– Ahora le pediré al señor Fletcher que haga su exposición.
Fletcher se dirigió sin prisas a la tribuna en su lado del estrado; tenía la sensación de ser un hombre a punto de subir los peldaños del patíbulo. Le tranquilizó un poco el sonoro apoyo de su público. Colocó las cinco páginas a doble espacio y letra grande en el atril de la tribuna y miró por un segundo la frase inicial, aunque en realidad lo habían repasado tantas veces que prácticamente podía repetirlo con los ojos cerrados. Miró a la audiencia y sonrió, a sabiendas de que el moderador no pondría el cronómetro en marcha hasta que dijera la primera palabra.
– Creo que he cometido un gran error en mi vida -comenzó-. No nací en Hartford. -Las risas le ayudaron-. Pero conseguí solucionarlo. Me enamoré de una chica de Hartford cuando solo tenía catorce años.
Nuevas risas y aplausos siguieron a estas palabras. Fletcher se relajó por primera vez y pronunció el resto de su exposición con un aplomo que esperaba que desmintiera su juventud. Cuando sonó la campanita de los cinco minutos, ya estaba a punto de decir su última frase. La completó veinte segundos antes de acabar el tiempo y no fue necesario que sonara la campana. El aplauso que recibió fue mucho más grande que el recibido cuando se acercó a la tribuna, pero la exposición no era más que el final del primer asalto.
Miró a Harry y a Jimmy, sentados en la segunda fila. Sus sonrisas le dijeron que había superado la escaramuza inicial.
– Ha llegado el momento del turno de preguntas -anunció el moderador-, que durará cuarenta minutos. Se ruega a los candidatos que sean concisos en sus respuestas. Comenzaré con Charles Lockhart del Hartford Courant.
– ¿Alguno de los dos candidatos cree que se debe reformar el sistema de concesión de las becas de estudios? -preguntó el editor del periódico local.
Fletcher estaba bien preparado para esta pregunta, porque se había planteado invariablemente en todos los mítines locales y era un tema que se repetía en los editoriales del periódico. Se le invitó a responder dado que la señora Hunter había hablado primero.
– No debe haber ningún tipo de discriminación que haga más difícil a cualquiera acceder a los estudios superiores. No es suficiente con creer en la igualdad, debemos insistir también en la igualdad de oportunidades.
Esta afirmación fue recibida con una cerrada salva de aplausos y Fletcher le sonrió al público.
– Unas palabras muy bonitas -replicó la señora Hunter, que no vaciló en interrumpir los aplausos-, pero que necesitan ser respaldadas con los hechos. He participado en muchas juntas escolares así que no necesito que me enseñe nada referente a la discriminación, señor Davenport, y si tengo la fortuna de ser elegida senadora, respaldaré todas las leyes que defiendan los derechos de todos los hombres -hizo una pausa- y las mujeres a la igualdad de oportunidades. -Se apartó un poco de la tribuna mientras sus partidarios la aclamaban. Miró a Fletcher-. Quizá sea algo que alguien que ha tenido el privilegio de estudiar en Hotchkiss y Yale no acabe de comprender del todo.
Maldita sea, pensó Fletcher, me he olvidado de decir que Annie está en una junta escolar y que hemos inscrito a Lucy en una escuela pública local. Nunca se le había olvidado en las reuniones preparatorias, donde no eran más de doce.
Siguieron las habituales preguntas sobre los impuestos, la atención sanitaria, el transporte público y la seguridad ciudadana. Fletcher se recuperó de la andanada inicial y tuvo la sensación de que la cosa acabaría en un empate hasta que el moderador dio paso a la última pregunta.
– ¿Los candidatos se consideran independientes, o bien sus políticas estarán marcadas por la maquinaria del partido y sus votos en el Senado dependerán de las opiniones de políticos retirados?
La pregunta la formuló Jill Bernard, la conductora de un programa de entrevistas que se emitía los fines de semana por la emisora de radio local y en el que Barbara Hunter era una de las tertulianas un día sí y otro también.
