– Touché -dijo Nat-. ¿Qué hacemos ahora?
– Ha sido un placer conversar con usted, señor Cartwright; y presentaré su propuesta a mi junta esta misma tarde. Es de lamentar que uno de nuestros miembros esté en Washington, pero así y todo confío en que podré telefonearle para comunicarle nuestra reacción a última hora de hoy.
– Esperaré su llamada con mucho interés -manifestó Nat.
– Bien, entonces podremos encontrarnos cara a cara y le propongo que sea cuanto antes, porque me gustaría tener un acuerdo firmado para la tarde del viernes, una vez cumplidas todas las diligencias. -Murray Goldblatz se calló un momento-. Nat, ayer me pidió que le hiciera un favor; ahora soy yo quien le pide a usted que haga algo por mí.
– Sí, por supuesto.
– Monseñor, un hombre astuto, me pidió una donación de doscientos dólares por el uso del confesionario; creo que ahora que somos socios usted debería pagar su parte. Solo se lo pido porque a los miembros de mi junta les parecerá muy divertido y me permitirá mantener la reputación entre mis amigos judíos de que soy un tipo despiadado.
– Haré todo lo que esté a mi alcance para que no pierda esa reputación, padre -afirmó Nat.
Salió del confesionario y caminó rápidamente hacia la puerta sur, donde vio a un sacerdote junto a la entrada vestido con la sotana negra y birrete. Nat sacó dos billetes de cincuenta dólares y se los dio.
– Dios le bendiga, hijo mío -dijo monseñor-, pero tengo el presentimiento de que podría doblar su contribución si supiera en cuál de los dos bancos debe invertir la Iglesia.
Al Brubaker seguía sin dar ni una pista sobre la razón por la cual quería hablar con Fletcher cuando sirvieron el café.
– Jenny, ¿por qué no acompañas a Annie a la sala? Hay algo que necesito discutir con Fletcher. Nos reuniremos con vosotras en unos minutos. -En cuanto Annie y Jenny los dejaron solos, Al añadió-: ¿Quiere un brandy o un puro, Fletcher?
– No, gracias, Al. Seguiré con el vino.
– Ha escogido un buen fin de semana para estar en Washington. Los republicanos han venido a la ciudad para celebrar la mitad de la legislatura. Esta noche Bush los agasajará con una cena en la Casa Blanca, así que los demócratas debemos permanecer ocultos durante algunos días. Dígame, ¿qué tal va el partido en Connecticut?
– Hoy mantuvimos una reunión para escoger a los candidatos y discutir la eterna cuestión de la financiación de la campaña.
– ¿Se presentará a la reelección?
– Sí, ya lo he dejado claro.
– Me han dicho que podría ser el próximo líder de la mayoría.
– A menos que Jack Swales quiera el cargo; después de todo, es el miembro más antiguo.
– ¿Jack? ¿Todavía vive? Hubiese jurado que había asistido a su entierro. No, no creo que el partido le dé su respaldo, a menos…
– ¿A menos? -preguntó Fletcher.
– Que usted decida presentarse para gobernador. -Fletcher dejó la copa de vino en la mesa para impedir que Al viera cómo le temblaba la mano-. Seguramente ha considerado la posibilidad.
– Sí, la he considerado -admitió Fletcher-, pero pensé que el partido respaldaría a Larry Connick.
– Nuestro estimado vicegobernador -repuso Al mientras encendía un puro-. No, Larry es un buen hombre, aunque conoce sus limitaciones, y demos gracias a Dios que así sea, porque no son muchos los políticos capaces de hacerlo. Hablé con él la semana pasada en la asamblea de gobernadores en Pittsburgh. Me dijo que está dispuesto a figurar en la lista pero solo si consideramos que puede ser útil al partido. -Al dio una calada al puro y disfrutó de la sensación antes de añadir-: No, Fletcher, usted es nuestra primera elección; si acepta el reto, le doy mi palabra de que el partido lo respaldará. Lo que menos nos interesa es una pelea para ver quién termina siendo el candidato. Dejemos la verdadera batalla para cuando tengamos que enfrentarnos a los republicanos, porque su candidato intentará aprovechar los éxitos de Bush; así que debemos prepararnos para una campaña muy dura si pretendemos conservar la mansión del gobernador.
