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Nicholas Pileggi: Casino: Amor y honor en Las Vegas

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Nicholas Pileggi Casino: Amor y honor en Las Vegas

Casino: Amor y honor en Las Vegas: краткое содержание, описание и аннотация

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Frank Rosenthal, El Zurdo, tuvo algo de simbólica: como la traca final de una era en la historia de la capital mundial del juego, Las Vegas. Rosenthal, formado en la escuela de las apuestas deportivas ilegales llegó, como otros muchos, a Las Vegas con el propósito de hacer olvidar su pasado y seguir trabajando en lo que siempre había hecho: ser jugador. La pequeña ciudad de Nevada, sumidero de esperanzas bajo una capa febril y brillante, era una verdadera mina de oro, ideal para quienes patrocinaron la mudanza de Rosenthal, como también la de su viejo amigo Tony Spilotro, tan amante del dinero como de la violencia. Ambos fueron símbolos de una etapa frenética, trufada de violencia e ilegalidades, marcada por los intentos de la Mafia de establecer su hegemonía sobre los casinos. Una ciudad sin sitio para el amor, por lo que éste -como el que sentía Rosenthal hacia Geri, su esposa- estaba abocado al fracaso. Casino, basada en hechos reales es, más allá de una novela de ritmo casi cinematográfico, un fascinante documento sobre el mundo del juego, sus leyes y sus corruptelas. Amor y adulterio, negocio y delito se entremezclan en una obra intensa y original, reveladora y absorbente.

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Hymie era unos diez o doce años mayor que yo. Cogí la costumbre de saludarlo siempre a él y a los demás profesionales, y me consideraba afortunado cuando ellos me dirigían la palabra. Continuaba siendo un niño, pero ellos veían que yo era serio y que tenía talento, por eso estaban dispuestos a ayudarme. Eran muy amables. Me admitieron en su círculo. Me pareció estupendo.

Pero también iba afirmándome. Iba avanzando. Me sentía bien. Había en cartel un partido de baloncesto Northwestern-Michigan. Tenía gente en las dos universidades que me proporcionaba información y me sentía realmente fuerte. Me gustaba el Northwestern.

Bien, no quiero decir que me «gustara» el Northwestern. En realidad era un hincha. Tenía su banderín en la habitación. Me refiero a que me gustaba como apuesta. Esto es lo que eran todos los equipos para mí. Apuestas. Había estado esperando este partido. Lo había seguido. Por ello aposté que el Northwestern ganaría al Michigan State. Había un llenazo. Entré y allí me encontré a Hymie El As. Hymie sabía más de baloncesto que nadie. Nos saludamos. Quedaban diez minutos para el saque de salida.

Le dije que jugaba al Northwestern y le pregunté qué pensaba hacer él. Yo estaba tan seguro de mi información que había jugado lo que yo denominaba un triple juego: había apostado dos mil dólares. Era a lo máximo que llegaban mis fondos. En aquella época, para mí, un simple juego eran doscientos dólares, un doble juego eran quinientos y un triple eran dos mil. Era sólo un crío. Aquél era el límite. Me refiero a la época en que mi capital se reducía a ocho mil.

– ¿Cómo? -dijo Hymie, sorprendido- ¿Por qué juegas al Northwestern? ¿No te has enterado de lo de Johnny Green?

– ¿Quién? -le pregunté.

– Johnny Green. ¿Qué pasa contigo?

Johnny Green era un jugador negro al que no se había considerado apto durante toda la temporada. De repente, unos días antes del partido, se decidió que jugara. Me había pasado por alto.

– Green va a coger todos los rebotes en el partido -dijo El As, y se me paró el corazón.

Corrí a los teléfonos, pero había sólo dos cabinas y veinticinco personas esperando en cada una. Trataba de deshacerme de alguna de mis apuestas. Librarme de ellas. Equilibrar algo el movimiento. Estaba en la fila esperando para llamar por teléfono cuando oí al locutor y creí que me moría. No podía librarme de ellas.

Volví y me senté. Vi a Green. Tal como dijo El As, controló los dos tableros. En la media parte ya había visto suficiente. El Michigan aniquiló al Northwestern. El As había hecho sus deberes y yo no.

El As sabía, que iba a jugar Green y además sabía qué tipo de jugador era, que era único en el rebote, que era el elemento capaz de vencer al Northwestern. Green fue mejorando hasta convertirse en un profesional de elite.

Había aprendido una lección de campeonato. Descubrí que no era tan listo como pensaba. Había dependido demasiado de la gente. Les había otorgado el poder de que decidieran por mí. Me di cuenta de que si quería dedicar mi vida al juego, compitiendo con los mejores corredores de apuestas, no tenía que escuchar a la gente. Si iba a ganarme la vida haciendo esto, iba a tener que contar sólo conmigo y hacérmelo yo todo por mí mismo.

