– Sí, padre, para esta misma hora de la semana que viene seré el presidente del banco más grande del estado.
– Para esta misma hora de la semana que viene quizá ni siquiera sea el director ejecutivo del banco más pequeño del estado.
– ¿Qué le hace pensar tal cosa? -le preguntó Nat.
– Bien puede ser que lo que comenzó como un golpe brillante acabe en agua de borrajas y le deje sin fondos para cubrir las compras. Sus agentes seguramente le habrán advertido de que no tiene ninguna posibilidad de hacerse con el cincuenta y uno por ciento de Fairchild’s para el lunes por la mañana.
– No niego que será peliagudo -aceptó Nat-, pero así y todo creo que podremos conseguirlo.
– Gracias a Dios que ninguno de los dos somos católicos, señor Cartwright, porque de lo contrario tendría usted que arrepentirse de sus actos y yo imponerle una penitencia de tres avemarías. Pero no tema, veo la redención para nosotros.
– ¿Necesito ser redimido, padre?
– Ambos lo necesitamos, ese es el mo… mo… motivo por el que le propuse que nos viéramos. La batalla no nos está haciendo ningún favor y si se alarga hasta después del domingo, puede perjudicar a las entidades para las que trabajamos; posiblemente incluso acabe con la suya.
Nat iba a protestar, pero no lo hizo porque Goldblatz tenía toda la razón.
– ¿Cuál es la redención que propone? -preguntó.
– Verá, creo que he encontrado una solución mejor que rezar tres avemarías, que quizá perdone nuestros pecados e incluso nos dé un pequeño beneficio.
– Le escucho, padre.
– He seguido con mucho interés su carrera profesional, hijo mío. Es una persona brillante, extremadamente diligente y con una determinación feroz, pero lo que más admiro de usted es su integridad, por mucho que uno de mis asesores legales intente convencerme de lo contrario.
– Me halaga, señor, pero no haga que me sienta abrumado.
– No tiene por qué estarlo. Soy realista; creo que si no tiene éxito esta vez, quizá quiera volver a intentarlo dentro de un par de años y no darse por vencido hasta salirse con la suya. ¿Me equivoco?
– Me parece que no, señor.
– Ha sido sincero conmigo, así que le pagaré con la misma moneda. Dentro de dieciocho meses cumpliré sesenta y cinco años, momento en que espero jubilarme y dedicarme a jugar al golf. Me gustaría dejarle a mi sucesor una entidad próspera, no un paciente delicado que necesite de continuos tratamientos. Creo que usted podría ser la solución a mi problema.
– Creía que era la causa.
– Razón de más para que nosotros procuremos acabar con un intento que es al mismo tiempo atrevido y muy imaginativo.
– Pensaba que eso era exactamente lo que estaba haciendo.
– Todavía puede, hijo mío, aunque por razones políticas necesito que todo el asunto sea idea suya; eso significa, señor Cartwright, que deberá usted confiar en mí.
– Ha dedicado cuarenta años a labrarse la reputación de la que goza, señor Goldblatz. No puedo creer que esté dispuesto a arriesgarla cuando le falta muy poco para la jubilación.
– Yo también me siento halagado, joven, pero, lo mismo que usted, no me siento abrumado. Por consiguiente puedo dejar caer que fue usted quien solicitó que habláramos para hacer la propuesta de que, más que continuar luchando entre nosotros, tendríamos que trabajar unidos.
– ¿Una sociedad? -preguntó Nat.
– Llámelo como quiera, señor Cartwright, pero si nuestros dos bancos se fusionaran, nadie saldría perdiendo y, lo que es más importante, todos nuestros accionistas se beneficiarían.
– ¿Cuáles serían los términos que me aconseja que debería recomendarle a usted, por no mencionar a mi junta?
– Que el banco se llame Fairchild Russell; por otro lado, yo continuaré como presidente durante los próximos dieciocho meses, mientras que usted será mi adjunto.
