Lacy se movía sistemáticamente por la sección masculina. Escogía unos calzoncillos cortos hechos del algodón egipcio más exquisito, un paquete de camisetas blancas Ralph Lauren, calcetines de hilo de Escocia. Encontró unos pantalones de color caqui. Sacó del perchero una camisa oxford azul con botones en el cuello, porque Peter siempre había odiado llevar el cuello asomando de un suéter de cuello cerrado. Y eligió una americana azul, tal como Jordan le había dicho. «Lo quiero vestido como si fuéramos a mandarlo a las entrevistas para la universidad», le había recalcado.
Recordó cómo, cuando Peter tenía alrededor de once años, había desarrollado una aversión a los botones. A priori parecía fácil lidiar con algo así, pero eso eliminaba la mayor parte de los pantalones. Lacy recordaba haber conducido hasta los confines de la tierra para encontrar pantalones de pijama de paño con elástico en la cintura, que pudiesen utilizarse como pantalones de diario. Ella recordaba haber visto a chicos yendo a la escuela con pantalones de pijama hacía tan poco como un año, y preguntándose si Peter habría impuesto la tendencia o si simplemente había ido un poco desincronizado.
Incluso después de que Lacy tuviera todo lo que necesitaba, continuó caminando por la sección de hombres. Tocó un arco iris de pañuelos de seda que se volcaban sobre sus dedos, eligiendo uno que era del color de los ojos de Peter. Revisó los cinturones de cuero-negros, marrones, moteados, de caimán-, y corbatas estampadas con lunares, con flores de lis, con rayas. Escogió un albornoz tan suave que casi la hizo llorar; zapatillas de lana de oveja; un traje de baño rojo cereza. Compró hasta que el peso en sus brazos fue tanto como el de un niño.
– Oh, déjeme ayudarla con eso-le dijo una vendedora, quitándole algunas de las prendas de los brazos y llevándolas al mostrador. Comenzó a doblarlas, una por una-. Sé cómo se siente-dijo, sonriendo comprensivamente-. Cuando mi hijo se fue de casa, pensé que iba a morirme.
Lacy la miró fijamente. ¿Era posible que no fuera la única mujer que hubiera pasado por algo tan horrible? Una vez que lo has pasado, como esa vendedora, ¿podías identificar a otras entre la multitud, como si se tratara de una sociedad secreta formada por las madres cuyos hijos las habían herido en lo más vivo?
– Crees que es para siempre-prosiguió la mujer-, pero hazme caso: cuando regresan a casa por Navidad o durante las vacaciones de verano, y empiezan a comerse todo lo que hay en el refrigerador otra vez, desearías que la universidad durase todo el año.
La cara de Lacy se petrificó:
– Exacto-dijo-. La universidad.
– Tengo una hija en la de New Hampshire, y mi hijo está en Rochester-explicó la vendedora.
– Harvard. Ahí es adonde irá mi hijo.
Habían hablado de eso una vez. A Peter le gustaba más el departamento de informática de Stanford, y Lacy le había tomado el pelo al respecto, diciéndole que ella había tirado todos los folletos de las universidades que estaban al oeste del Mississippi, porque en ellas Peter estaría demasiado lejos.
La prisión estatal estaba cien kilómetros al sur, en Concord.
– Harvard-repitió la vendedora-. Debe de ser un chico listo.
– Lo es-le confirmó Lacy y continuó contándole a la mujer sobre la ida ficticia de Peter a la universidad, hasta que la mentira dejó de saberle a regaliz en la lengua; hasta que casi se la creyó ella misma.
A las tres en punto, Josie se tumbó boca abajo, abrió los brazos y apretó la cara contra el césped. Parecía que estuviera intentando agarrarse a la tierra, lo cual suponía que no estaba muy lejos de la verdad. Inspiró intensamente; en general no olía más que a malas hierbas y a tierra, pero de vez en cuando, cuando había llovido, percibía la esencia de hielo y champú de Matt, como si éste todavía fuera él mismo y estuviera allí mismo, bajo la superficie.
