– Muchas gracias, señor -le respondió el señor Cooke al hombre con quien jugaba un partido de golf todas las semanas en el campo local.
Tom se moría de ganas de abrazar a Julia, pero se contuvo.
– Tengo que ir al banco para comunicarles que todo ha ido bien; luego nos iremos a casa.
– ¿Es necesario que vayas? -protestó Julia-. Después de todo, no ingresarán el cheque hasta el lunes por la mañana.
– Supongo que tienes razón -admitió Tom.
– Maldita sea -exclamó Julia, y se agachó para quitarse un zapato-. Se me ha roto el tacón con las prisas por subir las escalinatas.
– Lo siento, ha sido culpa mía. No tendría que haberte hecho correr desde el banco. Al final teníamos tiempo más que suficiente.
– No tendrá la menor importancia -comentó Julia, con una sonrisa-, si puedes ir a buscar el coche. Te esperaré en la acera.
– Sí, por supuesto.
Tom bajó rápidamente las escalinatas y cruzó la calle para ir al aparcamiento.
Minutos más tarde detuvo el coche delante del ayuntamiento, pero Julia había desaparecido de la vista. ¿Había vuelto a entrar? Esperó un poco más sin ningún resultado. Maldijo por lo bajo mientras se apeaba del coche mal aparcado y subía de nuevo las escalinatas. Descubrió a Julia en una de las cabinas de teléfono. La muchacha colgó en cuanto le vio aparecer.
– Estaba hablando con Nueva York para informarles del éxito de la operación, cariño. Llamarán a nuestro banco antes de la hora de cierre para que transfieran los tres millones cien mil dólares.
– Una excelente noticia -dijo Tom. Fueron hacia el coche-. ¿Cenamos en la ciudad?
– No, prefiero que vayamos a tu casa y cenemos en la más estricta intimidad -respondió Julia.
Tom no había acabado de aparcar el coche en el camino de entrada, cuando Julia ya se había quitado el abrigo; mientras se dirigían al dormitorio en la segunda planta, la joven fue dejando un rastro de prendas a su estela. Tom estaba en calzoncillos y Julia le quitaba los calcetines cuando sonó el teléfono.
– No atiendas -le pidió Julia mientras se ponía de rodillas y le bajaba los calzoncillos.
– No contesta -dijo Nat-. Seguramente habrá salido a cenar.
– ¿No puedes esperar a que regresemos el lunes? -preguntó Su Ling.
– Supongo que sí -admitió Nat a regañadientes-. Me hubiese gustado saber si Tom consiguió cerrar la operación de Cedar Wood, y si es así, a qué precio.
igualados, decía el titular del Washington Post la mañana de las elecciones, empate era la opinión del Hartford Courant. El primero se refería a la lucha entre Ford y Carter por la Casa Blanca; el segundo, a la batalla local entre Hunter y Davenport por un escaño en el Senado del estado. A Fletcher le molestaba que siempre pusieran el nombre de ella primero como si fuese un partido entre Harvard y Yale.
– Lo único que importa ahora -señaló Harry mientras presidía la última reunión de la campaña a las seis de la mañana- es llevar a nuestros partidarios a los colegios electorales.
Ya no era necesario discutir tácticas, políticas y comunicados de prensa. En cuanto se depositara el primer voto, todos los presentes tendrían que ocuparse de una nueva responsabilidad.
Un equipo de cuarenta personas se encargaría de la flota de vehículos, provistos con una lista de votantes que habían pedido que se los llevara hasta el colegio electoral más cercano: los ancianos, los enfermos, los perezosos e incluso aquellos que obtenían un placer perverso al verse llevados hasta las urnas por los voluntarios de un partido y votar por el otro.
Otro equipo, mucho más numeroso, lo formaban aquellos destinados a las baterías de teléfonos instalados en el cuartel general.
