Nicholas Pileggi - Casino - Amor y honor en Las Vegas

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Casino: Amor y honor en Las Vegas: краткое содержание, описание и аннотация

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Frank Rosenthal, El Zurdo, tuvo algo de simbólica: como la traca final de una era en la historia de la capital mundial del juego, Las Vegas.
Rosenthal, formado en la escuela de las apuestas deportivas ilegales llegó, como otros muchos, a Las Vegas con el propósito de hacer olvidar su pasado y seguir trabajando en lo que siempre había hecho: ser jugador. La pequeña ciudad de Nevada, sumidero de esperanzas bajo una capa febril y brillante, era una verdadera mina de oro, ideal para quienes patrocinaron la mudanza de Rosenthal, como también la de su viejo amigo Tony Spilotro, tan amante del dinero como de la violencia. Ambos fueron símbolos de una etapa frenética, trufada de violencia e ilegalidades, marcada por los intentos de la Mafia de establecer su hegemonía sobre los casinos. Una ciudad sin sitio para el amor, por lo que éste -como el que sentía Rosenthal hacia Geri, su esposa- estaba abocado al fracaso.
Casino, basada en hechos reales es, más allá de una novela de ritmo casi cinematográfico, un fascinante documento sobre el mundo del juego, sus leyes y sus corruptelas. Amor y adulterio, negocio y delito se entremezclan en una obra intensa y original, reveladora y absorbente.

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Un casino es un palacio matemático montado a partir del dinero de cada uno de los jugadores. Cada apuesta hecha en un casino ha sido calibrada dentro de una fracción de su vida para sacar el máximo provecho y al mismo tiempo seguir ofreciendo a los jugadores la ilusión de que tienen una oportunidad.

Los casinos implican dinero líquido. Desde las ranuras en las que se introducen cinco centavos hasta las superranuras progresivas de quinientos dólares, el dinero constituye la sangre que da vida a todas las cosas y personas de su interior. Los edificios no son más que una reiteración del dinero. Desde los ruidosos géisers de las monedas que ha de recoger el ganador en una bandejita metálica ahuecada a propósito hasta los timbres, las campanillas y luces que anuncian las ganancias al minuto, el dinero domina la sala. Las técnicas ordinarias de negocios de responsabilidad fiduciaria y la contabilidad de caja se desmoronan bajo las montañas de billetes y monedas que entran a diario en los casinos.

Probablemente no exista en el mundo otro tipo de negocio en que tantas personas entreguen diariamente tantos billetes de banco con más seguridad que en un casino. Los croupiers tienen que dar una palmada bajo el Ojo Electrónico antes de abandonar la mesa para demostrar que no se llevan ninguna ficha. Los delantalitos que llevan sirven para cubrirlos bolsillos, y para impedir que puedan llenárselos. Cuando el croupier cambia un billete de cien dólares en fichas, debe comunicarlo en voz alta al jefe de mesas, a fin de que éste pueda ver cómo lo introduce en la estrecha hendedura con una paleta metálica.

Por muy concurrida que esté una mesa de ruleta o de dados, las fichas han de apilarse uniformemente por colores para facilitar a los supervisores su casi continuo recuento, y los croupiers de blackjack tienen que aprenderá ocultar la carta a quienes pudieran observar de reojo, a fin de que los jugadores que actúan en comandita no sustituyan alguna carta vista y hagan saltar la banca. El supervisor con experiencia en la mesa de los dados jamás aparta la vista de éstos, sobre todo cuando el borracho de turno del extremo de la mesa derrama su copa sobre el fieltro, deja caer las fichas al suelo y se balancea hacia su mujer. Es justamente en estos desconcertantes momentos, como una foto instantánea, cuando se pasan disimuladamente los dados «ful» o con truco. La idea de hacer saltar la banca -por medio de una victoria milagrosa o, como alternativa, siguiendo métodos más fiables para hacer trampas- es la que atrae a todo el mundo a la ciudad. En Las Vegas pegar un palo al casino por las buenas o por las malas se ha ido convirtiendo en una forma de arte.

Sin embargo, es evidente que la gran mayoría de robos en los casinos no tienen nada que ver con las trampas de los jugadores o la corrupción de los croupiers. Casi ninguno de los grandes robos en casinos ha tenido lugar en el interior de sus salones. Los robos más importantes se han producido a puerta cerrada en el sanctasanctórum, la zona del casino más delicada y deliberadamente segura, el lugar donde va a parar finalmente todo el efectivo que va dando tumbos por los centenares de máquinas de juego, las sagradas dependencias de contabilidad del casino.

Se trata de una sala generalmente sin ventanas, con doble cerradura, un lugar de trabajo sin aditamento alguno, con unas sobrias sillas de administrativo, mesas de plástico de color claro y estantes y suelos de acero reforzado para aguantar las toneladas de monedas y los inmensos montones de billetes que hay que contar a diario, un lugar donde se vacían cientos de cajas metálicas con doble cerradura y se clasifican sus billetes de 10, 20 y 100 dólares en fajos de 10.000 dólares, un grosor aproximado de unos dos centímetros, y, en los días de más movimiento, se apilan contra la pared en unas estibas que llegan hasta el pecho de una persona.

