Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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– Uh-dijo su madre, sosteniendo el termómetro contra la ventana para poder leer mejor-: Creo que estás enferma.

Josie soltó un gemido que esperaba fuera convincente y se volvió.

– ¿Estás segura de que estarás bien aquí, sola?

– Sí.

– Puedes llamarme si me necesitas. Puedo suspender la sesión del juzgado y volver a casa.

– Está bien.

Se sentó en la cama y la besó en la frente:

– ¿Quieres jugo? ¿Sopa?

Josie sacudió la cabeza:

– Creo que sólo necesito dormir un poco más.-Cerró los ojos para que su madre entendiera el mensaje.

Esperó hasta que oyó que el coche se alejaba, e incluso se quedó diez minutos más en la cama para asegurarse de que realmente estaba sola. Entonces salió de la cama y encendió la computadora. Buscó en Google «abortivo», la palabra que había buscado ya el día anterior, y que significaba «algo que interrumpe el embarazo».

Josie había estado pensando en ello. No era que no quisiera un bebé; ni tampoco que no quisiera un bebé de Matt. Lo único que sabía con certeza era que aún no quería tener que tomar esa decisión.

Si se lo dijera a su madre, ésta proferiría maldiciones y gritaría y luego encontraría la forma de llevarla a un programa de planificación familiar o a la consulta del médico. A decir verdad, no eran las maldiciones ni los gritos lo que preocupaba a Josie, sino darse cuenta de que si su propia madre hubiera hecho eso hacía diecisiete años, Josie ni siquiera estaría viva como para estar teniendo ese problema.

Incluso había contemplado la idea de ponerse en contacto con su padre otra vez, lo cual hubiera supuesto una enorme cuota de humildad. Él no había querido que Josie naciera, así que, en teoría, probablemente se tomaría la molestia de ayudarla a abortar.

Pero.

Había algo en el hecho de ir a un médico, o a una clínica, o siquiera acudir a uno de sus padres, con lo que no podía. Parecía tan…deliberado.

Así, antes de llegar a ese punto, Josie había decidido hacer un poquito de investigación. No podía arriesgarse a ser descubierta en una computadora de la escuela mirando esas cosas, de modo que decidió faltar a clase. Se hundió en la silla del escritorio, con una pierna doblada debajo de sí, y se maravilló de haber encontrado casi 99.000 resultados.

Algunos ya los conocía: meterse una aguja de tejer dentro, como en el viejo cuento de la esposa; tomar laxantes o aceite de castor. Pero otros nunca los hubiera imaginado: una ducha de potasio, tragar raíces de jengibre, comer piña verde. Y luego estaban los de hierbas: infusiones aceitosas de cálamo aromático, artemisa, salvia, gaulteria; cócteles hechos de cemicifuga racemosa y menta poleo. Josie se preguntaba dónde se comprarían, no eran cosas que estuvieran en el pasillo donde se encontraban las aspirinas.

Los remedios a base de hierbas, decía el sitio de Internet, funcionaban entre el 40 y el 45% de las veces. Lo cual, supuso ella, era al menos un comienzo.

Se acercó más, mientras leía.

No comenzar el tratamiento a base de hierbas después de la sexta semana de embarazo.

Tener en cuenta que éstos no son métodos seguros para interrumpir el embarazo.

Beber los tés de día y de noche, para que no se interrumpa el progreso logrado durante el día.

Recoger la sangre que salga y agregarle agua para diluirla, mirar bien los coágulos y tejidos para asegurarse de que la placenta ha sido expulsada.

Josie hizo una mueca.

Usar entre media y una cucharada de té de la hierba seca por cada taza de agua, tres o cuatro veces al día. No confundir tanaceto con hierba cana, que crecen juntas, lo cual ha resultado ser fatal para las vacas que lo habían comido.

Entonces encontró algo que parecía menos, bueno, medieval: vitamina C. Eso no podía ser demasiado malo para ella, ¿verdad? Josie tecleó en el vínculo. «Ácido ascórbico, ocho miligramos, durante cinco días. La menstruación debe comenzar en el sexto o séptimo día.»

