– Puede que quede más claro después de una reunión que tengo esta tarde a las tres -le informó Nat.
– Eso suena interesante -opinó Joe.
– Tal vez -prosiguió Nat-, pero no te puedo adelantar nada por el momento, porque ni siquiera yo sé muy bien de qué se trata.
– Curioso e intrigante -dijo Joe-. Espero ansioso tus noticias. ¿Qué quieres que haga mientras tanto?
– Quiero que continúes comprando todas las acciones de Fairchild’s que aparezcan hasta la hora de cierre. Volveremos a hablar antes de que abra el mercado mañana por la mañana.
– Entendido. Entonces lo mejor será que te deje y vuelva al parquet.
Nat exhaló un largo suspiro e intentó pensar en cuál sería el motivo por el que Goldblatz quería verle. Volvió a coger el teléfono.
– Linda, ponme con Logan Fitzgerald; estará en su despacho de Nueva York.
– Su esposa insistió en que era urgente y llamó de nuevo mientras usted hablaba con el señor Stein.
– De acuerdo. Yo la llamaré mientras tú intentas dar con Logan.
Nat marcó el número de su casa y luego tamborileó sobre la mesa mientras seguía pensando en Murray Goldblatz y qué podría querer. La voz de Su Ling interrumpió sus pensamientos.
– Siento no haber podido llamarte inmediatamente -dijo Nat-, pero Murray…
– Luke se ha escapado del colegio -le informó Su Ling-. Nadie le ha visto desde que anoche apagaron las luces.
– Tiene el presidente del comité nacional demócrata por la línea uno, al señor Gates por la línea dos y a su esposa por la línea tres.
– Atenderé primero al presidente del partido. Pídele a Jimmy que espere y dile a Annie que la llamaré cuanto antes.
– Dijo que era urgente.
– Dile que solo será cuestión de un par de minutos.
A Fletcher le hubiese gustado disponer de un poco más de tiempo para prepararse. Solo había hablado con el presidente del partido en un par de ocasiones: una en un pasillo cuando se celebraba la convención nacional y otra en un cóctel en Washington. Dudaba que el señor Brubaker recordara cualquiera de las dos. También estaba el problema de cómo dirigirse a él. ¿Señor Brubaker, Alan o señor a secas? Después de todo, lo habían elegido presidente mucho antes de que Fletcher se presentara a las elecciones para el Senado.
– Buenos días, Fletcher. Soy Al Brubaker.
– Buenos días, señor presidente, es un placer. ¿En qué puedo ayudarle?
– Quiero hablar contigo en privado, Fletcher, y me preguntaba si tú y tu esposa podríais venir a Washington para cenar con Jenny y conmigo una noche de estas.
– Estaremos encantados. ¿Qué día le va bien?
– ¿Qué te parece la noche del dieciocho? El viernes que viene.
Fletcher pasó rápidamente las páginas de su agenda. Tenía una reunión al mediodía, que no se podía saltar puesto que era segundo del líder, pero no había escrito nada para la noche.
– ¿A qué hora tendríamos que estar allí?
– ¿Te parece bien a las ocho? -preguntó Brubaker.
– Sí, perfecto, señor presidente.
– De acuerdo, entonces a las ocho del día dieciocho. Mi casa está en Georgetown, en el número tres mil treinta y ocho de la calle N.
Fletcher escribió la dirección en su agenda, en el espacio debajo de la reunión electoral.
– Será un placer visitarle, señor presidente.
– Lo mismo digo -manifestó Brubaker-. Una cosa, Fletcher, preferiría que no le mencionara esto a nadie.
Fletcher colgó el teléfono. Sería un poco justo, quizá incluso tendría que abandonar la reunión un poco antes de lo previsto. El teléfono sonó de nuevo.
– El señor Gates -le avisó Sally.
– Hola, Jimmy, ¿qué puedo hacer por ti? -le saludó Fletcher alegremente, dispuesto a comentarle la invitación a cenar con el presidente del partido.
– Mucho me temo que muy poco -respondió Jimmy-. Papá acaba de tener otro infarto y se lo han llevado al San Patricio. Estoy a punto de salir, pero me pareció prudente avisarte primero.