En las dependencias donde se cuenta el dinero no hay forasteros que puedan robarlo. El dinero desaparece a pesar de que normalmente haya cámaras conectadas, de que los guardianes cacheen a todos los que entran y salen de allí, de que tengan acceso al lugar un número muy limitado de personas (las leyes estatales prohíben el acceso incluso a los propietarios del casino) y de que cada dólar que se cuenta de cada una de las cajas en cada tumo vaya acompañado por la firma y las iniciales de como mínimo dos o tres contables y supervisores imparciales.

Los que trabajan en las dependencias donde se cuenta el dinero cumplen con su tarea con la mortecina mirada de quien se ha endurecido a partir de la experiencia diaria de verse inmerso en la visión, el olor y el tacto del dinero. A toneladas. A montones. Fajos de billetes y cajas de monedas tan pesados que hay que utilizar grúas hidráulicas para trasladar de un lugar a otro de la sala el volumen de dinero.

Pasa por las dependencias de contabilidad tal fortuna diaria en forma de billetes de banco que casi en lugar de contarse se clasifica con distintas denominaciones y se pesa. Un millón de dólares en billetes de 100 pesa 10 kilos; un millón en billetes de 20, 45 kilos; y un millón en billetes de 5, 195 kilos.

Las monedas se introducen en una báscula electrónica especial fabricada por la Reliance Electric Company -el modelo preferido en la época en que El Zurdo dirigía el Stardust era el 8130- que las ordena y cuenta. Un millón de dólares de las máquinas de monedas de 25 centavos pesa veintiuna toneladas.

El sueño de casi todos los que un día se convierten en propietarios de casino, incluso de los que trabajan en él, consiste en imaginar exactamente cómo apartar la sala de contabilidad de las ganancias. A lo largo de los años, los métodos han pasado desde el propietario que dispone de las llaves de las cajas hasta los empleados que sacan puñados de dinero antes de que se haya contado el efectivo. Existen complicados métodos para falsificar los comprobantes y desequilibrar las balanzas a fin de que pesen únicamente una tercera parte del líquido que entra a la sala de contabilidad. Los sistemas de camuflaje de ganancias de los casinos son tan variados como el ingenio de los que los practican.

En 1974, tan sólo seis años después de su llegada a Las Vegas, Frank Rosenthal había conseguido de la ciudad exactamente lo que había deseado: una nueva vida. Dirigía allí cuatro casinos. Se había casado con una atractiva ex corista llamada Geri McGee y vivían, junto a sus dos hijos, en una casa valorada en un millón de dólares que daba al catorceavo tee del campo de golf Las Vegas Country Club. Tenía piscina y ama de llaves. Guardaba en el armario del dormitorio más de doscientos pantalones de seda, algodón y lino hechos a medida -casi todos en tonos pastel-, confeccionados especialmente para él por sastres venidos ex profeso de Beverly Hills y Chicago. Era el hombre al que uno esperaba ver en el Stardust y su fama como director de casino innovador, que había alcanzado el éxito, pronto se extendió por todo Nevada. Llegó a formar parte de un grupo de elite de empresarios de casino, gestores de fondos de pensiones, banqueros de fondos de inversiones y políticos de Nevada empeñados en transformar Las Vegas, en alejarla de sus raíces vaqueras y gangsteriles para convertirla finalmente en el parque temático de orientación familiar para adultos de 30.000 millones de dólares.

Tenía que funcionar a la perfección.

Pero diez años más tarde, se estaba investigando a Frank Rosenthal como el gángster de los casinos de la ciudad, como presunto cerebro de una operación de defraudación multimillonaria. Se le había denegado una licencia de juego y actuaba de presentador en un programa de debate involuntariamente jocoso de noventa minutos, al que él con toda modestia había bautizado como El Show de Frank Rosenthal. Se sospechaba que trabajaba compinchado con su amigo de la infancia, Anthony Spilotro, Tony El Renacuajo, de quien el FBI afirmaba que era el principal representante de la mafia de Chicago en la ciudad, un asesino a sueldo de quien se sospechaba que había cometido como mínimo una docena de homicidios. En el momento de la explosión del coche de El Zurdo, se acusaba a Spilotro, junto con otros ocho miembros de su banda, de extorsión, de préstamo con usura y de organizar una banda para el robo de una joyería de su propiedad en el Strip. Era asimismo el principal sospechoso del intento de asesinato de El Zurdo, como hombre con un motivo para ello: tenía un asunto amoroso con la esposa de Rosenthal El Zurdo. En realidad tal vez no fuera un asunto amoroso -casi nada de lo que ocurría en Las Vegas tenía relación con el amor-, pero sí era un asunto, un asunto documentado por los agentes del FBI a quienes se había asignado el seguimiento de Spilotro y que finalmente ya era de dominio público.

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