Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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Era la sexta hora de examen preliminar individual; el proceso mediante el cual se elegiría a los miembros del jurado para el juicio de Peter. Eso implicaba largos días en el tribunal con Diana Leven y el juez Wagner, mientras el conjunto de posibles miembros del jurado iban pasando de uno en uno por el asiento del testigo para que tanto la defensa como la acusación les hicieran una serie de preguntas. El objetivo era encontrar a doce personas del pueblo, más un suplente, no personalmente afectados por el tiroteo; un jurado que pudiera comprometerse con un juicio largo si fuera necesario, en lugar de preocuparse por sus asuntos domésticos u ocupándose de sus niños pequeños. Un grupo de gente que no hubiera estado viviendo y respirando las noticias acerca del juicio durante los últimos cinco meses; o, como Jordan estaba comenzando a pensar cariñosamente de ellos: los pocos afortunados que hubieran estado viviendo debajo de una piedra.

Era agosto, y durante la última semana, las temperaturas habían alcanzado casi los treinta y ocho grados durante el día. Para empeorar las cosas, el aire acondicionado del tribunal no funcionaba bien y el juez Wagner olía a bolas de naftalina y a pies cuando sudaba.

Jordan ya se había quitado el saco y se había desabrochado el botón superior de su camisa por debajo de la corbata. Incluso Diana-quien Jordan creía secretamente que debía de ser una especie de mujer-robot de Stepford-se había recogido el pelo haciéndose un moño asegurado con un lápiz:

– ¿En qué estamos?-preguntó el juez Wagner.

– Miembro del jurado número seis millones setecientos treinta mil-murmuró Jordan.

– Miembro del jurado número ochenta y ocho-anunció a continuación el secretario.

Esa vez era un hombre, con pantalones color caqui y camiseta de manga corta. Tenía el cabello ralo, llevaba zapatillas de pesca y un anillo de matrimonio. Jordan tomó nota de todo eso en su bloc.

Diana se puso de pie y se presentó, luego comenzó con su letanía de preguntas. Las respuestas determinarían si un potencial miembro del jurado debía ser descartado para la causa; si por ejemplo tenía un hijo que hubiera sido asesinado en el Instituto Sterling, no podía ser imparcial. Si no, Diana podría elegirlo o no según sus corazonadas. Ambos, tanto Jordan como ella, contaban con quince oportunidades de descartar a un potencial miembro del jurado sólo por instinto visceral. Hasta el momento, Diana había utilizado una de sus posibilidades para no aceptar a un productor de software bajo, calvo, callado. Jordan había descartado a un antiguo oficial de los marines.

– ¿A qué se dedica, señor Alstrop?-preguntó Diana.

– Soy arquitecto.

– ¿Está casado?

– Este octubre hará veinte años.

– ¿Tiene hijos?

– Dos, un varón de catorce años y una hija de diecinueve.

– ¿Van a la escuela pública?

– Bueno, mi hijo sí. Mi hija está en la universidad. Princeton-dijo con orgullo.

– ¿Sabe algo acerca de este caso?

Decir que sí, Jordan lo sabía, no lo excluiría. Era lo que él creyera o no creyera lo que lo haría, no lo que los medios hubiesen dicho.

– Bueno, sólo lo que he leído en los periódicos-contestó Alstrop; y Jordan cerró los ojos.

– ¿Lee algún periódico en especial diariamente?

– Solía leer Union Leader -dijo él-, pero los editoriales me volvían loco. Ahora intento leer lo que puedo del New York Times .

Jordan consideró eso. El Union Leader era un periódico notoriamente conservador; el New York Times , uno liberal.

– ¿Y la televisión?-preguntó Diana-. ¿Algún programa que le guste especialmente?

Probablemente no querrías a un miembro del jurado que mirara «Court TV» diez horas al día. Pero tampoco a uno que se deleitara con maratones de prensa rosa.

– «60 minutos»-respondió Alstrop-. Y «Los Simpson».

«Éste-pensó Jordan-es un tipo normal». Se puso de pie mientras Diana le cedía el turno de preguntas.

