Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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– Oh -dijo la señora Trentham. Sus labios formaron una línea recta-. Recuerdo que una vez visité a la esposa del obispo de Worcester en un lugar llamado Whitechapel, pero confieso que jamás me he encontrado en la necesidad de desplazarme al East End. Supongo que allí no tienen obispo. -Posó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor-. Sin embargo, mi padre, sir Raymond Hardcastle… Tal vez habrá oído hablar de él, señorita Salmon…

– No, la verdad es que no -contestó Becky con franqueza.

Otra mirada de desdén apareció en el rostro de la señora Trentham, aunque no logró dominar su verborrea.

– … quien fue nombrado baronet por sus servicios al rey Jorge V…

– ¿Y cuáles fueron esos servicios? -preguntó Becky inocentemente.

La señora Trentham hizo una pausa antes de proseguir.

– Jugó un pequeño papel en los esfuerzos de Su Majestad por impedir que los alemanes nos vencieran.

– Era un traficante de armas -dijo el mayor Trentham para sí.

Si la señora Trentham oyó el comentario, prefirió ignorarlo.

– ¿Ha sido presentada en sociedad este año, señorita Salmon? -preguntó.

– No. Me he matriculado en la universidad.

– No apruebo tales comportamientos. La educación de una dama no debe exceder de las tres «R», [12] junto con un adecuado conocimiento de cómo manejar a los criados y sobrevivir a un partido de cricket.

– Pero si no se tienen criados… -empezó a decir Becky, y habría continuado de no agitar la señora Trentham una campanilla de plata que tenía a su lado. El mayordomo apareció al instante.

– Tomaremos café en la sala de estar -ordenó la señora Trentham.

El rostro del mayordomo traslució una levísima sorpresa. La señora Trentham se levantó y precedió a los demás por un largo pasillo hasta llegar a la sala de estar, donde el fuego ya no ardía con tanto entusiasmo.

– ¿Le apetece una copa de coñac, señorita Salmon? -preguntó el mayor Trentham, mientras Gibson servía el café.

– No, gracias.

– Os ruego que me excuséis -dijo la señora Trentham, levantándose de la silla en que acababa de sentarse-. Padezco una ligera jaqueca, así que me retiraré a mi alcoba, con vuestro permiso.

– Por supuesto, querida -contestó el mayor con voz indiferente.

Guy se sentó junto a Becky y le cogió la mano en cuanto su madre salió.

– Se encontrará mejor por la mañana, cuando la migraña se haya calmado.

– Lo dudo -susurró Becky. Se volvió hacia el mayor Trentham-, Creo que tendrá que disculparme a mí también. Ha sido un día muy largo, y estoy segura de que ustedes dos tienen mucho de qué hablar.

Los dos hombres se pusieron en pie. Becky salió de la sala y subió por la larga escalera hasta su dormitorio. Se desnudó a toda prisa, se lavó en una palangana de agua casi helada, atravesó encogida la habitación desprovista de calefacción y se deslizó entre las sábanas de su fría cama.

Casi se había dormido cuando oyó girar el pomo de la puerta. Parpadeó varias veces y fijó la vista en el extremo opuesto de la habitación. La puerta se abrió poco a poco, pero sólo distinguió la silueta de un hombre que entraba y cerraba la puerta en silencio a su espalda.

– ¿Quién es? -preguntó Becky.

– Yo -dijo Guy-. Se me ocurrió pasar un momento y desearte buenas noches.

Becky se subió la sábana de arriba hasta el cuello.

– Buenas noches -dijo con brusquedad.

– Eso es muy poco cariñoso -respondió Guy, que había atravesado la habitación para sentarse en el borde de su cama-. Sólo quería comprobar que todo estaba bien. Me pareció que lo habías pasado bastante mal esta noche.

– Estoy bien, gracias -dijo Becky.

Cuando él se inclinó para besarla, la joven se apartó, y Guy sólo consiguió rozarle la oreja.

– Tal vez no sea el momento adecuado.

– O el lugar -añadió Becky, apartándose más, a punto de caer por el borde de la cama.

