Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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– Bang-susurró.

Luego lo dejó sobre su cama y sacó la funda de una de las almohadas. Envolvió el arma con ella, enrollándola como una venda. La deslizó entre el colchón y las varillas del somier y se recostó.

Sería como en el cuento aquel de la princesa que podía sentir una habichuela, una arveja o lo que fuera. Sólo que Peter no era un príncipe, y el bulto no lo mantendría despierto por la noche.

De hecho, quizá hiciera que durmiera mejor.

En el sueño de Josie, ella estaba en un hermosísimo tipi. Las paredes estaban hechas de brillante piel de ciervo, cosida tirante con hebras doradas. Había historias pintadas todo alrededor en tonos rojos, ocres, violeta y azules; relatos de cacerías, de amores y pérdidas. Mullidas pieles de búfalo estaban apiladas a modo de cojines; los carbones resplandecían como rubíes en el hoyo del fuego. Cuando alzó la vista, pudo ver las estrellas a través del agujero de salida del humo.

De repente, Josie se dio cuenta de que resbalaba; de que no había forma de detenerse. Echó un vistazo hacia abajo y sólo vio el cielo; se preguntaba si es que había sido tan tonta como para creer que podía caminar entre las nubes o si el suelo de debajo de sus pies había desaparecido cuando ella miraba hacia otro lado.

Comenzó a caer. Podía sentir cómo su cuerpo daba tumbos; sentía que la falda se hinchaba y el viento le corría entre las piernas. No quería abrir los ojos, pero no podía evitar hacerlo: se aproximaba al suelo a un ritmo alarmante, sellos de correos cuadrados de color verde, marrón y azul que se hacían cada vez más grandes, más detallados, más realistas.

Veía su escuela. Su casa. El techo de encima de su habitación. Josie sintió cómo se precipitaba hacia él y se preparó para el inevitable choque. Pero en los sueños nunca se choca contra el suelo; nunca se llega a ver cómo uno se muere. En cambio, Josie sintió salpicaduras; su ropa ondeando como partes de una medusa mientras pisaba agua tibia.

Se despertó, sin aliento, y se dio cuenta de que aún se sentía mojada. Se sentó, levantó las mantas y vio el charco de sangre debajo de sí.

Después de tres pruebas de embarazo positivas, después de un retraso de tres semanas, estaba abortando de forma espontánea.

«Graciasdiosgraciasdiosgracias». Josie enterró el rostro en las sábanas y comenzó a llorar.

Lewis estaba sentado a la mesa de la cocina el sábado por la mañana, leyendo el último número de The Economist y comiéndose metódicamente un gofre de trigo, cuando sonó el teléfono. Echó un vistazo a Lacy, la cual, en el fregadero, estaba técnicamente más cerca, pero ella levantó las manos, chorreando de agua y jabón:

– ¿Podrías…?

Él se levantó y contestó:

– Hola.

– ¿Señor Houghton?

– El mismo-dijo Lewis.

– Habla Tony, de Burnside’s. Sus balas de punta hueca ya están aquí.

Burnside’s era una tienda de armas; Lewis había estado allí en otoño, a buscar disolvente y municiones; una o dos veces había tenido la suerte de llevar un ciervo para que lo pesaran. Pero estaban en febrero; la veda de ciervos estaba cerrada.

– No las he pedido-dijo Lewis-. Debe de haber algún error.

Colgó el teléfono y volvió a sentarse frente a su gofre. Lacy sacó una gran sartén fuera del fregadero y la colocó en el escurridor para que se secase:

– ¿Quién era?

Lewis pasó una página de su revista:

– Número equivocado-dijo.

Matt tenía un partido de hockey en Exeter. Josie solía ir a los partidos que se jugaban en Sterling, pero rara vez iba a aquellos en los que el equipo viajaba. Ese día, sin embargo, le había pedido prestado el coche a su madre y había conducido hasta la costa, partiendo lo suficientemente temprano como para alcanzar a Matt en el vestuario. Asomó la cabeza por la puerta del vestuario del equipo visitante y de inmediato le dio en la cara el hedor de todo el equipo. Matt estaba de espaldas a ella, con el protector del pecho, los pantalones acolchados y los patines puestos. Todavía le faltaba la camiseta.

