El padre de Peter le dio unas palmadas en el hombro.
– La próxima vez será-suspiró.
A Dolores Keating la habían trasladado a la escuela de secundaria aquel curso, en el mes de enero. Era una de esas alumnas que pasa desapercibida, ni muy guapa, ni muy inteligente, ni problemática. Se sentaba delante de Peter en clase de francés, y su pelo recogido en una cola se movía arriba y abajo mientras conjugaba verbos en voz alta.
Un día, mientras Peter hacía esfuerzos desesperados por no dormirse mientras Madame recitaba la conjugación del verbo avoir , advirtió que Dolores se había sentado justo encima de una mancha de tinta. Le pareció una cosa muy graciosa, dado que la chica llevaba unos pantalones blancos, pero entonces se dio cuenta de que aquello no era una mancha de tinta.
– ¡Dolores tiene la regla!-gritó en voz alta, verdaderamente conmocionado. En un hogar de hombres, con la excepción de su madre, claro está, la menstruación era uno de esos grandes misterios relacionados con las mujeres; como también lo era cómo conseguían ponerse rímel sin arrancarse los ojos, o cómo eran capaces de abrocharse ellas solas el sujetador a la espalda; ese tipo de cosas.
Todos se volvieron hacia Dolores, que se puso tan roja como sus pantalones. Madame la acompañó al pasillo y le aconsejó que fuera a la enfermería. En la silla de delante de Peter había quedado una pequeña mancha de sangre. Madame llamó al encargado, pero para entonces la clase estaba ya fuera de control. Los cuchicheos corrían como la pólvora acerca de la gran cantidad de sangre que había, de que ahora Dolores era otra de las chicas de las que todo el mundo sabía que ya le había venido la menstruación.
– A Keating le ha venido la regla-le dijo Peter al chico sentado a su lado, cuyos ojos se iluminaron.
– A Keating le ha venido la regla-repitió el chico, y la cantinela se difundió por toda el aula. «A Keating le ha venido. A Keating le ha venido». Peter se encontró al otro lado de la clase con la mirada de Josie. Josie, que últimamente había empezado a ponerse maquillaje. Ella también repetía el estribillo junto con el resto de la clase.
Formar parte del grupo tenía un efecto euforizante. Peter sintió como si lo inflaran por dentro con helio. Había sido él quien había iniciado todo aquello. Al señalar a Dolores, él había pasado a formar parte del círculo cerrado.
Aquel día, durante el almuerzo, estaba sentado con Josie cuando Drew Girard y Matt Royston se acercaron con sus bandejas.
– Dicen que tú lo has visto todo-le dijo Drew, y se sentaron para que Peter les contara los detalles. Él exageró la cosa. Lo que había sido un poco de sangre se convirtió en un charco; la pequeña mancha en sus pantalones blancos pasó a ser una de enormes proporciones propia de un test de Rorschach. Llamaron a sus amigos, algunos de ellos compañeros de Peter en el equipo de fútbol, pero que no le habían dirigido la palabra en todo el año.
– Explícaselo a ellos también, es para partirse el pecho-dijo Matt, sonriéndole a Peter como si éste fuera uno de ellos.
Aquel día, Dolores no volvió a clase. Peter sabía que lo mismo daría que se quedara un mes entero en casa, o más. La memoria de los alumnos de séptimo era como una caja hermética de acero, y durante el resto de su carrera escolar en el instituto, a Dolores se la recordaría siempre como la chica a la que le vino la regla en clase de francés y dejó la silla perdida de sangre.
La mañana en que la chica volvió al instituto, nada más bajarse del autobús, Matt y Drew la flanquearon de inmediato.
– Para ser una mujer-le dijeron, alargando las palabras-, no es que tengas muchas tetas.
Ella se alejó de ellos, y Peter no volvió a verla hasta la hora de francés.
