Jeffrey Archer - Juego Del Destino

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Jeffrey Archer, con su habitual maestría narrativa, presenta en su última novela una apasionante historia marcada por un insólito cruce de destinos: dos hermanos gemelos separados al nacer y que desconocían la existencia del otro, se reencuentran treinta años más tarda como rivales políticos. Ambos pertenecen a familias de distinta extracción social y credo ideológico, pero el azar propiciará que sea Fletcher quien defienda a su hermano Nat, acusaso del asesinato de su rival en las elecciones a gobernador. Cuando Fletcher sufra un accidente y sea necesario conseguir sangre de un grupo muy extraño se desvelará el parentesco. Una trama perfectamente urdida en torno a las sorpresas que puede deparar el destino, al podeer político, al juego sucio, a la pérdida y al reencuetro, que ha hecho las delicias de miles de lectores en Inglaterra y Estados Unidos.

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– Sí, por supuesto -dijo Su Ling, y se levantó.

Tom la imitó en el acto y acompañó a Julia al vestíbulo, donde la ayudó a ponerse el abrigo. Le dio un beso en la mejilla a Su Ling y la felicitó por la cena.

– Lamento que Julia tenga que regresar inmediatamente a Nueva York. La próxima vez cenaremos en mi casa.

Nat miró a Su Ling y le sonrió, pero su esposa no le respondió. Se echó a reír en cuanto cerró la puerta.

– Vaya mujer -comentó cuando se reunió con Su Ling en la cocina, al tiempo que cogía un paño para secar la vajilla.

– Es una farsante -afirmó Su Ling.

– ¿A qué te refieres? -le preguntó Nat.

– A que es una farsante de cuidado. Su acento es falso, sus prendas son falsas y su historia es una mentira de principio a fin. No se te ocurra tener tratos con ella.

– ¿Qué puede ir mal si deposita medio millón de dólares en el banco?

– Estoy dispuesta a apostar mi sueldo de un mes a que ese medio millón no aparecerá jamás.

Aunque aquella noche Su Ling no volvió a sacar el tema, lo primero que hizo Nat a la mañana siguiente cuando llegó a su despacho fue pedirle a su secretaria que averiguara todos los detalles financieros que pudiera encontrar de Kirkbridge y Compañía en Nueva York. La secretaria apareció al cabo de una hora con una copia del informe anual y los últimos resultados financieros de la empresa. Nat leyó atentamente el informe y se fijó en el balance final. El año anterior habían tenido un beneficio de poco más de un millón de dólares y todos los números cuadraban con los citados por Julia durante la cena. Luego buscó los nombres de la junta. La señora Julia Kirkbridge aparecía después del presidente y el director ejecutivo. Sin embargo, debido a la desconfianza de Su Ling, decidió investigar un poco más. Marcó directamente el número de la oficina de la empresa en Nueva York, sin pasar la llamada por su secretaria.

– Kirkbridge y Compañía, ¿en qué puedo ayudarle? -dijo una voz.

– Buenos días, ¿podría hablar con la señora Kirkbridge?

– En estos momentos, señor, está reunida. -Nat consultó su reloj y sonrió; marcaba las diez y veinticinco-. Si quiere dejarme su número de teléfono, le diré que le llame en cuanto esté disponible.

– No será necesario, muchas gracias -respondió Nat.

Acababa de colgar el teléfono cuando este sonó.

– Soy Jeb, de la sección de cuentas corrientes, señor Cartwright. Supongo que le interesará saber que acabamos de recibir una transferencia del Chase por la suma de quinientos mil dólares para la cuenta de la señora Julia Kirkbridge.

Nat no pudo resistir la tentación de llamar a Su Ling para comunicarle la noticia.

– Sigue siendo una farsante -insistió su esposa.

31

– ¿Cara o cruz? -preguntó el moderador.

– Cruz -respondió Barbara Hunter.

– Cruz -dijo el moderador. Miró a la señora Hunter y asintió.

Fletcher no podía quejarse, porque él hubiese pedido cara -siempre lo hacía-, así que solo se preguntó qué decisión tomaría su oponente. ¿Hablaría ella primero aunque eso significara que Fletcher cerraría el debate? Sí, por otro lado…

– Hablaré primero -manifestó la candidata.

Fletcher reprimió la sonrisa. Tirar la moneda había sido algo irrelevante; de haber ganado él, hubiese escogido ser el segundo.

