Él levantó la cara.
– ¿No puedes?
Josie se puso de pie, retrocediendo y alejándose de él.
– Nos vemos, Peter-dijo, y salió de su vida.
Uno nota cuando la gente lo mira. Es como el calor que despide el asfalto en verano, como la punta de un atizador en la espalda. No se necesita oír ni siquiera un solo cuchicheo para saber que se trata de ti.
Antes solía mirarme en el espejo del baño para ver qué era lo que ellos tanto miraban. Quería saber qué era lo que les hacía volver la cabeza; qué había en mí que fuera tan increíblemente diferente. Al principio no lo entendía. Quiero decir que era yo, y ya está.
Hasta que un día al verme reflejado lo entendí. Miré mis propios ojos y sentí aversión hacia mí mismo, quizá tanta como la que ellos sentían.
Aquel día empecé a creer que ellos tenían razón.
Josie esperó hasta que dejó de oír la televisión en el dormitorio de su madre y se volvió de costado en la cama para poder ver las acrobacias del diodo luminoso del reloj digital. Cuando los dígitos señalaron las 2:00 de la madrugada, decidió que ya no había peligro y, tras retirar las sábanas, se levantó de la cama.
Sabía muy bien cómo bajar la escalera sin hacer ruido. Ya lo había hecho un par de veces con anterioridad, para encontrarse con Matt en el patio de atrás. Una noche él le había enviado un mensaje de móvil: «Quiero verte ahora». Ella había salido a encontrarse con él vestida con un camisón blanco de algodón, como un fantasma, y cuando él la tocó, por un momento le pareció que iba a escurrírsele entre los dedos.
Sólo había un peldaño que crujía y Josie sabía perfectamente cuál era, por lo que no era ningún problema pasar por encima sin pisarlo. Una vez en la planta baja, rebuscó en la estantería de los DVD hasta encontrar el que quería ver sin que nadie la sorprendiera haciéndolo. Luego encendió el televisor, y bajó tanto el volumen que tuvo que ponerse casi encima de la pantalla para poder oír.
La primera persona que aparecía era Courtney. Levantaba la mano para impedir que la persona que llevaba la cámara la filmara. No obstante, se reía, mientras su largo pelo le caía por delante del rostro como un velo de seda. Se oía la voz en off de Brady Price: «Enséñanos algo para “Girls Gone Wild”, Court». La imagen se difuminó unos segundos, y luego apareció un primer plano de un pastel de cumpleaños. FELICES DIECISÉIS AÑOS, JOSIE. Una rápida sucesión de rostros, incluido el de Haley Weaver, cantándole a ella.
Josie pulsó el botón de pausa del DVD. Ahí estaban, Courtney, Haley, Maddie, John, Drew. Tocó la frente de cada uno de ellos, con la yema de los dedos, recibiendo una minúscula descarga eléctrica cada vez.
Para celebrar su cumpleaños habían ido a hacer una barbacoa al lago Sunapee. Comieron hot dogs, hamburguesas, mazorcas de maíz. Se habían olvidado el ketchup, y alguien tuvo que volver en coche a la ciudad para ir al súper a comprarlo. Courtney había firmado su tarjeta de felicitación con las iniciales PMMA, «Para Mi Mejor Amiga», aunque Josie sabía que un mes antes le había puesto lo mismo a Maddie.
Para cuando la imagen volvió a difuminarse y surgió su propio rostro, Josie estaba llorando. Sabía lo que venía a continuación, lo recordaba perfectamente. La cámara fue ampliando el plano, y allí estaba Matt, rodeándola con el brazo mientras ella estaba sentada en su regazo sobre la arena. Él se había quitado la camisa, y Josie aún recordaba el calor de su piel al contacto con la suya.
Cómo puede alguien estar tan vivo en un determinado momento para luego quedar inmovil para siempre, y no sólo el corazón o los pulmones, sino la forma despaciosa de esbozar una sonrisa, la parte izquierda de la boca antes que la derecha; y el tono de la voz; y la forma de atusarse el pelo después de haber acabado los ejercicios de matemáticas.
– No puedo vivir sin ti-solía decirle Matt. Ya no tendría que hacerlo, pensó Josie.
