Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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Justo en ese momento, volvió la luz. En el piso de abajo, el microondas emitió un pitido al conectarse; la luz del cuarto de baño lanzó un resplandor amarillo hacia el pasillo.

– Supongo que es mejor que vuelva a mi cama-dijo Josie.

– Oh. Como quieras-repuso Alex, cuando lo que quería decir era que, si quería, podía quedarse donde estaba.

Mientras Josie se alejaba sin hacer ruido por el pasillo, Alex buscó a tientas el despertador para volver a programar la alarma. El diodo luminoso parpadeaba nervioso: 12:00 12:00 12:00, como un recordatorio que avisara a Cenicienta de que los finales felices sólo existen en los cuentos de hadas.

Para sorpresa de Peter, el gorila que estaba en la puerta del Front Runner ni siquiera miró su carnet de identidad falsificado, así que, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de que de verdad, por fin, estaba allí, se vio empujado dentro.

Una nube de humo lo envolvió, y hubo de pasar un minuto hasta que se acostumbró a la tenue luz del local. La música llenaba los espacios vacíos entre las personas, música tecno de discoteca, tan fuerte que Peter la notaba retumbar en los tímpanos. Dos mujeres muy altas flanqueaban la puerta de entrada por dentro, controlando con la mirada a los que entraban. Peter tuvo que mirarlas dos veces para darse cuenta de que a una de ellas se le apreciaba sombra de barba en el rostro. A uno de ellos, porque el otro tenía más aspecto de chica que la mayoría de las chicas que conocía; aunque, por supuesto, Peter nunca había visto a un travesti tan de cerca. A lo mejor eran muy perfeccionistas.

Los hombres estaban en grupos de dos o tres, salvo los solitarios, que, desde un balcón, observaban como halcones la pista de baile. Había tipos que llevaban chaparreras de cuero sin ropa interior debajo; otros hombres se besaban por los rincones, o bien se pasaban porros. Los espejos que recubrían las paredes hacían que el club pareciera mucho mayor, y sus cubículos interminables.

No había sido muy difícil conocer la existencia del Front Runner, gracias a los chats de Internet. Como Peter aún estaba sacándose el carnet de conducir, había tenido que tomar un autobús hasta Manchester y luego un taxi hasta la puerta del local. Aún no estaba muy seguro de por qué estaba allí, en su mente era algo así como un experimento antropológico. Ver si encajaba en aquella sociedad más que en la suya.

No es que tuviera ganas de que pasara algo con un tipo…aún no, en cualquier caso. Sólo quería saber cuál era la sensación de encontrarse rodeado de un montón de gays, que no tenían el menor problema en reconocerlo. Quería saber si ellos eran capaces de mirarle y saber al instante si Peter «entendía».

Se detuvo delante de una pareja que se encaminaba hacia un rincón oscuro. Ver a un hombre besando a otro hombre era raro en la vida real. Por supuesto, había programas de televisión en los que podían verse besos entre gays; eran programas que solían generar la suficiente polémica como para llegar a la prensa, de modo que Peter sabía cuándo iban a emitirlos. A veces los había visto, para saber si sentía algo al verlos. Pero los que salían en la tele actuaban, como en todo show programado…algo muy diferente al espectáculo que se ofrecía a sus ojos en aquellos momentos. Quería ver si el corazón empezaba a latirle con un poquitín más de fuerza, si todo aquello le decía algo.

Sin embargo no sintió una emoción particular. Curiosidad desde luego: ¿te picaba la barba si te besabas con un barbudo? Repulsión, no especialmente. Pero Peter tampoco hubiera podido asegurar que aquello fuera algo que deseara probar.

Los dos tipos se separaron, y uno de ellos entornó los ojos.

– Esto no es ningún peep show -dijo, apartando a Peter de un empujón.

Peter trastabilló, yendo a chocar contra alguien que estaba sentado a la barra.

– ¡Eh, quieto!-dijo el tipo, al que se le iluminaron los ojos de repente-. Pero ¿qué tenemos aquí?

