Vuelvo a la literatura entonces. No escribo más estos informes porque escribir lo que debería me da miedo, y escribir otra cosa me da vergüenza.
Mis respetos para mis lectores.
Y mi confianza en que sabrán qué hacer en estos nuevos tiempos de la información. Tiempos en los que ustedes, también, son parte ineludible y activa.
El pibe de Policiales termina de leer el último informe de Nurit Iscar en el mismo momento en que ella atraviesa la barrera de entrada -o de salida- de La Maravillosa, en el remís del diario, con su pequeña valija cargada en el baúl que los hombres de seguridad abrieron pero no inspeccionaron, rumbo a su casa, la verdadera, su departamento en Buenos Aires. El pibe manda el informe para que salga en el diario del día siguiente. Sabe que a Rinaldi no le va a gustar. Sobre todo si Nurit Iscar no le avisó que no va a escribir más para El Tribuno. Aunque le haya avisado, se corrige, no le va a gustar. A Lorenzo Rinaldi no le gusta que lo dejen. El pibe contesta algunos mails atrasados, después junta sus cosas, apaga la computadora y está por irse a su casa cuando un grito de Rinaldi lo detiene: ¿Cómo se te ocurre mandar este informe para mañana sin consultarme?, menos mal que alguien lo leyó en el camino y me avisó. El pibe de Policiales se hace el inocente: ¿No era que los informes de Nurit Iscar iban sin corte ni edición? No me tomés el pelo, pibe, sabés que esto es otra cosa, esto no sale. La mina piró mal, ¿no te das cuenta? La estoy llamando y desapareció del mapa. Piró mal. ¿Cómo se te ocurre que esto podía salir? Hay un criterio editorial en este diario, no podemos sacar cualquier cosa. Rinaldi está muy enojado, pero intenta parecer compuesto a pesar de su tono y la vehemencia inicial: Prendé otra vez la computadora y ponete a escribir algo para cubrir este espacio, le ordena y se va a su oficina sin decir una palabra más. El pibe de Policiales se lamenta de que el mejor informe de Nurit Iscar no va ser leído por los lectores del diario. Le va a pedir permiso a algunos amigos para subirlo a sus blogs y va a poner links en Facebook, Twitter y otros sitios para que mucha gente pueda llegar a él. Mira el reloj, son las siete de la tarde. Enciende la computadora otra vez, ¿de verdad está dispuesto a escribir algo que reemplace ese informe? No, no está dispuesto. Pone el buscador de Google, escribe Erinias. Lee en Wikipedia: en la mitología griega personificaciones femeninas de la venganza, fuerzas primitivas que no se someten a la autoridad de Zeus. Vuelven a la Tierra a castigar a criminales vivos. Finalmente, a pesar de su sed de venganza, las Erinias aceptan la justicia que imparte Atenea porque quieren que el pueblo deje de despreciarlas. La venganza que cede ante la justicia. El pibe mira otra vez la hora, siete y diez. ¿Por qué está todavía en el diario?, se pregunta, pero no se refiere a la hora sino a su vida, a por qué sigue trabajando allí. La decisión de Rinaldi de no publicar el informe de Nurit Iscar, ¿no es suficiente motivo para renunciar? Vuelve a las Erinias y a la justicia. ¿Qué pasa cuando asesino y asesinados son todos gente de mierda: Chazarreta, sus amigos, Gandolfini?, se pregunta. Comprobar que Chazarreta era un hijo de puta, ¿hace su muerte más justa?, ¿hace a Gandolfini menos criminal? Que lo hayan asesinado, ¿hace a Chazarreta menos hijo de puta? Mira el reloj, siete y cuarto. Escribe en Google: Contrainformación. Descarta varias entradas y se mete en la de un libro con ese título, de Natalia Vinelli y Carlos Rodríguez Esperón. Le interesa el resumen que lee, intenta encontrarlo para descarga, no está on line. No le va a quedar más remedio que comprarlo. ¿Dónde? ¿Se conseguirá? Entra en Mercado Libre, lo encuentra y lo compra. Pacta la entrega para el día siguiente. En efectivo. Mira hacia la puerta de la oficina de Rinaldi. Mira otra vez la hora en su Blackberry: las ocho menos veinticinco. Pone en el buscador de Google: medios de información alternativos, 2.730.000 respuestas aproximadas. Entra en dos, en tres, en cinco. Entra en Indymedia, entra Radio Sur 102.7, deja el sitio de la Red Nacional de Medios Alternativos, Antena Negra y Barricada TV, para revisarlos cuando llegue a su casa. Es demasiado, no tiene suficiente tiempo en este momento. Está mareado, excitado, como si se hubiera drogado. Las ocho menos cuarto. Tiene que ser ahora. Apaga la computadora, agarra la billetera, la Blackberry y sale. Llega al correo justo cinco minutos antes de que cierre. Quiero mandar un telegrama, dice. Y redacta su renuncia a El Tribuno. Cuando sale, ya están bajando la cortina metálica. Desde su Blackberry llama a Jaime Brena: Brena, ¿querés dejar el diario y venirte conmigo a armar un portal de noticias?
