de distancia media, moviendo las fichas de dominó con sus dedos correosos. En Pacific, todo, incluido un gato gris cruzando la calle a toda velocidad, parecía más alejado y meditabundo. Tal vez aquella manzana fuera el Triángulo de las Bermudas de Boerum Hill, un espacio ubicado a la distancia precisa de las casas Gowanus, la cárcel de Brooklyn y la Escuela de Secundaria 293 para no pertenecer a ningún dominio. A largo plazo no solucionaba nada, sin embargo la escalinata de Arthur Lomb formaba una especie de oasis ciertas tardes de octubre cuando Dylan y él acudían allí de puntillas, sin que nadie les molestara, y colocaban un tablero de ajedrez bajo la sombra móvil del vapor del hospital.

– El año pasado estabas en la clase de Winegar, ¿verdad? Lo siento por ti. Es un gusano. ¿Te has fijado en cómo se atusa el bigote cuando habla con alguna chica puertorriqueña con mucho pecho? Me dan ganas de vomitar. Es igual, finge que te gusta. El profesor de ciencias es tu billete para salir de aquí, yo lo enfoco así. No muevas ese alfil, es lo único que me impide machacarte. Te lo he dicho mil veces: conecta los peones.

Arthur Lomb estaba sentado sobre una pierna como un niño de jardín de infancia. Monologaba siempre, con el ceño y los labios fruncidos, en torno a maquinaciones cobardes intercaladas por acotaciones filosóficas y viceversa. Parloteaba con un estilo glótico, como de salmodia, aparentemente con el objeto de conducirte más allá del territorio en el que podrías desear hacerlo callar o incluso golpearle y adentrarte en un reino de sobrecogimiento perplejo resultado de caer en la cuenta del ruido de fondo que significaba un palurdo hablando sin parar. Arthur Lomb había estudiado en Saint Ann hasta el día en que sus padres se divorciaron y su madre no pudo seguir permitiéndose una escuela privada. Ahora estaba decidido a entrar en un instituto público especial, uno de esos con exigencias académicas y examen de admisión. Arthur Lomb nunca suspiraba por la escuela perdida, por la compañía de otros chicos blancos de quienes Dylan solo alcanzaba a conjeturar que, a su modo, le aborrecían tanto como los negros de la 293. Arthur Lomb era pura necesidad deprimente, un soldado en campo abierto buscando un hoyo en una trinchera.

– Lo único importante es el examen para entrar en Stuyvesant. Solo preguntan mates y ciencias. Da igual si suspendes lengua. Lo del boletín de notas es una fantochada, siempre lo ha sido. No he ido ni una sola vez a clase de gimnasia. ¿Conoces a Jesús Maldonado? Dijo que me rompería el brazo como un Pixy Stix si me pillaba a solas en el vestuario. La verdad, gimnasia es un suicidio. No pienso quedarme en calzoncillos en ningún lugar comprendido entre las cuatro paredes de ese cole, de ningún modo. Si tengo que ir de vientre, me espero a la salida.

Arthur Lomb y su madre vivían en un apartamento del ático de un edificio de ladrillos rojos y Arthur dormía en el cuarto de atrás. Guardaba los cómics apilados cuidadosamente en unas estanterías bajas, enfundados todos en bolsas de plástico. Los entregaba con lúgubre desdén y no disimulaba su desaprobación cuando Dylan pasaba las páginas demasiado rápido como para haber leído ciertos bocadillos de pensamientos esenciales. Pese a que los archivaba con cuidado, los cómics de Arthur Lomb tenían tenues marcas donde el chico había aplicado papel traslúcido para calcar con bolígrafo los pechos de la Mujer Avispa y la Valquiria. La página de pechos en tinta azul resultante la guardaba en el cajón del escritorio como si fuera una escritura china secreta. Dylan las encontró un día mientras Arthur Lomb preparaba un plato de galletas integrales.

– Tienes que pasar ese examen. Te va la vida. Si lo de ahora parece malo, espera al instituto. Si no entras en Stuyvesant o al menos en la politécnica del Bronx, estás muerto. El examen funciona así: los de las notas más altas van a Stuyvesant, los segundos a la politécnica del Bronx y los últimos a la de Brooklyn. El Sarah J. Hale o el John Jay son prácticamente una prisión. En el Sarah J. Hale dispararon a un profesor, salió en la tele. Álgebra, geometría, biología. Pídele a Winegar un modelo de examen, te lo digo como amigo. Hazle creer que te cae bien. Dile que quieres participar en algún proyecto para la exposición de ciencias. No hace falta que hagas nada. Si el tipo sabe que quieres ir a Stuyvesant, quizá hable con alguien. Haz lo que haga falta.

Arthur Lomb guardaba ediciones de bolsillo de Respuestas tajantes a preguntas estúpidas de Al Jaffe y Con ligereza de Dave Berg en las mismas estanterías que los cómics. La ironía insolente de los dibujantes de Mad Magazine parecía encajar a la perfección con los amargos puntos de vista de Arthur: todo era gracioso de un modo que no tenía gracia. El sarcasmo entendido como algo que se practicaba igual que el kárate. Disimula la rabia muda cuando nadie te da pie para hablar.

Las ventanas del dormitorio de Arthur Lomb daban a las entradas traseras y descuidadas, con patios ahogados de ailantos, de las tiendas de la avenida Atlantic, a las ventanas traseras de los pisos de encima de las tiendas, a la cárcel de Brooklyn que asomaba por encima de los tejados, a los edificios municipales y los juzgados de detrás de la prisión en el centro de Brooklyn y al rastro visible de los dientes de Manhattan al fondo. Arthur Lomb miraba por la ventana de su dormitorio con unos prismáticos. Al final de la tarde, tras la inevitable partida de ajedrez, Arthur y Dylan miraban por turnos sin espiar nada en particular, en silencio para variar, hasta que Arthur encendía la radio, que tenía sintonizada en una emisora de AM que emitía «Dream Weaver» o «Fly Like an Eagle» sin parar.

Aunque sobre todo se sentaban en la escalinata de la entrada a estudiar la incapacidad de la calle Pacific para reconocer sus lazos con Bond o Hoyt. Determinados días de verano podrían haber compuesto el contenido de un diorama del Museo de Historia Natural del Upper West Side, criaturas cazadas por Theodore Roosevelt, disecadas y colocadas en una vitrina: Dylan Ebdus, Arthur Lomb, Homo sapiens , calle Pacific, Brooklyn, 1976. Los días pasaban con una falsa tranquilidad, a cámara lenta; Dylan no pensaba en Mingus Rude ni en la calle Dean, se limitaba a contemplar al gato gris escondiéndose bajo un coche, a la nube hipnótica del vapor del hospital girando, al cartero leyendo revistas en otra escalinata a media manzana de distancia, mientras se preguntaba cuánto tiempo más aquella extraña indiferencia podría disimular mil partidas al ajedrez perdidas ante el juego poco avezado pero implacable de Arthur Lomb.

Arthur Lomb se frotaba la pierna doblada con ambas manos para reactivar la circulación mientras la cabeza seguía trabajando tras sus consternados ojos de jerbo preparando una nueva digresión.

– No tiene sentido ser seguidor de los Mets, los datos cantan. Poca gente de nuestra edad tiene en cuenta el historial de cada equipo, pero los Yankees son el mejor equipo de la historia del béisbol de acuerdo con cosas tan simples como campeonatos conseguidos, jugadores en el Hall of Fame, etcétera. Todo el asunto ese con los Mets es muy reciente. Pero muchos chicos como tú han picado el anzuelo, se lo han tragado. El legado de los Yankees es indiscutible.

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