– Todos los presentes en esta sala saben que tuve que luchar a brazo partido para conseguir la nominación de mi partido; a diferencia de otros, no me la sirvieron en bandeja -respondió la señora Hunter en el acto-. La verdad es que he tenido que luchar por todo a lo largo de mi vida, dado que mis padres no se podían permitir ningún tipo de lujos. Quiero recordarles que nunca he vacilado en defender mis opiniones cada vez que he creído que mi partido se equivocaba. No me ha hecho muy popular, pero nunca nadie ha dudado de mi independencia. Si me eligen para el Senado, no estaré todo el día pegada al teléfono para que me aconsejen qué debo votar. Tomaré mis decisiones y las mantendré.
Sus palabras fueron acogidas con aplausos y gritos de entusiasmo.
Fletcher volvió a sentir un nudo en el estómago; las manos le sudaban y le temblaban las piernas mientras intentaba poner en orden sus pensamientos. Miró a la audiencia y comprobó que todos le miraban, expectantes.
– Nací en Farmington, solo a unos pocos kilómetros de esta sala. Mis padres llevan toda la vida colaborando con la comunidad de Hartford a través de su trabajo profesional y voluntario, sobre todo en el hospital de San Patricio. -Miró a sus padres, que estaban sentados en la quinta fila. Su padre mantenía la cabeza bien alta, su madre la tenía inclinada-. Mi madre forma parte de tantos comités de entidades benéficas que a veces creo que soy huérfano, pero ambos han venido aquí esta noche para darme su apoyo. Sí, fui a Hotchkiss, y la señora Hunter tiene razón. Fue un privilegio. Sí, fui a Yale, una de las grandes universidades de Connecticut. Sí, me eligieron representante del claustro de estudiantes, y también fui el editor de Law Review, todo ello ayudó a que me contrataran en una de las firmas de abogados más prestigiosas de Nueva York. No voy a disculparme por no haberme conformado nunca con ser el segundo en todo lo que hago. Tampoco me importó en absoluto, sino que lo hice encantado, renunciar a todo eso para regresar a Hartford y poner mi grano de arena en pro de la comunidad donde me crié. Por cierto, con el sueldo que ofrece el estado no creo que me pueda permitir muchos lujos. -Los partidarios de Fletcher aplaudieron. Él esperó a que cesaran y luego añadió con un susurro-: No pretendamos no saber cuál es el fondo de la pregunta: ¿estaré siempre pegado al teléfono pendiente de lo que diga mi suegro, el senador Harry Gates? Eso espero. Estoy casado con su única hija. -Se escuchó un coro de carcajadas-. Pero permítame recordarle algo que usted ya sabe referente a Harry Gates. Ha servido a este distrito durante veintiocho años y siempre lo ha hecho con honor e integridad, en momentos en que esas dos palabras parecían haber perdido todo valor. Sinceramente -Fletcher se volvió para mirar a su oponente-, ninguno de nosotros dos es digno de ocupar su lugar. Pero si resulto elegido, puede estar segura de que me aprovecharé de su sabiduría, su experiencia y su visión de futuro; solo un egocéntrico no lo haría. Pero hay una cosa que quiero dejar bien clara. -Fletcher volvió a mirar al público-. Yo seré la persona que los representará en el Senado.
Fletcher agradeció los aplausos y gritos de apoyo de la mitad de la concurrencia. La señora Hunter había cometido el error de atacarlo en un tema para el que no necesitaba ninguna preparación. La candidata intentó reparar la equivocación en su alegato final, pero el golpe se había hecho sentir.
En cuanto el moderador anunció el final del debate y agradeció la presencia de los candidatos, Fletcher hizo algo que Harry le había recomendado durante la comida del último domingo. Se acercó a su oponente, le estrechó la mano y esperó a que el fotógrafo del Courant tomara la imagen del momento.
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