El moderador ocupó su lugar detrás de la mesa en el centro del estrado. La señora Hunter se sentó a su derecha y Fletcher a la izquierda, como una manifestación de la ideología de ambos partidos. Seleccionar dónde se sentaría cada uno había sido el menor de los problemas. Durante los últimos diez días habían discutido hasta el agotamiento dónde se celebraría el debate, la hora de su inicio, quién sería el moderador e incluso la altura de las tribunas desde las que hablarían, dado que Barbara Hunter medía un metro sesenta y dos de estatura y Fletcher un metro ochenta y cinco. Al final, acordaron que habría dos tribunas de diferentes alturas, una a cada lado del estrado.

El moderador aceptado por ambas partes era el jefe del departamento de periodismo de la facultad de la Universidad de Connecticut en Hertford.

– Buenas noches, damas y caballeros. Me llamo Frank McKenzie y seré el moderador del debate de esta noche. Según los términos acordados, la señora Hunter hablará primero durante seis minutos y luego lo hará el señor Davenport. Advierto a los candidatos que haré repicar esta campana -cogió una campanita que tenía sobre la mesa y la hizo sonar con firmeza, cosa que provocó algunas risas entre el público y ayudó a descargar la tensión- a los cinco minutos como aviso de que les quedan sesenta segundos. Luego la haré sonar de nuevo a los seis minutos, momento en que dirán la última frase. Después de las exposiciones iniciales, ambos candidatos responderán a las preguntas del panel de invitados durante cuarenta minutos. Por último, la señora Hunter y a continuación el señor Davenport dispondrán de tres minutos cada uno para exponer sus conclusiones. Señora Hunter, puede comenzar.

Barbara Hunter se levantó y caminó lentamente hasta su tribuna en el lado derecho del escenario. Había calculado que como el noventa por ciento de la audiencia estaría siguiendo el debate por televisión, su mensaje alcanzaría a mayor número de votantes si hablaba primero, sobre todo teniendo en cuenta que a partir de las ocho y media comenzaría la transmisión de un partido de las series mundiales de béisbol, momento en el cual la mayoría de los espectadores cambiarían de canal inmediatamente. Como ambos habrían acabado las exposiciones iniciales antes de esa hora, Fletcher consideraba que no era un factor importante. También le interesaba hablar en segundo término porque así podría referirse a algunos de los temas tocados por la señora Hunter en su exposición; además, si al final del programa él tenía la última palabra, bien podría ser lo único que recordarían los espectadores.

Fletcher escuchó atentamente la muy bien ensayada exposición de la señora Hunter, que se sujetaba con firmeza a los bordes de la tribuna.

– Nací en Hartford, me casé con un hombre de Hartford, mis hijos nacieron en el hospital de San Patricio y todos ellos continúan viviendo en la capital del estado, así que me siento absolutamente capacitada para representar a los ciudadanos de esta gran ciudad.

Se escuchó en la sala la primera salva de aplausos. Fletcher miró al público; los que aplaudían eran más o menos la mitad, mientras que los demás permanecían en silencio.

Entre las responsabilidades de Jimmy en este acto figuraba el reparto de las butacas. Se había pactado que cada partido recibiría trescientas localidades y cuatrocientas quedarían a disposición del público general. Jimmy y un pequeño grupo de ayudantes habían dedicado horas a convencer a sus partidarios para que solicitaran las cuatrocientas restantes, pero a sabiendas de que los republicanos estarían realizando la misma maniobra y que las localidades acabarían repartidas por partes iguales. Fletcher se preguntó cuántas personas que no pertenecían a ninguno de los bandos estarían presentes.

– No te preocupes por el público en la sala -le dijo Harry-. El público real es el que te estará viendo por la televisión y ese es al que debes convencer. Mira a la cámara y procura parecer sincero -añadió con una sonrisa.

Fletcher tomó algunas notas mientras la señora Hunter explicaba en términos generales su programa y aunque las propuestas eran sensatas y meritorias, tenía una manera de exponerlas que invitaba a la distracción de los espectadores. Cuando el moderador hizo sonar la campanita de los cinco minutos, la señora Hunter solo había llegado a la mitad de su discurso e incluso hizo una pausa mientras pasaba un par de páginas. Al joven le sorprendió comprobar que alguien con tanta experiencia en campañas electorales no hubiese calculado que los aplausos le harían perder unos segundos del tiempo disponible. El discurso de apertura de Fletcher duraba poco más de cinco minutos. «Mejor acabar unos segundos antes que correr al final», le había advertido Harry una y otra vez. La exposición de la señora Hunter se prolongó unos segundos más del segundo toque de campana y dio la impresión de que la hubiesen dejado con la palabra en la boca. Así y todo, recibió una entusiasta ovación de la mitad del público mientras la otra le aplaudía cortésmente.

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