Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Capítulo 8

Becky se despertó a la mañana siguiente antes de que sonase el despertador. Se levantó, vistió y salió antes de que Daphne hubiera movido un dedo. Ardía en deseos de saber cómo le iba a Charlie su primer día. Al acercarse al 147 advirtió que la tienda ya estaba abierta, y un solitario cliente recibía las atenciones de Charlie.

– Buenos días, socia -gritó Charlie desde detrás del mostrador cuando Becky entró en la tienda.

– Buenos días. Veo que estás decidido a pasar tu primer día sentado y mirando cómo funciona todo.

Averiguó que Charlie había empezado a servir a los clientes antes de que Gladys y Patsy llegaran, mientras el pobre Bob Makins parecía ya agotado, como si hubiera trabajado un día entero.

– Aún no he tenido tiempo de charlar con las clases ociosas por el momento -dijo Charlie, con un acento de barrio bajo más marcado que nunca-. ¿Tengo alguna esperanza de coincidir contigo a última hora de la tarde?

– Por supuesto -contestó Becky, consultó su reloj, agitó una mano en señal de despedida y se marchó a su primera clase de la mañana. Le resultó difícil concentrarse en la historia del Renacimiento, y ni siquiera las imágenes de obras de Rafael, proyectadas desde una linterna mágica sobre una sábana blanca, lograron despertar su interés. Su mente basculaba entre el nerviosismo de tener que pasar un fin de semana con los padres de Guy a los problemas de Charlie para obtener beneficios y liquidar la deuda con Daphne.

Becky admitió para sí que tenía más confianza en esto último. Sintió un enorme alivio al ver que la manecilla negra del viejo reloj indicaba las cuatro y media, y se encontró corriendo de nuevo para coger el tranvía en la esquina de la plaza Portland… y volvió a correr en cuanto el traqueteante vehículo hubo llegado a la esquina de Chelsea Terrace.

Se había formado una pequeña cola en la tienda, y Becky escuchó las familiares frases publicitarias de Charlie antes de llegar a la puerta.

– Media libra de vuestro rey Eduardo, un jugoso pomelo de Suramérica, ¿y si añado una preciosa camuesa, todo por un chelín, cariño?

Damas de alta alcurnia, señoras, institutrices, todas aquellas que habrían arrugado la nariz si alguien les hubiera llamado «cariño», se derretían cuando Charlie pronunciaba esa palabra. Becky sólo advirtió los cambios que Charlie había introducido ya en la tienda cuando la última cliente se hubo marchado.

– Toda la noche en pie -dijo Charlie-, Tiré la mitad de cajas vacías y artículos invendibles. Te enmendé la plana y puse delante las verduras de colores vivos, los tomates, los guisantes, tiernos y bonitos, y pasé atrás todas esas variedades tan feas que tú colocabas en primer plano, las patatas, las rutabagas y nabos tempranos. Es una regla de oro.

– El abuelo Charlie -empezó ella con una sonrisa, pero se calló justo a tiempo.

Becky se puso a examinar los mostradores reordenados y tuvo que darle la razón a Charlie. En cualquier caso, no podía discutir con las sonrisas que iluminaban los rostros de los clientes.

Al cabo de un mes, una cola que salía hasta la calle pasó a formar parte de la vida diaria de Charlie. Al cabo de dos, ya le estaba hablando a Becky de ampliaciones.

– ¿Por dónde ampliaremos? -preguntó Becky-, ¿Por tu dormitorio?

– Ahí arriba no hay sitio para verduras -replicó él con una sonrisa-, teniendo en cuenta que nuestras colas son más largas que las formadas para ver Pigmalión. Además, nosotros no bajaremos nunca el telón.

Cuando Becky repasó una y otra vez las cifras del primer trimestre, apenas pudo creer cuánto habían ganado. Decidió que tal vez había llegado el momento de hacer una pequeña celebración.

– ¿Por qué no vamos todos a cenar a ese restaurante italiano? -sugirió Daphne, tras recibir un cheque por los tres meses siguientes mucho más generoso de lo que había imaginado.