No podía parar de llorar, y se llevó el puño a la boca para no hacer ruido. Contemplaba a Matt en la pantalla, de la misma forma que uno observaría a un animal al que no había visto antes, como si tuviera que memorizarlo para contarle al mundo entero más tarde lo que había encontrado. La mano de Matt se abrió sobre el vientre desnudo de ella, rozándole el borde de la parte superior del biquini. Se veía a ella misma rechazándolo, ruborizada.
– Aquí no-decía su voz, una voz alegre y divertida que ni siquiera a Josie le sonaba como la suya propia. Uno nunca reconoce su voz cuando la oye en una grabación.
– Pues vamos a otro sitio-decía Matt.
Josie se levantó la camisa del pijama y metió la mano por debajo. Se aplicó la palma de la mano en el vientre. Levantó el dedo pulgar, como lo había hecho Matt, hasta la curva de uno de los senos. Trató de fingir que era él.
Matt le había regalado un colgante de oro para aquel cumpleaños, una joya de la que no se había desprendido desde aquel día, hacía casi seis meses. Josie lo llevaba en la filmación. Recordó que cuando lo había mirado en el espejo, vio la huella del pulgar de Matt en él; había quedado impresa cuando se lo había colgado del cuello. Le pareció algo tan íntimo, que durante varios días había evitado con todo cuidado frotarla para no borrarla.
La noche en que Josie había salido para encontrarse con Matt en el patio trasero, a la luz de la luna, él se había echado a reír al ver su camisón, estampado con imágenes de muñequitos.
– ¿Qué estabas haciendo cuando te he enviado el mensaje?-le preguntó.
– Estaba durmiendo. ¿Para qué querías verme en plena noche?
– Para estar seguro de que soñabas conmigo-le dijo él.
En el DVD, alguien pronunciaba el nombre de Matt en voz alta. Él se volvía, sonriente. Tenía dientes de lobo, pensó Josie. Afilados, de una blancura inverosímil. Le daba a Josie un beso en la boca.
– Vuelvo en seguida-le decía.
«Vuelvo en seguida».
Le dio a la pausa justo en el momento en que Matt se levantaba. Luego se pasó la mano por el cuello y arrancó de un tirón el colgante junto con la fina cadenita de oro que lo sostenía. Abrió el cierre de uno de los cojines del sofá y metió el colgante dentro del relleno.
Apagó el televisor. Dejó a Matt suspendido así, para siempre; a apenas unos centímetros de ella, para poder acercarse a él cuando quisiera. Aunque sabía que el DVD volvería a su posición de inicio antes de que ella hubiera salido de la habitación.
A Lacy y a Lewis se les había acabado la leche. Aquella mañana, mientras ella y su marido estaban sentados como zombis a la mesa de la cocina, lo había sacado a colación:
«Dicen que va a llover otra vez».
«Se ha terminado la leche».
«¿Hay noticias del abogado de Peter?».
Lacy estaba desolada por el hecho de no poder volver a visitar a Peter hasta al cabo de otra semana más. Normas de la prisión. La atormentaba pensar que Lewis ni siquiera había ido aún a verle. ¿Cómo podía llevar a cabo con normalidad los quehaceres de la vida cotidiana, sabiendo que su hijo estaba sentado en una celda a menos de treinta kilómetros de distancia?
Había un punto crítico en el que los acontecimientos de tu vida se convertían en un tsunami. Era algo que Lacy conocía bien, porque el torrente del dolor la había arrastrado ya una vez. Y cuando eso sucedía, uno se encontraba, al cabo de unos días en medio de un terreno inhóspito, sin raíces. La única alternativa era intentar llegar hasta un nivel más alto mientras aún se podía.
Por ese motivo, Lacy estaba en una estación de servicio, comprando un cartón de leche, cuando su instinto más primario le pedía meterse debajo de las sábanas y dormir. Aquello no había sido tan sencillo como parecía: para conseguir la leche, primero había tenido que salir marcha atrás del garaje de su casa mientras los periodistas golpeaban los cristales de las ventanillas y le obstaculizaban el paso; luego había tenido que despistar a la furgoneta de la tele que la seguía por la autovía. Como resultado, de repente se veía comprando un cartón de leche en una estación de servicio en Purmort, New Hampshire, que raramente frecuentaba.
Читать дальше