– ¿Toma usted té, señorita Salmon? -preguntó la señora Trentham, consiguiendo pronunciar su apellido como si fuera una afrenta insignificante.
– Sí, gracias -contestó Becky.
– Tal vez podrías llamar a Becky por su nombre -insinuó Guy.
Los ojos de la señora Trentham se posaron sobre su hijo.
– No puedo soportar esta costumbre moderna de dirigirse a todo el mundo por su nombre, en especial cuando te acaban de presentar a la persona. ¿Darjeeling, Lapsang o Earl Grey, señorita Salmon? -preguntó, sin darle tiempo de reaccionar a nadie. Esperó expectante la respuesta de Becky, pero ésta no se produjo porque Becky todavía no se había repuesto del anterior sarcasmo-. Es obvio que en Whitechapel no hay mucho donde elegir -añadió.
Becky acarició la idea de coger la tetera y derramar el contenido sobre la mujer, pero logró controlarse, pues sabía que el objetivo de la señora Trentham era sacarla de sus casillas.
– ¿Tiene hermanos o hermanas, señorita Salmon? -preguntó la mujer tras unos instantes de silencio.
– No, soy hija única.
– Me sorprende en extremo.
– ¿Por qué? -preguntó Becky con candor.
– Siempre había pensado que las clases inferiores se reproducían como conejos -dijo la señora Trentham, poniendo otro terrón de azúcar en el té.
– Madre, la verdad… -empezó Guy.
– Sólo ha sido una broma -le interrumpió su madre-. Guy me toma muy en serio a veces, señorita Salmon. Sin embargo, recuerdo que mi padre, sir Raymond, dijo una vez…
– Otra vez, no -dijo el mayor.
– … que las clases eran como el agua y el vino. Bajo ninguna circunstancia deben mezclarse.
– Pues yo pensaba que fue Jesucristo quien transformó el agua en vino -señaló Becky.
La señora Trentham decidió pasar por alto la observación.
– Por eso exactamente tenemos oficiales y otras jerarquías, porque Dios lo planeó así.
– ¿Y cree usted que Dios planeó que estallara una guerra, a fin de que esos mismos oficiales y otras jerarquías pudieran matarse mutuamente de forma indiscriminada? -preguntó Becky.
– No tengo ni la menor idea, señorita Salmon. Ya ve, no poseo la ventaja de ser una intelectual como usted. Soy una sencilla y llana mujer que dice lo que piensa. Pero lo que sí sé es que todos hicimos sacrificios durante la guerra.
– ¿Y qué sacrificios hizo usted, señora Trentham? -inquirió Becky.
– Un número considerable, joven -replicó la señora Trentham, irguiéndose-. Para empezar, tuve que pasar sin un montón de cosas fundamentales para la existencia.
– ¿Como un brazo o una pierna? -dijo Becky, arrepintiéndose al instante de sus palabras, pues comprendió que había caído en la trampa de la señora Trentham.
La madre de Guy se levantó de su silla, caminó lentamente hacia la chimenea y tiró con virulencia de la campana que servía para llamar a los criados.
– No voy a tolerar que me insulten en mi propia casa -dijo. En cuanto Gibson apareció, se volvió hacia él-. Ocúpese de que Alfred saque las pertenencias de la señorita Salmon de su habitación. Regresará a Londres antes de lo que había planeado.
Becky se quedó en silencio junto al fuego, sin saber qué hacer. La señora Trentham la miró desafiante, hasta que Becky se acercó al mayor y le estrechó la mano.
– Me despediré, pues, mayor Trentham. Tengo el presentimiento de que no volveremos a vernos.
– Lo siento por mí, señorita Salmon -dijo, antes de besarle la mano.
Becky salió de la sala de estar sin mirar a la señora Trentham. Guy la siguió hasta el vestíbulo.
En el viaje de vuelta a Londres, Guy intentó disculpar por todos los medios imaginables el comportamiento de su madre, pero Becky sabía que ni siquiera él creía en sus propias palabras. Cuando el coche se detuvo frente al número 97, Guy salió y le abrió la puerta a Becky, acompañándola luego hasta la puerta.