Recogió el envoltorio del emparedado y la botella de agua vacía y los metió en la mochila, luego se dirigió al serpenteante camino que conducía hasta las puertas del cementerio. Un coche obstruía la entrada; sólo dos veces en ese verano Josie había coincidido con un cortejo fúnebre y le había dado una mala sensación en el estómago. Comenzó a caminar más de prisa, con la esperanza de que pasaran después de que ella se hubiese ido y estuviera ya sentada en el autobús cuando comenzara el servicio. Entonces se dio cuenta de que el coche de delante de las puertas no era un coche fúnebre; ni siquiera era negro. Era el mismo coche que estaba a veces en la entrada de su casa, y Patrick estaba apoyado contra él, con los brazos cruzados.
– ¿Qué haces aquí?-preguntó Josie.
– Yo podría preguntar lo mismo.
Ella se encogió de hombros:
– Éste es un país libre.
Josie no tenía nada en realidad contra Patrick Ducharme. Sólo era que la ponía nerviosa; de muchas maneras. No podía mirarlo sin pensar en Aquel Día. Pero ahora tenía que hacerlo, porque él era el amante de su madre (era tan raro decir eso) y, de algún modo, eso era incluso más irritante. Su madre estaba en el séptimo cielo, enamorada, mientras Josie tenía que escabullirse a escondidas para visitar la tumba de su novio.
Patrick se apartó del coche y dio un paso hacia ella:
– Tu madre cree que en estos momentos estás enseñando a dividir.
– ¿Ella te ha pedido que me espiaras?-preguntó Josie.
– Yo prefiero llamarlo vigilancia-corrigió Patrick.
Josie bufó. No quería sonar como una arrogante, pero no podía evitarlo. El sarcasmo era como un terreno obligado; Si Josie lo abanderaba, él podría darse cuenta de que ella estaba cerca de romperse en pedazos.
– Tu madre no sabe que estoy aquí-dijo Patrick-. Quería hablar contigo.
– Voy a perder el autobús.
– Luego te llevaré en coche a donde sea que quieras ir-dijo él, exasperado-. ¿Sabes?, cuando estoy haciendo mi trabajo, paso mucho tiempo deseando mover el reloj hacia atrás, llegar a la víctima de la violación antes de que ocurra, salvar la casa antes de que los ladrones entren. Y sé que es como levantarse en mitad de la noche reviviendo un momento una y otra vez tan vívidamente como si fuese verdad. De hecho, apuesto a que tú y yo revivimos el mismo momento.
Josie tragó. En todos aquellos meses, más allá de todas las conversaciones bienintencionadas que había tenido con médicos y psiquiatras, e incluso con otros chicos de la escuela, nadie había captado, tan sucintamente, cómo se sentía ella. Pero no podía dejar que Patrick supiera eso; no podía admitir su debilidad, incluso aunque tuviera la sensación de que él podía notarla de todos modos.
– No hagas como si tuviéramos algo en común-dijo Josie.
– Pero es que lo tenemos-respondió Patrick. Miró a Josie a los ojos-. Tu madre me gusta. Mucho. Y me encantaría saber que tú lo aceptas.
Josie sintió que la garganta se le cerraba. Intentó recordar a Matt diciéndole lo mucho que le gustaba ella; se preguntó si alguna vez alguien volvería a decirlo.
– Mi madre es mayor. Puede tomar sus propias decisiones acerca de con quién se acues…
– No-la interrumpió Patrick.
– ¿No qué?
– No digas algo que desearás no haber dicho.
Josie dio un paso atrás, con los ojos relucientes.
– Si crees que haciéndote mi amigo vas a ganártela, estás muy equivocado. Más te valdría probar con flores y chocolate. Yo no podría importarle menos.
– Eso no es verdad.
– No has estado suficiente tiempo por aquí como para saberlo, ¿o si?
– Josie-dijo Patrick-, ella te quiere con locura.
Josie sintió que se atragantaba con la verdad, más duro incluso que hablar era tragar.
– Pero no tanto como a ti. Ella es feliz. Es feliz y yo…Yo sé que debería sentirme feliz por ella.
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