– ¿Por qué no le dije, aquella primera vez que se quedó con nosotros, que mandara la boda a hacer puñetas y se librara de todo aquello? Porque aquel matrimonio, aquella mujer, aquella hermosa casa, los libros, los discos, los cuadros en la pared, la vida de ella, poblada de gentes de éxito, gente refinada, interesante, educada, era lo que él no había conocido jamás. Ahora tenía un hogar, algo de lo que siempre había carecido, y por entonces contaba treinta y cinco años. Treinta y cinco y ya no vivía en una habitación alquilada, ya no comía en cafeterías, ya no dormía con camareras, chicas de barra y mujeres peores, algunas de las cuales ni siquiera sabían escribir su nombre.
Cuando se licenció, al comienzo de su traslado a Calumet City para vivir con O'Day, Ira tuvo una aventura con una bailarina de strip-tease que tenía diecinueve años, una chica llamada Donna Jones, a la que Ira conoció en una lavandería. Al principio pensó que era alumna de la escuela, y ella, durante algún tiempo, no se molestó en hacerle salir de su error. Era menuda pero bien proporcionada, pendenciera, descarada, dura. Por lo menos superficialmente era dura. Y era una pequeña fábrica de placer. El chico tenía continuamente la mano en su cono.
Donna era de Michigan, de una pequeña ciudad turística junto al lago, llamada Benton Harbor. En verano trabajaba en un hotel de la orilla. A los dieciséis años, siendo camarera, uno de los clientes de Chicago la dejó preñada. No sabía cuál. Tuvo el niño, lo dio en adopción, se marchó de la ciudad, deshonrada, y acabó trabajando como bailarina de strip-tease en uno de aquellos garitos de Cal City.
Los domingos, cuando Ira no interpretaba a Abe Lincoln para el sindicato, tomaba prestado el coche de O'Day e iba con Donna a Benton Harbor, para visitar a su madre. Ésta trabajaba en una pequeña fábrica de caramelos y dulces de leche, un género que vendían a los veraneantes en la calle principal de la ciudad. Golosinas de población turística. El dulce era famoso y lo enviaban a todo Middle West. Ira habla con el tipo que dirige la fábrica, ve cómo hacen los dulces y enseguida me escribe diciéndome que se casa con Donna y se traslada con ella a la ciudad natal de la chica, donde vivirán en un chalé de una planta junto al lago y usarán lo que queda de su paga de separación para participar en el negocio de los dulces. Cuentan también con los mil pavos que él ganó a los dados en el transporte de tropas, cuando regresaban a casa… toda esa suma se podía invertir en el negocio. Aquella Navidad envió a Lorraine una caja de dulces de leche, de dieciséis sabores distintos: coco y chocolate, mantequilla de cacahuete, pistacho, menta con chocolate, frutos secos… fresco y cremoso, directamente de Fudge Kitchen de Benton Harbor, Michigan. Dime, ¿qué podría estar más alejado de ser un rojo delirante diabólicamente empeñado en derribar el sistema norteamericano que un tipo que envuelve dulce en papel de regalo y lo envía a su anciana tía durante las vacaciones de verano? «Golosinas confeccionadas junto al lago», dice el eslogan de la caja. No «Trabajadores del mundo, unios», sino «Golosinas confeccionadas junto al lago». Si Ira se hubiese casado con Donna Jones, ese eslogan habría regido su vida.
Fue O'Day, no yo, quien le convenció de que dejara a Donna. No porque una chica de diecinueve años anunciada en el Kit Kat Klub de Cal City como «Miss Shalimar, recomendada por Duncan Hiñes para comer bien», no porque el desaparecido señor Jones, el padre de Donna, fuese un borracho que pegara a su mujer y sus hijos, no porque los Jones de Benton Harbor fuesen unos patanes ignorantes y no una familia de la que alguien, al regresar a casa tras cuatro años de servicio militar, querría responsabilizarse permanentemente, que fue lo que yo intenté decirle de la manera más cortés posible. Mas para Ira, todo cuanto era una receta garantizada de desastre doméstico constituía el argumento en favor de Donna. El atractivo de los desvalidos. La lucha de los desheredados por ascender desde el fondo tenía un atractivo irresistible. Apuras la bebida y te tragas las heces: para Ira, la humanidad era sinónimo de penuria y calamidad. Hacia la penuria, incluso sus formas vergonzosas, el parentesco era indestructible. A O'Day le correspondió disipar el completo afrodisíaco que eran Donna Jones y los dieciséis sabores de dulce de leche. Fue O'Day quien le puso como un trapo por personalizar su política, y O'Day no lo hizo con mi razonamiento burgués. O'Day nunca se disculpaba por nada, lo suyo era mostrarle a uno el camino.