– ¿Qué pasaría con Tom y Julia Russell?
– Es evidente que a ambos se les ofrecería un cargo en la junta. Si usted es el nuevo presidente dentro de dieciocho meses, será de su incumbencia designar a su propio adjunto, aunque creo que sería prudente mantener a Wesley Jackson como director ejecutivo. Dado que usted le invitó a formar parte de su junta hace unos años, no creo que lo considere un inconveniente.
– No, no lo sería, pero eso no resuelve el problema del reparto de acciones.
– Usted posee en la actualidad el diez por ciento de las acciones de Russell, lo mismo que su presidente. La señora Russell, quien a mi juicio tendría que dirigir la nueva división inmobiliaria, llegó a tener en un momento dado el cuatro por ciento. Pero sospecho que son esas acciones las que ha estado usted sacando al mercado en los últimos días.
– Podría estar en lo cierto, señor Goldblatz.
– En volumen de negocios y beneficios Fairchild’s es apro… apro… ximadamente cinco veces más grande que Russell, así que le recomiendo que cuando presente la propuesta, usted y el señor Russell pidan un cuatro por ciento y acepten un tres. En el caso de la señora Russell, diría que un uno por ciento sería lo apropiado. Ustedes tres, por supuesto, continuarían percibiendo los mismos salarios y beneficios.
– ¿Qué pasa con mi equipo?
– No habrá cambios durante los próximos dieciocho meses. Después, la decisión será suya.
– ¿Quiere que yo le haga esta oferta a usted, señor Goldblatz?
– Efectivamente.
– Perdón por la pregunta, pero ¿por qué no hace usted mismo la propuesta y deja que mi junta la considere?
– Porque nuestros asesores legales se opondrían. Al parecer el señor Elliot solo tiene un objetivo en todo este asunto, acabar con usted. Yo también tengo un único propósito: mantener la integridad del banco en el que trabajo desde hace más de treinta años.
– Si es así, ¿por qué no despide a Elliot sin más?
– Quería hacerlo al día siguiente de que enviara aquella carta infame en mi nombre, pero no podía permitirme reconocer un desacuerdo interno cuando estábamos en medio de una oferta pública de adquisición. Piense en lo que hubiese dicho la prensa al respecto, por no ha… ha… hablar de los accionistas, señor Cartwright.
– Ha de tener presente que en cuanto Elliot se entere de que he presentado la propuesta, no tardará ni un segundo en aconsejar a la junta que la rechace.
– Lleva toda la razón -admitió Goldblatz-; por eso ayer lo envié a Washington para que me informe directamente en cuanto la Comisión de Valores anuncie el resultado de su oferta de compra el lunes.
– Se olerá la trampa. Sabe muy bien que no necesita estar en Washington sin nada que hacer durante cuatro días. Le bastaría con volar a la capital el domingo por la noche para informarle de la decisión de la comisión el lunes por la mañana.
– Es curioso que lo mencione, señor Cartwright, porque fue mi secretaria quien se en… en… enteró de que los republicanos están celebrando en Washington que han llegado a la mitad de la legislatura y los festejos concluirán con una cena en la Casa Blanca. -Guardó silencio unos instantes-. Tuve que pedir más de un favor para asegurarme de que Ralph Elliot recibiera una invitación a tan augusta fiesta. Por tanto, convendrá conmigo en que estará muy ocupado en estos momentos. No leo más que noticias sobre sus ambiciones políticas en la prensa local. Él las niega, por supuesto, y en consecuencia deduzco que deben de ser ciertas.
– ¿Puedo preguntarle por qué lo contrató?
– Siempre hemos contado con los servicios de Belman y Wayland, señor Cartwright, y hasta que se planteó el tema de la compra, no había tenido la ocasión de tratar con el señor Elliot. Me confieso culpable, pero ahora al menos intento rectificar el error. Verá, no conté con que usted me lleva la delantera por haber sido derrotado por él en dos ocasiones.
Читать дальше