– ¿Qué recuerda haber leído acerca de este caso?

Alstrop se encogió de hombros:

– Hubo un tiroteo en el instituto y uno de los estudiantes fue acusado.

– ¿Conoce a alguno de los alumnos?

– No.

– ¿Conoce a alguien que trabaje en el Instituto Sterling?

Alstrop sacudió la cabeza:

– No.

– ¿Ha hablado con alguien que esté involucrado en el caso?

– No.

Jordan caminó hasta el estrado del testigo.

– En este Estado hay una regla que dice que se puede doblar a la derecha en rojo si uno se detiene antes en el semáforo rojo. ¿Le suena familiar?

– Claro-dijo Alstrop.

– ¿Qué pasaría si el juez le dijera que no puede girar a la derecha en rojo, que debe quedarse detenido hasta que el semáforo se ponga en verde otra vez, aunque haya una señal delante de usted que diga, específicamente, GIRO A LA DERECHA EN ROJO? ¿Qué haría?

Alstrop miró al juez Wagner:

– Supongo que haría lo que él dijera.

Jordan sonrió para sí. A él no le importaban en absoluto los hábitos de conducción de Alstrop. Ese planteamiento y esa pregunta eran una forma de eliminar a la gente que no podía ver más allá de las convenciones. En aquel juicio habría información no necesariamente convencional, y él necesitaba gente en el jurado lo suficientemente predispuesta a entender que las reglas no siempre eran lo que uno creía que eran; que podía haber otras reglas susceptibles de ser acatadas.

Cuando terminó su interrogatorio, él y Diana caminaron hacia el estrado:

– ¿Hay alguna razón por la que se descarte este miembro del jurado?-preguntó el juez Wagner.

– No, Su Señoría-dijo Diana, y Jordan negó también con la cabeza.

– ¿Entonces?

Diana asintió. Jordan echó una ojeada al hombre, todavía sentado en la tribuna de los testigos.

– Por mí, bien-dijo.

Cuando Alex se despertó, fingió que seguía durmiendo. Con los ojos entrecerrados miró fijamente al hombre tumbado junto a ella. Esa relación-ahora de cuatro meses-todavía era un misterio, lo mismo que la constelación de pecas en los hombros de Patrick, el valle de su columna vertebral, el sobresaliente contraste de su pelo negro contra la sábana blanca. Parecía que él hubiese entrado en la vida de ella por ósmosis: había encontrado su camisa mezclada con su ropa de la lavandería; percibía el olor de su champú en la funda de su almohada; levantaba el teléfono pensando en llamarle y él ya estaba en la línea. Alex había estado sola tanto tiempo; ella era práctica, resuelta y tenía sus costumbres tan establecidas (oh, ¿a quién quería engañar?…Todo eso eran sólo eufemismos para lo que ella era en realidad: terca) que había pensado que semejante ataque repentino a su privacidad le resultaría desconcertante. En cambio se descubría desorientada cuando Patrick no estaba por allí, como el marinero que acaba de arribar después de meses en el mar y que todavía siente el océano moviéndose debajo de él cuando ya está en tierra.

– Sé que me estás mirando, ¿sabes?-murmuró Patrick. Una sonrisa perezosa dulcificó su rostro, pero sus ojos permanecían cerrados.

Alex se inclinó sobre él, deslizando su mano bajo las sábanas:

– ¿Cómo lo sabes?

Con un movimiento rápido como la luz, él la tomó por la cintura y la colocó debajo de él. Sus ojos, todavía velados por el sueño, eran de un azul transparente que a Alex le recordaba los glaciares y los mares del norte. Él la besó y ella se abrazó a él.

Luego, repentinamente, sus ojos se abrieron de golpe:

– Oh, mierda-dijo ella.

– No era eso precisamente lo que esperaba lograr…

– ¿Sabes la hora que es?

Habían bajado las persianas del dormitorio a causa de la luna llena de la noche anterior. Pero ahora el sol entraba por la finísima grieta de debajo del alféizar. Alex podía oír a Josie trasteando ollas y sartenes abajo, en la cocina.

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