Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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– ¿Cómo te llamas, cielo?

– Josie…

La chica se agitaba, intentando incorporarse. Patrick se colocó estratégicamente entre ella y el cuerpo del otro chico. La conmoción ya había sido bastante grande, no había motivo para que fuera mayor. Ella se llevó la mano a la frente y, al notársela manchada de sangre, se asustó.

– ¿Qué ha…pasado?

Patrick debería haber esperado a que llegara la asistencia médica a recogerla. Debería haber pedido ayuda por radio. Pero todos los debería parecían carecer ya de sentido, de modo que alzó a Josie en brazos, se la llevó fuera de aquel vestuario en el que había estado a punto de ser asesinada, bajó corriendo la escalera y salió de estampida por la puerta principal del instituto.

DIECISIETE AÑOS ANTES

Lacy tenía a catorce personas delante de ella, contando con que cada una de las siete mujeres que asistían a la clase prenatal estuviese embarazada de un solo bebé. Algunas se habían presentado provistas de bloc y bolígrafo, y se habían pasado la hora y media precedente anotando las dosis recomendadas de ácido fólico, nombres de teratógenos y dietas aconsejadas para futuras mamás. Dos habían palidecido en medio de una charla acerca de un parto normal y se habían levantado corriendo hacia el baño, con náuseas matinales, algo que no se limitaba en absoluto a la mañana, por lo que llamarlas así era como llamar fruta de estación a una que pudiera encontrarse durante todo el año.

Estaba cansada. Sólo hacía una semana que había vuelto al trabajo después de su permiso de maternidad, y no parecía muy justo que, si ya no tenía que levantarse durante la noche por su propio bebé, tuviera que hacerlo para asistir al parto de otra. Le dolían los pechos, incomodidad que le recordaba que tenía que ir a sacarse leche una vez más para que la niñera pudiera dársela a Peter al día siguiente.

Pero le gustaba demasiado su trabajo como para renunciar a él por completo. Había obtenido nota suficiente como para ingresar en la facultad de medicina, y había considerado la posibilidad de estudiar obstetricia y ginecología, hasta que comprendió que estaba profundamente incapacitada para sentarse junto al lecho de alguien y no sentir su dolor. Los médicos levantan entre ellos y sus pacientes una pared que las enfermeras echan abajo. Optó por un programa de estudios que le permitiría obtener un certificado de enfermera-partera, y prestar así atención a la salud emocional de la futura madre, además de a su sintomatología. Tal vez algunos de los médicos del hospital la consideraran blanda, pero Lacy creía de verdad que cuando le preguntas a una paciente: «¿Cómo te sientes?», lo que está mal no es ni de lejos tan importante como lo que está bien.

Les mostró el modelo en plástico de un feto y levantó en alto un manual de gran éxito comercial.

– ¿Cuántas de ustedes habían visto antes este libro?

Se alzaron siete manos.

– Muy bien. No lo compren. No lo lean. Si lo tienen en casa, tírenlo. Este libro las convencerá de que van a morir desangradas, de que tendrán ataques, de que van a caer muertas de repente o de cualquiera otra de los cientos de cosas que no suceden en un embarazo normal. Créanme, los límites de la normalidad son mucho más amplios de lo que los autores están dispuestos a contar.

Miró hacia el fondo, donde había una mujer que se ponía la mano en el costado. «¿Calambres?-pensó Lacy-. ¿Embarazo ectópico?».

La mujer llevaba un conjunto negro, y el pelo recogido en forma de pulcra y larga cola de caballo. Lacy vio cómo se tocaba el costado de nuevo, pero esta vez sacó un beeper que llevaba colgado de la cintura. Se puso de pie.

– Yo…ejem, lo siento, tengo que irme.

– ¿No puede esperar unos minutos?-preguntó Lacy-. Ahora mismo vamos a hacer una visita al pabellón de maternidad.

La mujer le entregó el formulario que le habían hecho rellenar para la visita.

– Tengo un asunto más urgente que atender-dijo, y se marchó a toda prisa.