A alguien, Peter no sabía a quién, se le había ocurrido un plan. Madame llegaba siempre a clase con retraso, pues venía del otro extremo del edificio. Así que, antes de que entrara, todo el mundo tenía que acercarse al pupitre de Dolores y ofrecerle un tampón, que les había proporcionado Courtney Ignatio, la cual le había sustraído una caja a su madre.
El primero fue Drew. Al depositar el tampón encima del pupitre de la chica, dijo:
– Me parece que se te ha caído.
Seis tampones más tarde, Madame no había aparecido todavía en el aula. Peter se levantó, con el tubito en el puño, dispuesto a dejarlo sobre el pupitre…cuando vio que Dolores estaba llorando.
Lo hacía en silencio, y apenas era perceptible. Pero cuando Peter alargó el brazo con el tampón en la mano, repentinamente cayó en la cuenta de que así era como se había sentido él cuando estaba al otro lado, del lado del infierno.
Peter estrujó el tampón cerrando el puño.
– Ya está bien-dijo en voz baja, y se volvió hacia los siguientes tres alumnos que hacían cola para humillar a Dolores-. Basta ya.
– ¿Qué pasa contigo, marica?-preguntó Drew.
– Que ya no tiene gracia.
Tal vez no la había tenido nunca. Aunque esta vez no le había tocado a él, y eso ya era mucho.
El chico que venía detrás de él empujó a Peter apartándolo a un lado y tiró el tampón de forma que rebotó en la cabeza de Dolores y rodó bajo la silla de Peter. Entonces llegó el turno de Josie.
Primero miró a Dolores, y luego a Peter.
– No-musitó él.
Josie apretó los labios y abrió los dedos, dejando caer el tampón encima del pupitre de Dolores.
– Ups-exclamó, y cuando Matt Royston se rió, se fue hacia él y se quedó a su lado.
Peter estaba al acecho. Aunque hacía varias semanas que Josie ya no volvía a casa caminando con él, sabía lo que hacía después del colegio. Por lo general, se iba a pasear al centro, donde se tomaba un té helado con Courtney y compañía, y luego se iban a mirar escaparates. A veces él se mantenía a una distancia prudencial y la observaba, como quien contempla una mariposa a la que sólo conociera bajo el aspecto de oruga, preguntándose cómo demonios podían darse cambios tan drásticos.
Esperó hasta que Josie se despidió de las demás chicas, y entonces la siguió por la calle que llevaba hasta su casa. Cuando llegó a su altura y la agarró del brazo, ella chilló.
– ¡Por Dios!-exclamó-. ¿Es que quieres matarme de un susto, Peter? Había estado repasando mentalmente lo que quería preguntarle, porque le costaba mucho expresarse. Pero cuando tuvo a Josie tan cerca, después de todo lo que había sucedido, las palabras no le salieron. Y en lugar de preguntarle lo que había ensayado, se dejó caer en el bordillo, mesándose los cabellos.
– ¿Por qué?-preguntó.
Ella se sentó a su lado, cruzando los brazos sobre las rodillas.
– No lo hago para hacerte daño a ti.
– Eres tan falsa cuando estás con ellos.
– Es sólo que soy diferente de cuando estoy contigo-dijo Josie.
– Pues eso: falsa.
– Hay maneras diferentes de ser uno mismo.
Peter se mofó.
– Si eso es lo que te enseñan esos imbéciles, entérate de que es una idiotez.
– Ellos no me están enseñando nada-replicó Josie-. Voy con ellos porque me gustan. Se divierten y son divertidos, y cuando estoy con ellos…-se calló de repente.
– ¿Qué?-la instó Peter.
Josie le miró a los ojos.
– Cuando estoy con ellos-dijo-, yo gusto a la gente.
Peter supuso que sí, que los cambios podían ser así de drásticos: en un instante, podías pasar de querer matar a alguien, a querer suicidarte.
– No permitiré que vuelvan a burlarse de ti nunca más-le prometió Josie-. Eso es algo bueno también para ti, ¿no te parece?
Peter no respondió. No se trataba de él.
– Es que…es que ahora mismo no puedo salir contigo, de verdad-se justificó Josie.
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