Tom asintió mientras Nat salía del despacho.
– Buenos días, señor Cartwright -dijo la secretaria de Nat al verlo entrar-. ¿Ha disfrutado de sus vacaciones?
– Sí. Muchas gracias, Linda -respondió Nat alegremente-. No sé muy bien quién disfruto más de la visita a Disneylandia, Luke o yo. -La muchacha sonrió-. ¿Algún tema urgente? -preguntó con el mismo tono.
– No lo creo. Los documentos finales para la absorción de Bennett llegaron el viernes pasado, así que a partir del uno de enero, dirigirá dos bancos.
O ninguno, pensó Nat, y añadió en voz alta:
– Necesito hablar con la señora Julia Kirkbridge, directora de…
– Kirkbridge y Compañía -le interrumpió Linda. Nat se quedó de una pieza-. Usted me pidió que averiguara los antecedentes de la empresa antes de marcharse de vacaciones.
– Ah, sí, por supuesto -manifestó Nat, mucho más tranquilo.
Estaba pensando lo que le diría a la señora Kirkbridge, cuando la secretaria lo llamó para decirle que la directora estaba al teléfono.
– Buenos días, señora Kirkbridge, me llamo Nat Cartwright, soy el director ejecutivo del banco Russell en Hartford, Connecticut. Tenemos una propuesta que podría ser interesante para su empresa y como hoy iré a Nueva York, confiaba en que quizá podría usted concederme una cita.
– ¿Puedo llamarle dentro de unos minutos, señor Cartwright? -contestó ella con un impecable acento británico.
– Por supuesto. Esperaré su llamada.
Se preguntó cuánto tiempo tardaría la señora Kirkbridge en verificar que él era el director ejecutivo del banco Russell. Era algo evidente, dado que ni siquiera le había preguntado cuál era su número de teléfono. Cuando el teléfono volvió a sonar, su secretaria le avisó:
– La señora Kirkbridge al aparato.
Nat consultó su reloj; había tardado siete minutos.
– Puedo recibirlo a las dos y media, señor Cartwright. ¿Le va bien?
– Me parece bien. -Colgó el teléfono y llamó a Linda-. Resérvame un pasaje en el tren de las once y media a Nueva York.
La siguiente llamada de Nat fue al banco Riggs en San Francisco, donde le confirmaron lo que ya se temía. Les habían dado instrucciones de transferir el dinero a un banco mexicano a los pocos minutos de haberlo recibido. A partir de allí, Nat sabía que el dinero continuaría su viaje hasta esfumarse del todo. Decidió que sería inútil llamar a la policía si no quería alertar a la comunidad bancaria de lo ocurrido. Sospechó que Julia, o como se llamara de verdad, también lo había previsto.
Se ocupó de atender los asuntos pendientes de su firma hasta la hora de marchar a la estación. Llegó a las oficinas de Kirkbridge en la calle Noventa y siete un par de minutos antes de la hora convenida. Iba a sentarse en la recepción cuando se abrió una puerta y apareció una mujer vestida con mucha elegancia.
– ¿El señor Cartwright?
– Sí.
– Soy Julia Kirkbridge. ¿Quiere pasar a mi despacho?
El mismo impecable acento británico. Nat no recordaba cuándo había sido la última vez que el director de una empresa se había presentado en la recepción en lugar de enviar a una secretaria, sobre todo en Nueva York.
– Admito que me intrigó su llamada -manifestó la señora Kirkbridge mientras le señalaba a Nat un cómodo sillón junto a la chimenea-. No es algo frecuente que un banquero de Connecticut venga a visitarme a Nueva York.
Nat sacó unos documentos de su maletín, mientras intentaba evaluar a la mujer que tenía delante. Sus prendas, como las de la impostora, estaban muy bien cortadas, pero eran de un estilo mucho más conservador, y aunque era delgada y rondaba los treinta y tantos, sus cabellos y ojos oscuros no se parecían en nada a la rubia de Minnesota.
