Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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– Pero en cambio estás aquí-dijo Patrick, señalando el cementerio-. Y estás sola.

Josie asintió con la cabeza y rompió a llorar. Se dio la vuelta, avergonzada, y entonces sintió cómo Patrick la abrazaba. Él no dijo nada y, durante ese momento, él incluso le gustó; ninguna palabra en absoluto, ni siquiera una bienintencionada, hubiera bastado ante la inmensidad de su dolor. Se limitó a dejarla llorar hasta que, finalmente, ella dejó de hacerlo, y descansó por un momento contra el hombro de él, preguntándose si aquello era sólo el ojo de la tormenta o su punto final.

– Soy una bruja-susurró-. Estoy celosa.

– Creo que ella lo entendería.

Josie se alejó de él y se enjugó los ojos.

– ¿Vas a decirle que vengo aquí?

– No.

Josie levantó la mirada hacia él, sorprendida. Ella hubiera dicho que él estaría del lado de su madre.

– Te equivocas, ¿sabes?-dijo Patrick.

– ¿Acerca de qué?

– De estar sola.

Josie echó un vistazo hacia la colina. Desde allí no podía verse la tumba de Matt, pero sin embargo estaba allí; exactamente como todo lo demás sobre Aquel Día.

– Los fantasmas no cuentan.

Patrick sonrió:

– Las madres sí.

Cuando le abrió la puerta del coche, Josie se zambulló adentro. Mientras Patrick daba la vuelta hacia el asiento del conductor, ella pensó en lo que había dicho acerca de su trabajo. Se preguntó cómo se sentiría si supiera que, esa vez, había llegado justo a tiempo.

Lo que Lewis más odiaba era el sonido de las puertas de metal cerrándose. Apenas importaba que, al cabo de treinta minutos, él pudiera irse de allí. Lo que importaba era que los presos no podían. Y uno de esos presos era el mismo chico al que había enseñado a montar en bicicleta sin las ruedas de equilibrio; el mismo cuyo pisapapeles de la guardería todavía estaba en su escritorio; el mismo de quien había presenciado su primera respiración.

Sabía que para Peter sería un impacto verle. ¿Cuántos meses había estado diciéndose a sí mismo que ésa sería la semana en que haría acopio de valor para ir a ver a su hijo a la cárcel, sólo para encontrar otro recado que hacer u otro artículo para leer? Pero en cuanto el funcionario abrió la puerta e hizo pasar a Peter a la sala de visitas, Lewis se dio cuenta de que había subestimado el impacto que sería para él ver a Peter.

Estaba más grande. Quizá no más alto pero sí más ancho. Sus hombros llenaban la camiseta; sus brazos habían ganado músculo. Su piel parecía translúcida, casi azul debajo de aquella luz poco natural. Sus manos no paraban de moverse, tenían como un tic nervioso cuando las tenía junto al cuerpo, y luego, cuando se sentó, a los lados de la silla.

– Bueno-dijo Peter-, qué cuentas.

Lewis había ensayado seis o siete discursos, explicaciones de por qué no había sido capaz de ir a ver a su hijo, pero cuando lo vio sentarse allí, sólo dos palabras salieron de su boca:

– Lo siento.

La boca de Peter hizo una mueca:

– ¿Qué cosa? ¿Haberme fallado durante seis meses?

– Yo he estado pensando-admitió Lewis-que más bien han sido dieciocho años.

Peter se apoyó en el respaldo de la silla, mirando a Lewis fijamente. Éste se forzó a su vez para no apartar la vista. Sintió que los huesos se le aflojaban, que los músculos se le relajaban. Hasta ese momento no había sabido en realidad qué esperar de Peter. Él podía razonar consigo mismo todo lo que quisiera y asegurar que una disculpa siempre sería aceptada; podía recordarse a sí mismo que él era el padre, el que estaba a cargo; pero todo eso era demasiado duro de recordar cuando estabas sentado en la sala de visitas de una prisión, con una mujer a tu izquierda que intentaba jugar con los pies de su amante a través de la línea roja de separación y un hombre a tu derecha que estaba maldiciendo con una sarta de insultos.