– ¿Puedo subir? -preguntó-. Tengo que decirte algo.
– Esta noche no. Necesito pensar y estar sola.
– Es que quería explicarte lo mucho que te quiero -suspiró Guy-, y tal vez hablar de nuestros planes para el futuro.
– ¿Planes que incluyen a tu madre?
– Al infierno con mi madre. ¿Es que no comprendes lo que siento por ti? -Becky vaciló-. Anunciemos nuestro compromiso en el Times lo antes posible, haciendo caso omiso de lo que ella piense. ¿Qué me contestas?
Ella le echó los brazos al cuello.
– Oh, Guy, te quiero mucho, pero será mejor que no subas esta noche. Daphne puede volver en cualquier momento.
La decepción se reflejó en el rostro de Guy, pero la besó otra vez antes de desearle buenas noches; ella abrió la puerta de la calle y subió corriendo la escalera.
Becky entró en el piso y descubrió que Daphne aún no había regresado del campo. Tardó dos horas más en volver.
– ¿Cómo fue todo? -fue lo primero que dijo Daphne al entrar en la salita de estar.
– Un desastre.
– Entonces, ¿todo ha terminado?
– No, no exactamente. De hecho, tengo la sensación de que Guy se me declaró.
– ¿Y tú aceptaste?
– Yo diría que sí.
– ¿Mencionó la India, por casualidad?
A la mañana siguiente, cuando Becky sacó sus cosas del maletín, se quedó horrorizada al descubrir que faltaba el broche que Daphne le había prestado para el fin de semana. Imaginó que lo habría dejado en Ashurst Hall.
Como no tenía el menor deseo de volver a ver a la señora Trentham, envió una nota a Guy al comedor de oficiales para comunicarle su problema. Él telefoneó aquella noche para decirle que lo buscaría el fin de semana, cuando regresara a Ashurst.
Becky se pasó los cinco días siguientes preguntándose si Guy sería capaz de encontrar el objeto desaparecido; por fortuna, Daphne no dio muestras de reparar en su ausencia. Becky sólo deseaba devolver el broche a su caja antes de que Daphne tuviera ganas de ponérselo.
Guy le escribió el domingo por la noche para decirle que, pese al registro exhaustivo de la habitación de los invitados, no había localizado el broche; en cualquier caso, Nellie le había comunicado que recordaba claramente haber puesto en la maleta sus joyas antes de que se marchara.
La noticia desconcertó a Becky, pues recordaba que se vio obligada a hacer la maleta ella misma tras su terminante expulsión de
Ashurst Hall. Se quedó levantada hasta muy tarde, nerviosa, esperando que Daphne volviera del fin de semana en el campo para explicarle lo ocurrido. Empezó a temer que le costara meses, o incluso años, devolver el valor de lo que debía ser una joya familiar heredada.
Su amiga entró en Chelsea Terrace pocos minutos después de la media noche. Becky ya había bebido varias tazas de café y casi encendido uno de los cigarrillos que fumaba Daphne.
– ¿Qué haces levantada tan tarde, querida? -fue el saludo de Daphne-. ¿Falta tan poco para los exámenes?
– No -dijo Becky, y soltó de golpe toda la historia sobre la joya extraviada.
Terminó preguntándole a su amiga cuánto tiempo tardaría en devolverle el importe de su valor.
– Una semana, más o menos -contestó Daphne.
– ¿Una semana? -se extrañó Becky.
– Sí. Era quincalla… Hizo furor en su momento. Si no me acuerdo mal, costó la imponente suma de tres chelines.
Una tranquilizada Becky le contó a Guy durante la cena del martes por qué ya no era importante encontrar la joya extraviada.
Guy trajo el broche a Chelsea Terrace el lunes siguiente, y explicó que Nellie lo había encontrado bajo la cama de la habitación Wellington…
Becky empezó a notar pequeños cambios en los modales de Charlie, primero sutiles, y después más obvios.
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