A la mañana siguiente, la foto de los dos aparecía en la primera plana; el efecto era exactamente el que había esperado Harry: la imagen de un hombre de un metro ochenta y cinco que parecía un gigante junto a una mujer de metro sesenta y dos. «No se te ocurra sonreír, adopta una expresión seria -le dijo su suegro-. Necesitamos que se olviden de lo joven que eres.»
Fletcher leyó el epígrafe: «No hay nada entre ellos». El editorial decía que él no había estado nada mal en el debate, pero Barbara Hunter continuaba encabezando los sondeos con dos puntos de ventaja cuando solo quedaban nueve días de campaña.
– ¿Te importa si fumo?
– No, es Su Ling quien no aprueba el hábito.
– Creo que tampoco me aprueba a mí -afirmó Julia Kirkbridge. Encendió el cigarrillo.
– Debes recordar que la crió una madre muy conservadora -dijo Tom-. Incluso Nat no le pareció al principio un buen partido. Pero cambiará de opinión, especialmente cuando le diga…
– No lo digas -le pidió Julia-. Eso tiene que seguir siendo nuestro pequeño secreto. -Dio una larga calada y luego añadió-: Nat me cae bien. Formáis un buen equipo.
– Así es, pero estoy ansioso por concluir este negocio mientras él está de vacaciones, sobre todo después de su triunfo en la compra de nuestro rival más antiguo.
– Eso lo puedo entender -manifestó Julia-. ¿Cómo ves nuestras posibilidades?
– Todo apunta a que solo habrá dos o tres postores. Las restricciones impuestas en la convocatoria del ayuntamiento evitarán la presencia de aventureros.
– ¿Restricciones?
– El ayuntamiento exige que la subasta sea pública, y además que el monto total se debe pagar en el momento de la firma.
– ¿Por qué insisten en esa cláusula? -Julia se sentó en la cama-. Lo habitual es dar una paga y señal del diez por ciento y después hay un plazo de veintiocho días para pagar el resto.
– Sí, esa es la práctica habitual, pero este solar se ha convertido en un tema político candente. Barbara Hunter ha abogado para que no haya plazos, porque un par de ventas anteriores tuvieron que anularse después de descubrirse que el especulador no tenía fondos suficientes para completar el pago. No olvides que estamos a solo unos días de las elecciones y por tanto quieren asegurarse de que después no surja ningún problema.
– ¿Eso significa que debo depositar los tres millones en tu banco el próximo viernes? -le preguntó Julia.
– No, si tenemos el solar como garantía, el banco te facilitará un préstamo a corto plazo.
– ¿Qué pasará si me echo atrás?
– A nosotros no nos afecta -respondió Tom-. Venderíamos el solar al segundo postor y nos quedaríamos con tus quinientos mil para cubrir cualquier pérdida.
– Bancos -exclamó Julia, que apagó la colilla y se deslizó entre las sábanas-. Nunca pierden.
– Quiero que me hagas un favor -dijo Su Ling cuando el avión comenzó su descenso en el aeropuerto de Los Ángeles.
– Sí, Pequeña Flor, soy todo oídos.
– A ver si puedes pasar toda la semana sin llamar al banco. No olvides que este es el primer gran viaje de Luke.
– También el mío -replicó Nat y abrazó a su hijo-. Siempre he querido visitar Disneylandia.
– No te burles. Hemos hecho un trato, espero que lo mantengas.
– Me gustaría no perder de vista el acuerdo que Tom intenta cerrar con la empresa de Julia.
– ¿No crees que a Tom quizá le gustaría saborear un triunfo exclusivamente suyo, sin necesitar la aprobación del gran Nat Cartwright? Fuiste tú, después de todo, quien decidió confiar en ella.
– He captado el mensaje -respondió Nat, mientras Luke se abrazaba a él cuando el avión se posó en la pista-. ¿Te importa si lo llamo el viernes por la tarde solo para saber si nuestra oferta en el proyecto de Cedar Wood fue aceptada?