La sonrisa en el rostro de Peter se hizo más tosca, se transformó en una mueca de desprecio:

– Que te den-le escupió-. Que te den por venir aquí. No te importo una mierda. No quieres decirme que lo sientes. Sólo quieres escucharte diciéndolo. Estás aquí por ti, no por mí.

Lewis sentía su cabeza como si la tuviera llena de piedras. Se inclinó hacia adelante, su cuello era incapaz de seguir sosteniendo el peso, hasta que apoyó la frente en las manos.

– No puedo hacer nada, Peter-susurró-. No puedo trabajar, no puedo comer, no puedo dormir.-Entonces levantó el rostro-. Los nuevos estudiantes están llegando al campus justo ahora. Los miro por mi ventana; señalan los edificios o van por la calle principal, o escuchando a las guías que los llevan a través del patio, y pienso en cuánto esperaba que hiciéramos eso mismo contigo.

Unos años atrás, después de que Joey naciera, Lewis había escrito un artículo sobre el aumento exponencial de la felicidad: los momentos en que el cociente cambiaba a saltos y brincos después de un incidente que lo estimulara. La conclusión a la que había llegado era que el resultado era variable, no basado en el evento que causaba la felicidad sino más bien en el estado en que uno estaba cuando ocurría. Por ejemplo, el nacimiento de un hijo era una cosa cuando estabas felizmente casado y planeabas formar una familia, y otra completamente distinta si tenías dieciséis años y habías dejado embarazada a una chica. El tiempo frío era perfecto si estabas de vacaciones esquiando, pero decepcionante si estabas disfrutando de una semana en la playa. Un hombre que hubiera sido rico una vez, en medio de una depresión económica se sentiría delirantemente feliz con un dólar; un cheff podría comer gusanos si estuviera encallado en una isla desierta. Un padre que había esperado que su hijo fuera estudioso, tuviera éxito y fuera independiente podría, en otras circunstancias, simplemente ser feliz con que estuviera sano y salvo, porque así podría decirle al chico que nunca había dejado de quererle.

– Pero ya sabes lo que se dice de la universidad-prosiguió Lewis, sentándose un poco más erguido-. Que está sobreestimada.

Sus palabras sorprendieron a Peter.

– Todos esos padres, aflojando más de cuarenta mil al año-dijo, sonriendo débilmente-, y yo aquí, sacándole el máximo provecho a nuestros impuestos.

– ¿Qué más podría pedir un economista?-bromeó Lewis, aunque no era divertido; nunca sería divertido. Pero se dio cuenta de que también era una especie de felicidad: podía decir algo, hacer algo, para mantener a su hijo sonriendo de aquella manera, como si hubiera algo por lo que sonreír, incluso aunque cada palabra hiciera que él se sintiera como si tragara cristales.

Patrick estaba repantigado en la silla y con los pies cruzados ante la mesa de la fiscal, mientras Diana Leven examinaba los informes que habían llegado de balística días después del tiroteo, en preparación del testimonio de él en el juicio.

– Había dos escopetas que nunca fueron usadas-explicó Patrick-, y dos revólveres combinados, ambos Glock 17, que fueron registrados por un vecino de la casa de delante. Un policía retirado.

Diana le echó un vistazo por encima de los papeles.

– Adorable.

– Sí. Bueno, ya conoces a los policías. ¿Qué objetivo tiene poner el arma en un armario cerrado con llave si tienes que recurrir a ella rápidamente? De todos modos, el arma A es la que se usó para todos los disparos, las estrías de las balas que recuperamos coincidían con ésa. El arma B fue disparada, según balística, pero no se recuperaron balas que coincidieran con su cañón. Esa arma fue encontrada, atascada, en el suelo del vestuario. Houghton todavía empuñaba el arma A cuando fue detenido.

Diana se recostó sobre su silla, con los dedos cruzados delante del pecho.

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