– Trabajarán en turnos de dos horas -explicó Harry-; dedicarán ese tiempo a llamar a nuestros partidarios para recordarles que hoy es día de elecciones y más tarde para confirmar que han ido a votar. A algunos habrá que llamarlos tres o cuatro veces antes de que cierren los colegios electorales a las ocho.
El siguiente grupo, al que Harry describió como los adorables aficionados, se encargaría de los locales donde se llevaría un control de los comicios en toda la circunscripción electoral. Llevarían una información actualizada al minuto de cómo iban las elecciones en sus distritos. Podían ser los responsables del seguimiento de grupos de apenas mil votantes o de otros que llegaban a los tres mil, según les correspondiera una zona urbana o rural.
– Son la espina dorsal del partido -le recordó Harry a Fletcher-. Desde el momento en que se deposita el primer voto, tendrán voluntarios en las puertas de los colegios electorales que irán marcando los nombres de los votantes que acuden. Cada media hora los mensajeros se encargarán de recoger las listas para llevarlas a los locales, donde tendrán el padrón electoral completo. Marcarán con una línea roja el nombre de los votantes republicanos, con una azul a los demócratas y amarilla para los que no han declarado el voto. Esto permitirá a los jefes de grupo saber en todo momento cómo se desarrollan las elecciones. Como muchos de los jefes han hecho ese mismo trabajo en varios comicios, podrán ofrecerte una comparación inmediata con las elecciones anteriores. Los detalles, una vez puestos en las pizarras, son transmitidos al cuartel general para evitar que los telefonistas vuelvan a llamar a los que ya han votado.
– Muy bien, todo está claro. ¿Qué se supone que debe hacer el candidato durante todo el día? -preguntó Fletcher, cuando Harry dio por acabada la reunión.
– Mantenerse apartado y no molestar. Por eso tienes tu propio programa. Visitarás los cuarenta y cuatro locales, porque todos esperan ver al candidato en algún momento del día. Jimmy, conocido como «el amigo del candidato», será tu chófer, porque desde luego no podemos permitir que ningún voluntario desperdicie su tiempo contigo.
Una vez acabada la reunión, todos se marcharon a la carrera para incorporarse a sus nuevas funciones. Entonces Jimmy le explicó a Fletcher lo que haría durante el resto del día; tenía mucha experiencia, porque ya había hecho lo mismo con su padre en los dos comicios anteriores.
– Primero las cosas a las que debes decir que no -dijo Jimmy cuando Fletcher se sentó en el asiento del acompañante-. Como visitaremos las cuarenta y cuatro casas que sirven de locales desde primera hora de la mañana hasta las ocho de la tarde cuando cierren los colegios electorales, todos te ofrecerán café; entre las once cuarenta y cinco y las dos y cuarto querrán que comas y a partir de las cinco y media te ofrecerán una copa. Siempre responderás con una cortés pero firme negativa a todas las invitaciones. Solo beberás agua en el coche y a las doce y media dispondremos de media hora para comer en el cuartel general, solo para que vean que ellos también tienen un candidato; no volverás a comer nada hasta que acabe la jornada electoral.
Fletcher creyó que se aburriría, pero en cada visita se encontraba con un nuevo grupo de personajes y nuevas cifras. Durante la primera hora, las hojas solo mostraban unos pocos nombres tachados y los jefes de grupo no tuvieron dificultades para explicarle la participación comparada con los comicios anteriores. Fletcher se sintió más animado al ver que antes de las diez de la mañana aparecían numerosas líneas azules, hasta que Jimmy le advirtió que entre las siete y las nueve los demócratas recibían más votos porque los trabajadores de la industria y de los turnos de noche votaban antes de empezar a trabajar o cuando salían del trabajo.
– Entre las diez y las cuatro, los republicanos se pondrán por delante -añadió Jimmy-, mientras que a partir de las cinco y hasta el cierre de los colegios es siempre la franja horaria en que los demócratas comienzan a recuperarse. Así que reza para que llueva entre las diez y las cinco y que luego haga buen tiempo.
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