Una semana después Jaime Brena y Nurit Iscar cenan en El Preferido. Él le aseguró que allí se come el mejor puchero de Buenos Aires. A menos que te guste más uno de esos restaurantes donde no te atienden mozos sino lindos chicos, y donde se come comida fusión o algún otro invento que podrías comer en cualquier ciudad del mundo, dijo Brena cuando la llamó para arreglar el encuentro. Puchero me encanta, respondió ella. Y allí están, uno frente al otro, eligiendo el vino tinto. ¿Viene con chorizo colorado?, le pregunta Nurit al mozo. Sin chorizo colorado, garbanzos y caracú no sería puchero, le contesta el hombre. Ella le guiña un ojo, alza el pulgar, cierra el menú y se lo da. Jaime Brena señala un cabernet sauvignon ytambién devuelve el menú. Ella le dice que todavía no le contestó los insistentes llamados a Rinaldi, que sabe que va a maltratarla por su último informe, sobre todo después de que el pibe hizo que circulara por Internet, y que no tiene ganas de escucharlo. Él le cuenta que por el momento seguirá trabajando en El Tribuno, que lo va a ayudar al pibe con su portal sólo de onda, que va a escribir algunos informes para él, pero que no se imagina sin levantarse para ir al diario todos los días. Que a pesar de Rinaldi, a pesar de la sección Sociedad, a pesar de las tontas estadísticas acerca de qué hacen hombres y mujeres, niñas y varones, o chicas con mucho o poco vello, él sigue eligiendo trabajar en un diario. Creo que no podría acostumbrarme a perder el olor de una redacción, dice. ¿A qué huele?, pregunta ella. Bueno, antes olía a pucho, mucho pucho, a papel y tinta de las impresoras; hoy ya no sé, pero es como si ese olor que tuvo se hubiera quedado ahí para siempre, en el aire viciado, lleno de polvo, que entra y sale de los equipos de aire acondicionado infinita cantidad de veces. Y el ruido, también extrañaría el ruido, ese motor humano que es el sonido del vértigo, de las cosas que pasan. Hoy representado por el sonido de televisores encendidos por toda la redacción que abandonan el “mute” sólo cuando aparece algo importante. El zumbido suave pero permanente de las computadoras, como un mosquito. Y teléfonos que suenan no como antes, que lo hacían todos con la misma melodía, sino cada uno con su ridículo, propio y exclusivo ring tone. Una competencia de ring tones cada vez más extraños para identificar sin ninguna duda el teléfono propio. No sé si sería feliz sin todo eso, dice Jaime Brena. Le pregunta a Nurit si empezó a escribir, y ella le cuenta que sí, le habla de su nueva novela, dos páginas apenas y mucho en su cabeza. Muertos, sí, suspenso, y la verdadera historia que corre por debajo de la muerte, la que más me importa, la cotidiana, esa que la muerte no alcanza a detener. Comen pan mientras esperan el puchero, y los dos se quejan por llenarse de miga y por los kilos que ya tienen de más. Y se ríen. ¿Tendríamos que haber hecho algo más?, pregunta ella, ¿tendríamos que haber intentado denunciar a Gandolfini? No sé, yo también me lo pregunto, contesta Jaime Brena, por ahora tendremos que cargar con eso: el costo de decir lo que sabemos, o lo que creemos saber, es demasiado alto. A lo mejor más adelante se nos ocurre cómo, a veces con el paso del tiempo aparece una oportunidad, no sé. Yo tampoco sé, dice Betibú, pero no me quedo tranquila. Llega el vino, el mozo lo sirve, ellos chocan copas y beben. Aunque no brindan. Sobre sus cabezas, en el televisor encendido sin sonido que cuelga de un soporte en la pared, empieza el noticiero de las nueve. Ellos no lo miran, deberían estirar el cuello como garzas para poder verlo, y además no les importa, hoy no quieren saber de noticias de otros.
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