– En realidad es algo muy sencillo -comenzó Nat-. El ayuntamiento de Hartford sacó a subasta un solar con los permisos para la construcción de un centro comercial. El banco compró el solar como inversión y ahora estamos buscando socios. Creemos que podrían estar interesados.
– ¿Por qué nosotros?
– Ustedes estuvieron entre las empresas que participaron en la subasta del solar donde se construyó el centro comercial Robinson, que, dicho sea de paso, resultó todo un éxito, y nos pareció que podrían estar interesados en este nuevo proyecto.
– Me sorprende un tanto que no se les ocurriera ponerse en contacto con nosotros antes de presentarse a la subasta -señaló la señora Kirkbridge-, porque si lo hubiesen hecho, entonces habrían visto que habíamos considerado las disposiciones demasiado restrictivas. -Nat apenas disimuló la sorpresa-. Después de todo -añadió la presidenta-, es nuestro trabajo.
– Sí, lo sé -admitió Nat, con la intención de ganar tiempo.
– ¿Puedo preguntarle por cuánto se subastó?
– Tres millones seiscientos mil dólares.
– Una cifra muy por encima de nuestras estimaciones -comentó la señora Kirkbridge y pasó una página del informe que tenía sobre la mesa.
Nat siempre se había considerado un buen jugador de póquer, pero no tenía manera de saber si la señora Kirkbridge se estaba echando un farol. Solo le quedaba una carta por jugar.
– Bien, lamento haberle hecho perder el tiempo -dijo, e hizo el gesto de levantarse.
– Quizá se equivoca -replicó la ejecutiva, sin moverse-, porque aún me interesa escuchar su propuesta.
– Buscamos un socio al cincuenta por ciento -explicó Nat, mientras se acomodaba de nuevo en el sillón.
– ¿Qué quiere decir exactamente con el cincuenta por ciento?
– Ustedes aportan un millón ochocientos mil, el banco financia el resto del proyecto y una vez amortizado, repartiremos los beneficios a partes iguales.
– ¿Sin comisiones bancarias y el préstamo con un interés preferencial?
– Creo que es un tema a considerar -respondió Nat.
– Si me deja todos los detalles, señor Cartwright, estudiaremos la oferta y le llamaremos. ¿De qué plazo dispongo para comunicarle la decisión?
– Estoy citado con otros dos posibles inversores que también se presentaron a la primera subasta, la del centro comercial Robinson.
Nat no consiguió deducir de su expresión si ella le creía o no.
– Hará cosa de media hora -comentó la señora Kirkbridge con una sonrisa-, recibí una llamada del jefe ejecutivo del ayuntamiento de Hartford, un tal señor Cooke. -Nat se estremeció-. No atendí la llamada porque me pareció prudente verle a usted primero. Sin embargo, me resulta difícil creer que este sea uno de los casos que analizan los alumnos de la Harvard Business School, señor Cartwright, así que quizá sea este el momento adecuado para explicarme el verdadero motivo de su visita.
Annie llevó a su marido hasta el ayuntamiento; era el primer momento en todo el día en que estaban solos.
– ¿Por qué no nos vamos sin más a casa? -preguntó Fletcher.
– Supongo que todos los candidatos sienten lo mismo antes del recuento.
– ¿Has caído en la cuenta, Annie, que no hemos comentado qué haré si pierdo las elecciones?
– Siempre he tenido claro que trabajarías en alguna otra firma de abogados. Dios sabe que no han dejado de llegarte ofertas. ¿No fueron los de Simpkins y Welland los que te llamaron porque necesitan un especialista en derecho penal?
– Sí, e incluso me ofrecieron hacerme socio, pero la verdad es que disfruto con la política. Me obsesiona más que a tu padre.
– Eso es imposible -replicó Annie-. Por cierto, me dijo que podemos utilizar su plaza de aparcamiento.
– Ni hablar -dijo Fletcher-. Solo el senador puede ocupar esa plaza. No, buscaremos donde aparcar en alguna de las calles laterales.
Fletcher se fijó en las personas que subían las escalinatas del ayuntamiento.
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