– Bien-dijo Lacy-. Puede que sea buen momento para hacer un descanso, por si alguien quiere ir al baño.

Mientras las seis mujeres que quedaban salían en fila de la sala, miró el formulario que tenía en la mano. «Alexandra Cormier», leyó. Y pensó: «A ésta voy a tener que vigilarla».

La última vez que Alex había defendido a Loomis Bronchetti, éste había entrado con allanamiento en tres casas, en las que había robado diversos equipos electrónicos, que luego había tratado de vender en las calles de Enfield, New Hampshire. Aunque Loomis era lo bastante listo como para idear un tipo de plan como aquél, no había tenido en cuenta que, en una ciudad tan pequeña como Enfield, tratar de colocar unos equipos estéreo tan buenos era como hacer ondear una bandera roja de alarma.

Al parecer, la noche pasada Loomis había ampliado su currículum, cuando, junto con otros dos compinches, había decidido saldar cuentas con un traficante que no les había proporcionado suficiente marihuana. Se emborracharon, le ataron al tipo las manos a la espalda y luego se las ligaron a los pies y lo metieron en el maletero del coche. Loomis le dio un porrazo en la cabeza con un bate de béisbol. Le partió el cráneo, dejándolo presa de convulsiones. Cuando el desgraciado empezaba a ahogarse en su propia sangre, Loomis lo movió para que pudiera respirar.

– No puedo creer que me acusen de agresión-le dijo Loomis a Alex a través de los barrotes de la celda-. Yo le salvé la vida.

– Bueno-dijo Alex-, eso podría habernos servido de ayuda…siempre que no hubieras sido tú el que le había provocado la hemorragia.

– Tiene que conseguir que me caiga menos de un año. No quiero que me envíen a la prisión de Concord…

– Podrían haberte acusado de intento de asesinato, ¿sabes?

Loomis frunció el entrecejo.

– La policia tendría que agradecerme que haya sacado de la circulación a un mugroso como ése.

Alex sabía que lo mismo podía decirse de Loomis Bronchetti si lo declaraban culpable y lo mandaban a la prisión del Estado. Pero su trabajo no consistía en juzgar a Loomis, sino en defenderle con todo su afán, a despecho de sus opiniones personales acerca de él. Su trabajo consistía en presentar una cara de Loomis, sabiendo que tenía otra oculta; en no dejar que sus sentimientos se interpusieran a la hora de poner en juego su capacidad para lograr la declaración de no culpabilidad para Loomis Bronchetti.

– A ver qué puedo hacer-dijo.

Lacy entendía que todos los niños eran diferentes, unas criaturas diminutas cada cual con sus hábitos y rarezas, con sus deseos y aversiones. Pero aun sin ser consciente de ello, había esperado que aquella segunda incursión suya en el terreno de la maternidad diera como fruto un retoño como su primer hijo, Joey, un niño de rizos dorados que hacía volverse a los transeúntes, y ante el cual las otras mujeres se detenían para decirle la preciosidad que llevaba en el cochecito. Peter era igual de guapo, pero no cabía duda de que era más difícil. Lloraba, tenía cólicos y había que tranquilizarlo colocando su capazo encima de la secadora, para que notara las vibraciones. A lo mejor estaba mamando, y de golpe se arqueaba y se apartaba de ella.

Eran las dos de la mañana, y Lacy acababa de dejar a Peter de nuevo en la cuna, intentando que volviera a dormirse. A diferencia de Joey, que caía redondo como un gigante que se despeñara desde un precipicio, con Peter había que negociar duramente todas y cada una de las fases. Lacy le daba palmaditas en la espalda y le frotaba entre los diminutos omoplatos formando pequeños círculos, mientras él hipaba y se quejaba. Al final, a ella también le entraban ganas de hacer lo mismo. Llevaba dos horas con el bebé en brazos, mirando el mismo comercial sobre cuchillos Ginsu, y había contado las rayas del elefantiásico brazo del sofá hasta volvérsele borrosas. Estaba tan cansada que le dolía todo.

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