– Sólo deseaba darte un beso de buenas noches.

Becky permitió que la tomara en sus brazos y la besara en los labios, pero él la retuvo más tiempo del que Becky esperaba, y acabó deshaciéndose de su abrazo.

– Buenas noches, Guy -dijo con firmeza.

Al principio, Guy no se movió. Después, se puso en pie poco a poco.

– Tal vez en otra ocasión.

Al cabo de un momento, la puerta se cerró a su espalda.

Becky esperó unos momentos antes de saltar de la cama. Se acercó a la puerta, giró la llave en la cerradura y la quitó, antes de volver a la cama. Tardó un rato en dormirse.

Cuando Becky bajó a desayunar por la mañana, el mayor Trentham le informó de que, tras una noche inquieta, la migraña de su esposa no había desaparecido; se quedaría en la cama hasta que el dolor se hubiera disipado por completo.

Más tarde, cuando el mayor y Guy se fueron a la iglesia, Becky se quedó leyendo los periódicos dominicales en la sala de estar. Observó que los criados murmuraban entre sí cada vez que levantaba la vista.

La señora Trentham apareció a la hora de comer, pero no hizo el menor intento de unirse a la conversación que se desarrollaba al otro extremo de la mesa.

– ¿Cuál ha sido el texto escogido por el vicario esta mañana? -preguntó inesperadamente, cuando vertían el flan sobre el budín de frutas.

– «Trata a los demás como desees que te traten a ti» -replicó el mayor, con un ligero tono de irritación.

– ¿Qué le ha parecido el servicio de nuestra iglesia local, señorita Salmon? -preguntó la señora Trentham, dirigiéndose a Becky por primera vez.

– Yo no… -empezó Becky.

– Ah, ya, por supuesto, pertenece usted al pueblo elegido.

– No, soy católica.

– Oh -fingió sorprenderse la señora Trentham-, El apellido Salmon me hizo pensar que… En ese caso, no le hubiera gustado la iglesia de San Miguel. Está demasiado cercana a la tierra.

Becky empezó a preguntarse si la señora Trentham calculaba, o incluso ensayaba previamente, cada palabra que pronunciaba y cada gesto que llevaba a cabo.

Después de comer, la señora Trentham volvió a desaparecer y Guy sugirió que Becky y él saldrían a dar un paseo. Becky subió a su habitación y se puso los zapatos viejos, demasiado aterrorizada para insinuar que le prestasen un par de botas de montar de la señora Trentham.

– Cualquier cosa con tal de huir de la casa -le dijo Becky cuando bajó, y no volvió a abrir la boca hasta estar segura de que la señora Trentham no podía oírla-. ¿Qué espera de mí? -preguntó por fin.

– Vamos, no hay para tanto -insistió Guy-. Estás exagerando. Papá está convencido de que cederá con el tiempo y, en cualquier caso, si tuviera que escoger entre ella y tú sé exactamente a cuál de las dos concedo más importancia.

Becky le apretó la mano.

– Gracias, querido, pero no estoy segura de poder soportar otra velada como la de ayer.

– Podríamos marcharnos pronto y pasar el resto del día en tu casa -dijo Guy. Becky se volvió para mirarle, sin saber si estaba bromeando-. Será mejor que regresemos a casa -se apresuró a decir él-, o se quejará de que la hemos dejado sola toda la tarde.

Los dos aceleraron el paso.

Pocos minutos después subieron la escalera de piedra situada frente al vestíbulo. En cuanto Becky se puso los zapatos de estar por casa y comprobó su peinado en el espejo del vestíbulo se reunió con Guy en la sala de estar. Se quedó sorprendida al ver un servicio de té completo ya preparado. Consultó su reloj; eran sólo las tres y cuarto.

– Lamento que consideraras necesario hacer esperar a todo el mundo, Guy -fueron las primeras palabras que oyó Becky cuando entró en la sala.

– Nunca habíamos tomado el té tan pronto -afirmó el mayor desde el otro lado de la chimenea.

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