– ¿Estás bien?-le preguntó Jordan, poniéndole la mano en el hombro.
– Sí.-Peter se encogió de hombros-. Sabía que algo así iba a ocurrir.
– Pero ellos te escucharon. Por eso han considerado que dos de las muertes fueron homicidios y no asesinatos.
– Supongo que debería decir gracias por intentarlo-esbozó una sonrisa torcida-. Que tenga una buena vida.
– Iré a verte si ando por Concord-dijo Jordan.
Miró a Peter. En los seis meses transcurridos desde que aquel caso había caído en sus manos, su cliente había crecido. Ahora, Peter era tan alto como Jordan. Probablemente, pesara un poco más. Tenía una voz más grave, una sombra de barba en la mandíbula. Jordan se maravilló de no haber notado esas cosas hasta entonces.
– Bueno-dijo Jordan-, siento que no haya salido del modo que esperaba.
– Yo también.
Peter le tendió la mano y Jordan, en cambio, lo abrazó.
– Cuídate.
Fue a salir de la celda y entonces Peter volvió a llamarlo. Tenía en la mano los anteojos que Jordan le había llevado para el juicio.
– Éstos son suyos-dijo Peter.
– Quédatelos. Tú les darás más uso.
Peter metió los anteojos en el bolsillo del saco de Jordan.
– Creo que me gustará saber que usted los cuida-dijo-. Y tampoco hay tanto que quiera ver realmente.
Jordan asintió con la cabeza. Salió de la celda y se despidió de los guardias. Luego se dirigió al vestíbulo, donde Selena le esperaba.
Mientras se acercaba a ella, se puso los lentes de Peter.
– ¿Qué significa eso?-preguntó ella.
– Creo que me gustan.
– Tienes una visión perfecta-señaló Selena.
Jordan consideró el modo en el que los lentes hacían que el mundo se curvara en los extremos, por lo que tenía que moverse con cautela.
– No siempre-contestó.
En las semanas que siguieron al juicio, Lewis comenzó a tontear con números. Había hecho un poco de investigación preliminar y había entrado en la STATA para ver cuántos tipos de patrones emergían. Y-ahí estaba lo interesante-no tenía nada que ver con la felicidad. En cambio, comenzó a mirar en las comunidades en las que en el pasado había habido tiroteos escolares y acercándose al presente, para ver cómo un solo acto de violencia podía afectar a la estabilidad económica. O, en otras palabras, una vez que el mundo desaparecía de debajo de los pies, ¿se volvía alguna vez a pisar tierra firme?
Estaba de nuevo en la Universidad de Sterling, daba microeconomía básica. Las clases habían empezado a finales de septiembre, y Lewis se vio a sí mismo deslizándose con facilidad hacia el circuito de conferencias. Cuando hablaba de los modelos keynesianos, equipos, competencia, era pura rutina, le suponía tan poco esfuerzo, que casi podía hacerse creer a sí mismo que aquél era otro primer año del curso de investigación que daba en el pasado, antes de que Peter fuera condenado.
Para ir de una clase a otra, Lewis tenía que ir pasillo arriba y pasillo abajo-una maldad innecesaria, ahora que el campus tenía WiFi y cuyos estudiantes podían jugar al póquer conectándose entre sí o enviarse mensajes mientras él daba la clase-, lo que facilitaba que muchas veces sorprendiera a los chicos a traición. En el aula, dos jugadores de fútbol estaban turnándose para apretar una botellita con agua y lanzar un chorrito con el que rociaban la parte de atrás del cuello de otro chico. Éste, dos hileras más adelante, se volvía a cada momento para ver quién le estaba lanzando chorros de agua, pero entonces, los atletas disimulaban mirando los gráficos de la pizarra, con un aire tan inocente como niños de coro.
– Ahora-dijo Lewis, sin perder un segundo-, ¿quién puede decirme qué pasa si se coloca el precio por encima del punto A, en el gráfico?-Arrancó la botella de agua de las manos de uno de los atletas-. Gracias, señor Graves, comenzaba a tener sed.
El chico de dos hileras más adelante levantó la mano como una flecha y Lewis asintió con la cabeza hacia él.
– Nadie querría comprar el equipo por ese dinero-dijo el chico-. Así que caería la demanda, y eso significa que el precio tendría que bajar o acabar con un montón de excedente en el almacén.