Josie se levantó de la computadora y fue al botiquín de medicinas de su madre. Había una gran botella blanca de vitamina C, junto con otras más pequeñas de antiácidos, vitamina B12 y suplementos de calcio.

Abrió la botella y dudó. La otra precaución que todos los sitios de Internet recomendaban era que te aseguraras de que tenías motivos para someter tu cuerpo a esas hierbas, antes de comenzar.

Josie caminó cansinamente de regreso a su habitación y abrió su mochila. Dentro, todavía en la bolsa de plástico de la farmacia, estaba la prueba de embarazo que había comprado el día anterior antes de volver a casa. Leyó las instrucciones dos veces. ¿Cómo puede alguien hacer pis en una tirita durante tanto tiempo? Con el cejo fruncido, se sentó y orinó, sosteniendo la varita entre sus piernas. Después la colocó en su pequeño receptáculo y se lavó las manos.

Josie se sentó en el borde de la bañera y observó cómo la línea de control se volvía azul. Y luego, lentamente, observó cómo aparecía la segunda línea, perpendicular a ésta: un signo más, un positivo, una cruz con la que cargar.

Cuando el quitanieves se quedó sin gasolina en medio del camino, Peter fue a por la lata de repuesto que guardaba en el garaje, sólo para descubrir que estaba vacía. La volcó, una sola gota salpicó el suelo entre sus zapatillas.

Normalmente, sus padres tenían que pedírselo unas seis veces antes de lograr que saliera de casa y limpiara los caminos que llevaban a las puertas de delante y de atrás, pero ese día, Peter se había puesto con la labor sin que le insistieran; él quería-no, fuera eso-, necesitaba salir ahí fuera para sentir que sus pies podían moverse al mismo ritmo que su mente. Al entrecerrar los ojos a la luz del sol del ocaso, todavía podía ver la misma secuencia de imágenes en la parte interna de sus párpados: el aire frío golpeando su trasero mientras Matt Royston le bajaba los pantalones, la leche salpicando en sus zapatillas, la mirada de Josie desviándose a otro lado.

Peter recorrió con dificultad el camino hacia la casa de su vecino del otro lado de la calle. El señor Weatherhall era un policía retirado y su casa lo reflejaba. Había un gran mástil en medio del patio delantero; en verano, el césped estaba bien cuidado, como un corte de pelo a cepillo, en otoño nunca había hojas. Peter solía preguntarse si Weatherhall salía a media noche para rastrillarlas.

Hasta donde Peter sabía, el señor Weatherhall pasaba su tiempo mirando el «Game Show Network» y practicando la jardinería militar calzado con sandalias y calcetines negros. Dado que no dejaba que su césped creciera más de un centímetro de alto, normalmente tenía un galón de gasolina de sobra por ahí; Peter se lo había pedido prestado en nombre de su padre otras veces para la cortadora de césped o para el quitanieves.

Peter tocó el timbre-que sonaba como Hail to the Chief -, y el señor Weatherhall respondió.

– Hijo-dijo, aunque sabía que se llamaba Peter y lo había sabido durante años-, ¿cómo andas?

– Bien, señor Weatherhall. Me preguntaba si tendría un poco de gasolina que pudiera prestarme para el quitanieves. Bueno, gasolina que pudiera usar. Quiero decir, no puedo devolvérsela antes de comprar más.

– Pasa, pasa-sostuvo la puerta abierta para Peter, que entró a la casa. Olía a cigarros y a comida de gato. Sobre la mesa baja tenía un cuenco de Fritos; en la televisión, Vanna White soltaba unas vocales:

– Grandes esperanzas-gritó el señor Weatherhall a los concur-santes al pasar-: ¿Qué son, unos imbéciles?

Acompañó a Peter hasta la cocina.

– Espera aquí. El sótano no es apto para compañía.-Lo cual, pensó Peter, probablemente significara que había una mota de polvo en un estante.

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