O'Day le dio a Ira lo que él llamaba un «curso de repaso en matrimonio, como perteneciente a la revolución mundial», basado en su propia experiencia matrimonial antes de la guerra. «¿Para eso viniste conmigo al Calumet? ¿A fin de prepararte para dirigir una fábrica de dulces o una revolución? ¡Estos no son tiempos para aberraciones ridiculas! ¡Esto es lo que hay, muchacho! ¡Es una cuestión de vida o muerte para las condiciones de trabajo tal como las conocemos desde hace diez años! Todas las facciones y grupos arreglan sus diferencias aquí, en el condado de Lake. Lo tienes ante los ojos. Si podemos mantener este nivel, si nadie abandona el barco, entonces, qué diablos, Hombre de hierro, ¡en un año, dos como máximo, las fábricas serán nuestras!»
Así pues, cuando llevaban unos ocho meses de noviazgo, Ira le dijo a Donna que todo había terminado y ella se tomó unas pñdoras y trató de matarse un poco. Más o menos al cabo de un mes (por entonces Donna había vuelto al Kit Kat y tenía un nuevo novio), el padre de la chica, el borracho de quien se había perdido la pista mucho tiempo atrás, se presenta con uno de los hermanos de Donna en la puerta de Ira diciendo que va a darle una lección por lo que le ha hecho a su hija. Ira está en el umbral, peleando con los dos, el padre saca una navaja y O'Day le da un puñetazo, le rompe la mandíbula y le arrebata el arma… Esa era la primera familia con la que Ira iba a emparentarse.
No siempre resulta fácil salir de semejante farsa, pero en 1948 el supuesto salvador de la pequeña Donna se ha convertido en el Iron Rinn de Los libres y los valientes y ya está preparado para su segundo gran error. Deberías haberle oído cuando supo que Eve estaba embarazada. Un hijo, una familia propia. Y no con una ex bailarina de strip-tease, a quien su hermano había desaprobado, sino con una actriz renombrada a la que adoraban los radioyentes de todo el país. Era lo más grande que se había cruzado en su camino, un asidero firme como no lo había tenido jamás. Apenas podía creerlo. Dos años… ¡y aquello! La inestabilidad había terminado para él.
– ¿Estaba embarazada? ¿Cuándo fue eso?
– Después de que se casaran. Sólo duró dos meses y medio. Por eso se alojaba en mi casa, donde os conocisteis. Ella decidió abortar.
Estábamos sentados en la terraza de la parte trasera y veíamos el estanque y, a lo lejos, la sierra que se alzaba al oeste. Vivo solo y la casa es pequeña, una habitación donde escribo, y hago la comida y como, una habitación de trabajo con baño y una cocinita en un extremo, una chimenea de piedra que forma ángulo recto con una pared forrada de libros y una hilera de ventanas de guillotina que dan al ancho henar y a un grupo protector de viejos arces que me separa de la carretera sin asfaltar. La otra habitación es la que uso para dormir, un cuarto de tamaño apropiado y de aspecto rústico con una sola cama, una cómoda con espejo, una estufa de leña, viejas vigas al descubierto y verticales en los cuatro ángulos, más estanterías de libros, una tumbona que utilizo para leer, un pequeño escritorio y, en la pared del oeste, una puerta de vidrio deslizante que da a la terraza donde Murray y yo tomábamos un martini antes de la cena. Yo había comprado la casa, adaptándola para el invierno (el propietario anterior la usaba como vivienda de verano) y, al cumplir los sesenta, me trasladé allí a vivir solo, en general, apartado de la gente. Eso fue cuatro años atrás. Aunque no siempre es deseable vivir de una manera tan austera, sin las actividades variadas que de ordinario componen la existencia humana, creo que hice la elección menos perjudicial. Pero mi reclusión aquí no es la historia que me he propuesto contar. No constituye una historia en ningún sentido. Vine aquí porque no quiero más historias. Ya he tenido la mía.
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