– Excelente-dijo Lewis y levantó la vista hacia el reloj-. Muy bien, chicos, el lunes cubriremos el siguiente capítulo de Mankiw. Y no se sorprendan si hay un examen sorpresa.
– Si nos lo dice, no es sorpresa-señaló una chica.
Lewis sonrió.
– Uy.
Se acercó al chico que había dado la respuesta correcta. Estaba guardando sus cuadernos en la mochila, tan atiborrada de papeles que el cierre no podía cerrarse. Llevaba el pelo largo, y en la camiseta, estampada una imagen de la cara de Einstein.
– Buen trabajo hoy-le dijo Lewis.
– Gracias.-El chico pasaba el peso de un pie al otro; Lewis estaba seguro de que no sabía qué decir a continuación. Finalmente tendió la mano-: Ejem, encantado de conocerle. Quiero decir, ya lo conocemos todos, pero no así, personalmente.
– Exacto. Recuérdame cuál es tu nombre.
– Peter. Peter Granford.
Lewis abrió la boca para decir algo, pero luego sólo sacudió la cabeza.
– ¿Qué?-El chico bajó la cabeza-. Parecía que estuviera a punto de decir algo importante.
Lewis miró al homónimo de su hijo, su modo de meter los hombros hacia adentro, como si no mereciera mucho espacio en este mundo. Sintió aquel dolor familiar, que se siente como un martillazo en el esternón, que sentía cuando pensaba en Peter; una vida que se perdería en la prisión. Deseó haber dedicado más tiempo a mirar a Peter cuando lo tenía frente a los ojos, porque ahora se veía forzado a compensarlo con recuerdos imperfectos-como en ese momento-, y encontrar a su hijo en las caras de los extraños.
Lewis hizo un esfuerzo y esbozó la sonrisa que guardaba para momentos como aquél, cuando no había absolutamente nada por lo que estar contento.
– Era importante-dijo-. Me recuerdas a alguien que conozco.
A Lacy le llevó tres semanas reunir el coraje para entrar en la habitación de Peter. Ahora que se había pronunciado la sentencia-ahora que sabían que Peter nunca regresaría a casa de nuevo-, no había razón para mantenerla como la había mantenido durante los últimos cinco meses: un sepulcro, un refugio para el optimismo.
Se sentó en la cama de Peter y se llevó su almohada a la cara. Todavía olía a él y ella se preguntó cuánto tiempo tardaría el olor en disiparse. Echó un vistazo a los libros apilados en sus estantes; aquellos que la policía no se había llevado. Abrió el cajón de su mesilla y pasó el dedo por la borla de seda de un punto de libro, el diente de metal de una grapadora. La panza vacía de un control remoto sin pilas. Una lupa. Un viejo mazo de cartas de Pokemon, un truco de magia, una pequeña linterna unida a un llavero.
Lacy agarró la caja que había subido del sótano y lo metió todo dentro. Aquélla era la escena del crimen: mirar lo que había dejado atrás para intentar reconstruir al chico.
Dobló su colcha, luego las sábanas y luego liberó la almohada de su funda. De repente, recordó una conversación durante una cena, en la que Lewis le había dicho que, por diez mil dólares, se podía derribar una casa. «Imagina cuánto menos cuesta destruir algo que construirlo», había dicho. En menos de una hora, aquella habitación se vería como si Peter nunca hubiera vivido allí.
Cuando todo era una pulcra pila, Lacy se sentó en la cama y miró alrededor, las paredes austeras, la pintura un poco más brillante en los lugares en los que habían estado colgados los pósters. Tocó las costuras elevadas del colchón de Peter, y se preguntó cuánto tiempo continuaría pensando en él como de Peter.
Se supone que el amor mueve montañas, que hace girar el mundo, que es lo único que necesitas, pero eso deja de lado los detalles. El amor no podía salvar a un solo niño; no a los que habían ido al Instituto Sterling ese día que habían creído un día normal; no a Josie Cormier; sin duda, no a Peter. Entonces ¿cuál era la receta? ¿El amor debía estar mezclado con algo más para obtener una buena receta? ¿Suerte? ¿Esperanza? ¿Perdón?
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