Becky consideró la idea maravillosa, pero la resistencia de Guy a secundar sus planes la sorprendió, así como los prolijos preparativos de Daphne para la gran ocasión.

– No tenemos la intención de gastarnos todos los beneficios en una sola noche -le aseguró Becky.

– Lástima, porque empiezo a pensar que es la única posibilidad que me queda de imponer la cláusula de penalización. No me estoy quejando. Al fin y al cabo, Charlie representará un cambio sustancial, después de los habituales hijos de vicario sin mentón y mozos de cuadra sin piernas que he de soportar casi todos los fines de semana.

– Ten cuidado, no sea que termine devorándote como postre.

Becky avisó a Charlie de que habían reservado la mesa para las ocho en punto y le obligó a prometer que se pondría su mejor traje.

– Mi único traje -le recordó Charlie.

Guy recogió a las dos muchachas del 97 a las ocho en punto, pero guardó un silencio desacostumbrado mientras las acompañaba al restaurante, a donde llegaron pocos minutos después de la hora señalada. Encontraron a Charlie sentado solo en la esquina, como si fuera la primera vez que estaba en un restaurante.

Becky le presentó primero a Daphne, y después a Guy. Los dos hombres se quedaron quietos, mirándose como púgiles.

– Claro, estabais en el mismo regimiento -dijo Daphne-, pero no imaginaba que os conocíais -añadió, mirando a Charlie, pero ninguno de ellos comentó su observación.

Si la velada empezó mal, lo que siguió fue todavía peor. Daba la impresión de que ninguno de los cuatro consiguiera abordar un tema común a todos. Charlie, en lugar de mostrarse jovial y agudo, como en la tienda, se sumió en un estado hosco y poco comunicativo. Becky le habría dado una patada en el tobillo de haber estado a su alcance, y no sólo porque continuaba acompañándose la comida con el cuchillo.

El silencio adusto de Guy tampoco ayudó, pese a las carcajadas de Daphne, bulliciosa como siempre, ante cualquier comentario. Becky se sintió muy aliviada cuando llegó la cuenta, dando fin a la velada. Tuvo que dejar una propina discretamente, pues Charlie se olvidó de hacerlo.

Salió del restaurante al lado de Guy y los dos perdieron de vista a Daphne y Charlie mientras caminaban a toda prisa hacia el 97. Becky imaginó que sus compañeros les precedían algunos pasos, pero dejó de pensar en su paradero cuando Guy la tomó en sus brazos y la besó.

– Buenas noches, querida. No olvides que este fin de semana nos vamos a Ashurst.

¿Cómo iba a olvidarlo? Becky vio que Guy miraba furtivamente en la dirección que Daphne y Charlie habían tomado, como si pensara en algo, pero luego detuvo sin decir palabra un cabriolé y ordenó al conductor que le llevara a los barracones de los Fusileros, en Hounslow.

Becky abrió la puerta de la calle y se sentó en el sofá, dudando si volver al 147 y decirle a Charlie lo que pensaba exactamente de él. Daphne entró pocos minutos después en la sala.

– Te pido mis disculpas por lo de esta noche -dijo Becky, antes de que su amiga abriera la boca-. Charlie suele ser un poco más comunicativo. No sé qué le ha pasado.

– Sospecho que le puso violento cenar con un oficial de su antiguo regimiento.

– Estoy segura; pero acabarán siendo amigos.

Daphne miró a Becky con aire pensativo.

El sábado siguiente por la mañana, Guy se dirigió al 97 de Chelsea Terrace para recoger a Becky y conducirla a Ashurst. Al verla ataviada con un elegante vestido rojo de Daphne comentó lo atractivo de su aspecto, y se mostró tan locuaz y alegre durante el trayecto a Berkshire que Becky empezó a tranquilizarse por primera vez en aquel día. Llegaron a Ashurst poco antes de las tres y Guy le guiñó el ojo cuando internó el coche por el sendero de un kilómetro y medio de largo que conducía a la mansión.

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