– ¿Tienen alguna idea de quién podría ser el candidato republicano? -preguntó Fletcher.
– Confiaba en que usted me lo dijera.
– Creo que habrá dos serios competidores que representan a diferentes bandos dentro del partido. Uno es Barbara Hunter, que ocupa un escaño en la cámara, pero la edad y los antecedentes juegan en su contra.
– ¿Antecedentes? -repitió Al.
– Ha ganado pocas elecciones -comentó Fletcher-, aunque a lo largo de los años ha conseguido hacerse con una amplia base en el partido y como Nixon nos demostró después de perder en California, nunca se puede descartar a nadie.
– ¿Quién más? -preguntó el presidente.
– ¿El nombre de Ralph Elliot le suena de algo?
– No -contestó Brubaker-, pero sé que es miembro de la delegación de Connecticut que cenará esta noche en la Casa Blanca.
– Sí, pertenece al comité central del estado y si lo designan candidato, nos enfrentaremos a una campaña muy sucia. Elliot es un tipo barriobajero capaz de las mayores infamias.
– En ese caso, también puede ser un riesgo para su propio partido.
– Solo le puedo decir una cosa: nunca juega limpio y no le gusta perder.
– Eso último también lo dicen de usted -señaló Al, con una sonrisa-. ¿Alguien más?
– Hay otros dos o tres nombres que suenan, pero hasta ahora nadie ha salido a la palestra. Seamos sinceros, muy poca gente había oído hablar de Carter hasta lo de New Hampshire.
– ¿Qué me dice de este hombre? -Al le enseñó la portada de la revista Banker’s Weekly.
Fletcher miró el titular, que decía: ¿el nuevo gobernador de connecticut?
– Si lee el artículo, Al, verá que tiene todos los números para convertirse en el próximo presidente de Fairchild’s si los dos bancos acaban por ponerse de acuerdo en los términos de la fusión. Le eché una ojeada en el avión.
Al pasó las páginas de la revista hasta dar con el artículo.
– Es evidente que no llegó al último párrafo -replicó, y a continuación leyó en voz alta-: «Aunque se supone que cuando Murray Goldblatz se jubile le sucederá Cartwright, este cargo bien podría ser ocupado por su íntimo amigo Tom Russell, si el director ejecutivo de Russell acepta que se proponga su nombre como candidato a gobernador por el partido republicano».
Fletcher y Annie regresaron al hotel y se acostaron. Fletcher no consiguió conciliar el sueño, no solo porque la cama era más cómoda y la almohada más blanda de lo que estaba habituado. Al necesitaba saber su decisión para final de mes, dado que quería poner en marcha la maquinaria del partido cuanto antes. Annie se despertó unos minutos después de las siete.
– ¿Has dormido bien, cariño? -le preguntó.
– Apenas he pegado ojo.
– Pues yo he dormido a pierna suelta. Claro que no he tenido que preocuparme de si te presentarás para gobernador.
– ¿Por qué no? -quiso saber Fletcher.
– Porque creo que deberías presentarte, no se me ocurre ninguna razón para que no lo hagas.
– Ante todo, necesito mantener una larga conversación con Harry, porque una cosa es segura: ha analizado el tema a fondo.
– Yo no diría tanto -señaló Annie-. Creo que le preocupa mucho más la campaña de Lucy para representante de los estudiantes.
– En ese caso, intentaré que me dedique algunos minutos de su atención para discutir el tema de ser gobernador de Connecticut. -Fletcher se levantó de un salto-. ¿Te importaría si nos saltamos el desayuno y cogemos un vuelo de primera hora? Quiero hablar con Harry antes de ir al Senado.
Fletcher apenas dijo palabra en el vuelo de regreso a Hartford, porque se dedicó a leer una y otra vez el artículo del Banker’s Weekly donde se hablaba de Nat Cartwright como nuevo presidente adjunto de Fairchild’s y si sería el próximo gobernador de Connecticut. Una vez más, le sorprendió las muchas cosas que tenían en común.
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