– No, no me importa, siempre que esperes hasta el viernes por la tarde.
– Papá, ¿viajaremos en una nave espacial?
– Pues claro. ¿Para qué si no hemos venido a Los Ángeles?
Tom recibió a Julia cuando bajó del tren de Nueva York y la llevó inmediatamente al ayuntamiento. Entraron en el momento en que los empleados de la limpieza acababan de limpiar la sala donde se había celebrado el debate la noche anterior. Tom había leído en el Hartford Courant que más de un millar de personas habían asistido al acto y el editorial dejaba entrever que no había mucho que escoger entre los dos candidatos. Él siempre había votado a los republicanos, pero le pareció que Fletcher Davenport era un tipo que se merecía una oportunidad. La voz de Julia le sacó de sus pensamientos.
– ¿Por qué llegamos tan temprano?
– Quiero familiarizarme con la disposición de la sala -le explicó Tom-, así cuando comience la subasta, no nos pillarán por sorpresa. No te olvides de que todo este asunto se puede acabar en cuestión de minutos.
– ¿Dónde te parece que debemos sentarnos?
– De la mitad hacia atrás en el lado derecho. Ya le he comunicado al subastador la señal que haré cuando puje.
Tom miró hacia el estrado, donde el subastador, que ya había ocupado su lugar en la tribuna, hacía pruebas con el micrófono, y miraba de paso al escaso público, para comprobar que todo estuviese en orden.
– ¿Quiénes son estas personas? -quiso saber Julia.
– Funcionarios del ayuntamiento, incluido el jefe ejecutivo, el señor Cooke, los empleados de la casa de subastas y algún curioso que no tiene nada mejor que hacer un viernes por la tarde. Por lo que veo, solo hay tres postores aparte de nosotros. -Tom consultó su reloj-. Creo que es hora de sentarnos.
Julia y Tom se sentaron al final de una fila en el lado derecho entre el medio y el fondo de la sala. Tom cogió el folleto de la subasta que estaba en uno de los asientos y cuando Julia le rozó la mano, se preguntó cuántas personas serían capaces de darse cuenta de que eran amantes. Abrió el folleto y miró el dibujo de uno de los posibles diseños del nuevo centro comercial. Aún estaba leyendo la letra pequeña cuando el subastador anunció que se abría la puja.
– Damas y caballeros, solo hay una cosa que subastar esta tarde y se trata de un magnífico solar en la parte norte de la ciudad conocido como Cedar Wood. El ayuntamiento ofrece esta propiedad con todos los permisos concedidos para la construcción de un centro comercial. Las condiciones de pago y demás requerimientos están detallados en el folleto que encontrarán en sus asientos. Debo insistir en que si no se cumple con algunos de los requisitos, el ayuntamiento está en su derecho de anular la subasta. -Guardó silencio unos instantes para que el público tuviese tiempo de comprender sus palabras-. Tengo una oferta inicial de dos millones -declaró e inmediatamente miró a Tom.
Aunque Tom no dijo nada ni tampoco hizo señal alguna, el subastador anunció:
– Tengo una nueva oferta por dos millones doscientos cincuenta mil. -El subastador miró a un lado y otro de la sala, a pesar de saber perfectamente dónde estaban sentados los postores. Su mirada se fijó en un muy conocido abogado local en la segunda fila, que levantó el folleto-. El caballero ofrece dos millones y medio. -Miró de nuevo a Tom, que ni siquiera pestañeó-. Dos millones setecientos cincuenta mil. -Otra vez se volvió hacia el abogado, que esperó unos momentos antes de levantar el folleto-. Tres millones -anunció el subastador y sin perder un segundo miró a Tom antes de añadir-: Tres millones doscientos cincuenta mil. -Entonces el abogado pareció titubear.
Julia le apretó la mano a Tom con mucha discreción.
– Creo que ya lo tenemos.
– ¿Tres millones quinientos mil? -preguntó el subastador, atento a la reacción del abogado.
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