Así que empecé con el baloncesto y el fútbol universitario. Para estos deportes, me suscribí a todos los periódicos universitarios y me lanzaba a las páginas deportivas cada día. Llamé a los cronistas de las diferentes universidades y me monté todo tipo de historias para conseguir informaciones que no venían en los periódicos.

Al principio, no les decía por qué quería la información, pero muy pronto lo pescaron; entonces encontré algunos chicos listos a los que pagaba regularmente. Cuando ganaba, les pasaba algunos dólares y al cabo de un tiempo tenía una gran red de gente que me mantenía informado sobre los deportes universitarios.

Al hacerme mayor, ya iba a los partidos con un casete. Tenía ojeadores que trabajaban para mí. Mandaba a algunos tipos a observar detalles específicos. Les tenía vigilando únicamente a dos o tres jugadores. Todo lo demás me daba igual; ellos tenían que observar a quien yo les había encargado. Cogía sus notas. Después me iba volando a la siguiente ciudad donde jugaba el equipo y volvía a observarlos. Cotejaba los datos. El resultado final nunca es lo más importante cuando uno quiere recoger dinero en vez de perderlo. Yo sabía si un jugador tenía el tobillo lesionado y jugaba más lento. Sabía cuándo un quarterback estaba enfermo. Sabía si su novia había quedado embarazada o lo había dejado por algún otro. Sabía si fumaba canutos o esnifaba coca. Sabía las lesiones que no figuraban en los periódicos. Las lesiones que los jugadores ocultaban a sus entrenadores.

O sea que, con este tipo de información, no era difícil para mí saber cuándo los corredores de apuestas habían cometido un error en sus pronósticos. Era lógico. Se ocupaban de gran cantidad de deportes y de montones de partidos. Yo me concentraba en unos pocos. Sabía todo lo que se tenía que saber sobre un número limitado de partidos y aprendí una cosa muy importante: aprendí que no se tiene que apostar en cada partido. A veces sólo puedes apostar en uno o dos partidos de catorce o quince. Aprendí que a veces durante todo un fin de semana no había una sola apuesta que valiera la pena. Cuando sucedía aquello, no quería apostar o adoptar una postura seria.

Solía dejarme caer por una tienda de tabaco en Kinzie. George y Sam llevaban el negocio. De cara al público, vendían puros y material de este tipo. Pero en la trastienda había un telégrafo de la Western Union, teléfonos y un tablón de apuestas. En aquella época ellos tenían la información más actualizada. Durante la temporada de béisbol, la relación más definitiva de los lanzadores iniciales llegaba por el telégrafo algo antes del inicio del partido.

George y Sam eran efectivamente grandes corredores de apuestas. Habían venido a Chicago desde Tanytown, Nueva York. Y habían conseguido el visto bueno de los poderes que operaban en el mercado. Estaban completamente a resguardo. Incluso tenían el visto bueno del capitán de la policía local para organizar partidas de póker, algo muy ilegal.

Tenían un bar y servían bebidas y comida gratis. El telégrafo estaba siempre sonando. Era como un teletipo de la bolsa. Era difícil que un apostador pudiera tener máquinas de la Western Union. Estaban pensadas para los periódicos, pero si llenabas una solicitud dirigida a la compañía y conocías el manejo, podías conseguir una. En aquella época era tan estúpido que traté de lograr una para mi casa y fracasé.

George y Sam eran operadores independientes, pero tenían que pagar protección, de todas formas. Todas las casas de juegos de cartas y de corredores de apuestas pagaban en aquella época. Los corredores se cuidaban de los polis y éstos se cuidaban de la organización. Y a veces la organización se cuidaba de los polis. En definitiva, todos acababan cuidándose de todos, y todo el mundo sacaba dinero.

Cuando tenía diecinueve años, conseguí un trabajo como contable en la sección de deportes de Bill Kaplan, Angel-Kaplan. Estaba bien. Estábamos en los teléfonos todo el día comunicando por nuestra línea con los corredores de apuestas y los jugadores. Todos los del país estaban conectados entre sí. Teníamos líneas especiales que nos habían instalado trabajadores jubilados de la compañía de teléfonos. Todos conocíamos cada voz y los nombres codificados, pero después de un tiempo llegabas a conocer el nombre real de todos.

No soy más que un crío y continúo en Chicago, aunque estoy conectado con la mayor oficina de los Estados Unidos de la época, Gil Beckley, en Newport, Kentucky. Gil controlaba toda la ciudad de Newport. Los polis. Los políticos. Toda la maldita ciudad.

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