– ¿Qué tal está? -preguntó Fletcher en voz baja.
– Es difícil saberlo hasta que escuchemos el diagnóstico del médico. Mamá no se mostró muy coherente cuando me llamó, así que no te puedo decir gran cosa hasta que vaya al hospital.
– Annie y yo nos reuniremos contigo lo más rápido que podamos -dijo Fletcher.
Cortó la comunicación y luego marcó el número de su casa. Comunicaba. Colgó y comenzó a tamborilear sobre la mesa. Si seguía comunicando cuando lo volviera a intentar, cogería el coche para ir directamente a su casa, recoger a Annie y marchar juntos al hospital. Por un momento, Al Brubaker apareció en su mente. ¿Por qué quería mantener una reunión privada con él y prefería que no la mencionara a nadie más? Pero luego pensó de nuevo en Harry y marcó el número de su casa por segunda vez. Esta vez Annie atendió a la llamada.
– ¿Te has enterado? -le preguntó su esposa.
– Sí, acabo de hablar con Jimmy. Creo que iré directamente al hospital y nos vemos allí.
– No, no solo se trata de papá -dijo Annie-. Es Lucy. Ha sufrido una terrible caída cuando salió a cabalgar esta mañana. Perdió el conocimiento unos minutos y se ha roto una pierna. Está ingresada en la enfermería. No sé qué hacer.
– La culpa es toda mía -afirmó Nat-. Debido a la batalla con Fairchild’s por la compra, no he visto a Luke ni una sola vez en todo el trimestre.
– Yo tampoco -admitió Su Ling-. Pero íbamos a ir la semana que viene para ver la representación teatral.
– Lo sé -dijo su marido-. Interpreta a Romeo. ¿Crees que el problema puede ser Julieta?
– Es posible. Después de todo, tú conociste a tu primer amor en la obra de la escuela, ¿no es así? -preguntó Su Ling.
– Efectivamente y aquello acabó en un mar de lágrimas.
– No te culpes, Nat. Yo misma no he hecho otra cosa durante estas últimas semanas que preocuparme de mis alumnos, que están a punto de acabar la carrera; quizá tendría que haberle preguntado a Luke por qué se mostraba silencioso y retraído cuando nos vimos en las vacaciones.
– Siempre ha sido un poco solitario -opinó Nat-; los chiquillos muy estudiosos casi nunca tienen demasiados amigos.
– ¿Cómo puedes saberlo tú? -replicó Su Ling, que se tranquilizó un poco al ver sonreír a su marido-. Además, nuestras madres siempre han sido personas calladas y reflexivas -añadió mientras entraba con el coche en la autopista.
– ¿Cuánto crees que tardaremos en llegar allí? -quiso saber Nat con la mirada puesta en el reloj del salpicadero.
– Calculo que con el tráfico que hay, más o menos una hora. Yo diría que llegaremos alrededor de las tres -respondió Su Ling, que dejó de apretar el pedal del acelerador cuando el velocímetro se acercó a los noventa.
– Las tres, oh, maldita sea -exclamó Nat al recordar la cita de la tarde-. Tendré que llamar a Murray Goldblatz para avisarle de que no podré acudir a la cita.
– ¿El presidente de Fairchild’s?
– Nada menos. Me llamó para proponerme que nos viéramos a solas -le informó Nat mientras cogía el teléfono móvil. Buscó rápidamente el número del banco en la agenda.
– ¿Para hablar de qué? -preguntó Su Ling.
– Tiene que ser algo relacionado con la oferta pública de adquisición, pero por lo demás no tengo ni la más remota idea. -Nat marcó el número-. El señor Goldblatz, por favor.
– ¿De parte de quién? -preguntó la telefonista.
– Es una llamada personal -respondió Nat, después de un leve titubeo.
– Así y todo necesito saber quién es -insistió la voz.
– Tengo una cita con él a las tres.
– Le paso con su secretaria. -Nat esperó.
– Despacho del señor Goldblatz -dijo una voz femenina.
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