Alguno de los otros chicos la vieron primero:

– Eh, Royston-dijo un senior-, creo que la presidenta de tu club de fans ha llegado.

A Matt no le gustaba que ella se presentara antes de un partido. Después, bueno, era algo convenido, él necesitaba a alguien que celebrara su victoria. Pero le había dejado bien claro que no tenía tiempo para ella cuando estaba preparándose. Los chicos no jugaban bien si las chicas se les acercaban tanto; el entrenador quería que el equipo estuviera a solas para concentrarse en el juego. Con todo, Josie pensó que ésa podía ser la excepción.

El rostro de él se ensombreció mientras su equipo comenzaba con los silbidos.

– Matt, ¿necesitas ayuda para ponerte el equipo?

– Eh, rápido, que le den al chico un palo más grande…

– Sí-disparó Matt en respuesta, mientras caminaba por las colchonetas de goma hacia Josie-. Ya quisieras tú tener a alguien que te lamiera la verga.

Josie sintió que las mejillas se le encendían mientras todo el vestuario se partía de risa a expensas de ella. Entonces los comentarios groseros pasaron de concentrarse en Matt a concentrarse en ella. Tomándola por el brazo, Matt la sacó de allí de un tirón.

– Te he dicho que no quiero verte antes de un partido-dijo él.

– Lo sé. Pero era importante…

– Esto es importante-le corrigió Matt, señalando la pista.

– Estoy bien-soltó Josie.

– Bueno.

Ella lo miró fijamente:

– No, Matt. Quiero decir…Estoy bien. Tenías razón.

Cuando él se dio cuenta de lo que ella estaba intentando decirle en realidad, le pasó los brazos alrededor de la cintura y la levantó del suelo. El protector quedó atrapado como una armadura entre los dos mientras la besaba. Eso le hizo pensar a Josie en caballeros dirigiéndose a una batalla; y en las damas que dejaban atrás.

– Para que no te olvides-dijo Matt y sonrió.

SEGUNDA PARTE

Cuando emprendes un viaje de venganza, comienza por cavar dos tumbas: una para tu enemigo y una para ti.

PROVERBIO CHINO

Sterling no es un lugar problemático. No encuentras vendedores de crack en la calle principal ni hogares por debajo del nivel de pobreza. El índice de criminalidad es prácticamente nulo.

Por eso la gente todavía está tan anonadada.

Preguntan, «¿cómo ha podido ocurrir esto aquí?».

Bueno. ¿Por qué no podía ocurrir aquí?

Lo único que hace falta es un chico con problemas con acceso a un arma.

No necesitas ir a un sitio problemático para encontrar a alguien que satisfaga este requisito. Sólo es preciso abrir los ojos. El siguiente candidato puede estar en el piso de arriba, o tumbado frente a tu televisor en este momento. Pero, eh, tú sigue haciendo como si eso no fuera a pasar aquí. Sigue diciéndote a ti mismo que eres inmune por vivir donde vives o por ser quien eres.

Es más fácil así, ¿no?

CINCO MESES DESPUÉS

Se puede deducir muchas cosas acerca de la gente por los hábitos que tienen. Por ejemplo, Jordan se había encontrado con potenciales miembros del jurado que llevaban religiosamente sus tazas de café hasta sus computadoras y leían todo el New York Times online. Había otros cuyas pantallas de inicio de AOL ni siquiera incluían nuevas actualizaciones, porque les parecía demasiado deprimente. Había gente del campo que tenía televisión pero con un solo canal, el público, que se veía todo granulado porque no podían pagar el dinero que costaba llevar las líneas de cable por su sucia carretera; en cambio otros se habían abonado a complicados sistemas de satélite para poder ver telenovelas japonesas o «La hora de la oración de la hermana Mary Margaret» a las tres de la mañana. Estaban los que miraban la CNN y los que miraban Fox News.

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