– Perdón…

– Perdonado.-Tenía poco más de veinte años, el pelo casi al rape, de un amarillo casi blanco, y manchas de nicotina en los dedos-. ¿Es la primera vez que vienes aquí?

Peter se volvió hacia él.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por tus ojos de cervatillo deslumbrado.-Apagó el cigarrillo que estaba fumando y llamó al camarero, que a Peter le pareció salido de las páginas de una revista-. Rico, ponle algo a mi amigo. ¿Qué te apetece tomar?

Peter tragó saliva.

– ¿Una Pepsi?

El tipo mostró su reluciente dentadura.

– Bueno, está bien.

– Yo…no bebo.

– Oh-dijo el otro-. Toma, entonces.

Le ofreció a Peter un par de tubitos y luego sacó del bolsillo otros dos para él. No había ningún tipo de polvos en el interior…sólo aire. Peter observó cómo abría la tapa e inhalaba profundamente, y cómo, acto seguido, repetía la operación con el segundo frasquito en la otra ventana de la nariz. Después de imitarle paso por paso, Peter sintió que la cabeza le daba vueltas, como aquella vez que se había bebido un pack de seis cervezas aprovechando que sus padres habían ido a ver un partido de fútbol de Joey. Pero a diferencia de aquella ocasión, en que lo único que había pasado era que le habían entrado unas ganas enormes de dormir, Peter sentía ahora como si todas las células del cuerpo vibraran, completamente desveladas.

– Yo me llamo Kurt-dijo el tipo, dándole la mano.

– Peter.

– ¿Debajo o encima?

Peter se encogió de hombros, tratando de fingir que sabía de qué estaba hablando aquel tipo, cuando en realidad no tenía la menor idea.

– Dios mío-dijo Kurt boquiabierto-. Savia nueva.

El camarero depositó una Pepsi en la barra, delante de Peter.

– Déjalo en paz, Kurt. Es un niño.

– Entonces a lo mejor podríamos jugar a algo-dijo Kurt-. ¿Te gusta el billar?

Una partida de billar era algo con lo que Peter se atrevía.

– Sí, genial.

Vio a Kurt sacarse un billete de veinte dólares de la cartera y dejarlo en la barra, para Rico.

– Quédate con el cambio-dijo.

La sala de billar estaba en un espacio contiguo a la parte principal del club, y en ella había cuatro mesas, con partidas ya comenzadas. Peter se sentó en un banco adosado a la pared, mientras estudiaba a los allí reunidos. Algunos se tocaban entre sí con frecuencia, un brazo en el hombro aquí, una palmadita en el trasero allí; pero la mayoría se comportaba como cualquier grupo de hombres. Como si fueran amigos sin más.

Kurt sacó un puñado de monedas de veinticinco centavos del bolsillo y las colocó en el borde de una mesa. Pensando que aquello era el bote por el que iban a jugar, Peter sacó a su vez dos billetes arrugados de dólar.

– No es ninguna apuesta-rió Kurt-. Es lo que vale la partida.

Se puso de pie cuando el grupo que les precedía colaba la última bola, y comenzó a introducir monedas en la mesa, hasta que cayó un torrente multicolor de bolas lisas y rayadas.

Peter agarró un taco de la pared y le frotó tiza en la punta. No era demasiado bueno jugando al billar, pero lo había hecho un par de veces sin cometer ninguna tontería de retrasado, como rasgar el tapete o arrojar la bola por el borde.

– Así que te gusta apostar-dijo Kurt-. Podría hacerlo más interesante.

– Pondré cinco pavos-dijo Peter, con la esperanza de así parecer mayor.

– A mí no me gusta apostar con dinero. A ver qué te parece: si gano yo, te llevo yo a casa; y si ganas tú, me llevas tú a mí.

Peter no veía qué podía ganar él en un caso ni en otro, puesto que no tenía ningún interés especial en ir con Kurt a su casa, y, desde luego, tan seguro como que hay Dios, no iba a llevarse a Kurt a su propia casa. Apoyó el taco en el borde de la mesa.

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