Claudia Piñeiro - Betibú

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Cuando parece que la tranquilidad ha vuelto a reinar en el country La Maravillosa, Pedro Chazarreta aparece degollado, sentado en su sillón favorito, con una botella de whisky vacía a un costado y un cuchillo ensangrentado en la mano. Todo hace suponer que se trata de un suicidio. Pero pronto aparecen las dudas. ¿Acaso algún justiciero habrá querido vengar la muerte de la mujer del empresario, asesinada tres años antes en esa misma casa? ¿Será ésta la última muerte?
El Tribuno, uno de los diarios más importantes del país, deja de lado por unos días su enfrentamiento con el gobierno para cubrir a fondo la noticia. Al escenario del crimen, envía a Nurit Iscar, una escritora retirada, y a un periodista joven e inexperto. Y aunque el antiguo jefe de la sección Policiales, Jaime Brena, ha sido desplazado por sacar los pies del plato, decide involucrarse en el caso y ayudar a su reemplazante y a Nurit, a quien admira en secreto.

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En el momento en que Nurit Iscar cierra los ojos, Jaime Brena entra transpirado y con poco aire a la redacción de El Tribuno. El pibe de Policiales, que lo ve llegar, sigue atento sus movimientos tratando de decodificar si todavía está enojado con él. Brena saluda en general y se sienta en su escritorio. Sigue enojado, piensa el pibe. Jaime Brena se acomoda en su silla, se frota la cara, relaja un poco el cuello mientras enciende la computadora. En la pantalla lo está esperando el cable para su siguiente nota: El estudio de un centro médico de Lyon, Francia, que revela que los alérgicos a la penicilina tienen 64% más probabilidades de divorciarse antes de los cuarenta años que quienes no lo son. ¿Puede de verdad alguien haberse tomado el trabajo de estudiar la relación entre la penicilina y el divorcio antes de los cuarenta años? Lo lee una vez, dos veces, tres veces. Y luego apaga la computadora, saca del cajón los papeles para el retiro voluntario y los empieza a completar. El pibe de Policiales se acerca a su escritorio. Jaime Brena da vuelta los formularios para que no vea lo que está haciendo. ¿Tenés un minuto?, le pregunta el pibe. Jaime Brena lo mira pero no dice nada; el pibe sí, dice: Perdón. Jaime Brena sigue sin contestar. Perdón, vuelve a decir, me dio miedo que fueras a ver a Gandolfini sin evaluar los riesgos y me pareció que era la única manera de pararte. Okey, dice Jaime Brena, ¿algo más? El “algo más” de Brena lo deja cortado, pero el pibe hace un esfuerzo y sigue: Sí, algo más, ¿te acordás de la pregunta que me hiciste la primera vez que empezaste a instruirme sobre periodismo policial? No, dice Jaime Brena, te hice muchas preguntas, no tengo idea de cuál fue la primera. La más importante, me preguntaste a quién me quería parecer, cuál era mi modelo, pero yo todavía no sabía. No me acordaba, le responde Brena. Bueno, ahora sé, dice el pibe y espera que él le pregunte quién es ése al que quiere parecerse. Pero Brena no lo hace. Entonces lo dice sin que llegue la pregunta: A vos me quiero parecer, a Jaime Brena. Brena se lo queda mirando sin otro gesto que un imperceptible temblor en el labio inferior, como un latido involuntario; si el pibe lo conociera más, sabría que si a Jaime Brena le late así el labio inferior es porque lo que dijo acaba de clavársele en un lugar del cuerpo, no sabemos cuál, pero allí donde él todavía siente. ¿Vamos a ver juntos a Gandolfini?, dice el pibe. ¿Cómo? Que vayamos juntos, me parece una manera de bajar el riesgo, y en definitiva no podemos dejar este tema abierto por cagones, nos cuidamos entre los dos. ¿Vamos? Jaime Brena, como si fuera un día más de trabajo, como si no hubiera existido su enojo de ayer, ni los formularios del retiro voluntario a medio completar, ni la declaración de admiración del pibe de hoy, le pregunta: ¿Dónde es?, ¿te fijaste en la tarjeta que te di? El pibe maldice: La dejé en la casa de Nurit, qué tonto. Llamala y decile que te pase los datos, sugiere Brena. El pibe lo hace: Apagado, dice. ¿Para qué tiene celular esta mujer?, se pregunta Brena, como si él no fuera tan difícil de ubicar en un teléfono móvil como ella, y luego dice: Llamá a la casa. No tengo el número, voy a pedírselo a la secretaria de Rinaldi. Eso hace el pibe y vuelve al rato por el pasillo hablando con Anabella. La señora se fue, le dice la mujer, la vino a buscar el remís, ¿por qué no la llama al celular? Lo tiene apagado, ¿no sabés a dónde iba? Dijo que tenía que ver a alguien en la capital, creo. El pibe se acaricia la quijada varias veces y luego se queda con la mano abierta sobre la boca mientras niega con la cabeza, como si no quisiera sospechar que Nurit está donde está. Haceme un favor, Anabella, fijate si sobre la mesa del living la señora dejó una tarjeta que me olvidé ayer, la tarjeta de un tal Roberto Gandolfini. La mujer va a ver y cuando vuelve al teléfono le confirma su sospecha: sobre la mesa del living no hay nada. Gracias, dice el pibe, corta y va al escritorio de Jaime Brena. Nurit Iscar está yendo hacia la oficina de Gandolfini, si es que todavía no llegó. Qué mujer tremenda, se queja Brena, ¿hablaste con ella? No, pero por lo que me dijo la empleada, me juego que fue para ahí; está loca, dice el pibe. Igual de loca que nosotros, aclara Brena, pero más viva, ella lo logró. Y más allá de la admiración que le provoca esa mujer, confiesa su temor: Tenemos que alcanzarla, no me gusta pensar en lo que se puede llegar a meter. Buscá en Internet a ver si aparece la dirección de la empresa de Gandolfini, le pide Brena. Ya lo hice, contesta el pibe, no hay nada, es como si fuera un fantasma. Brena se queda pensando un instante y luego dice: Averiguá con la secretaria de Rinaldi con qué remís se maneja Nurit, si es con la agencia que siempre contrata el diario estamos salvados, si no…

Pocos minutos después el pibe habla con el remisero que llevó a Nurit Iscar a la oficina de Gandolfini, pero el hombre no tiene la dirección exacta. Sólo sabe dónde está él esperándola, estacionado en infracción, y que ella cruzó Leandro N. Alem un poco antes de Córdoba y se metió en alguno de los edificios típicos de esa zona, en cualquiera, cómo voy a saber si dos pisos más dos pisos menos son todos iguales, dice. Y que la tiene que esperar ahí. No, ya se lo dijo, no sabe en cuál edificio entró. No, ella lo va a llamar cuando termine. Por favor, no te muevas de ahí, le dice el pibe, vamos para allá. Y eso hacen.

Cuando el pibe de Policiales y Jaime Brena salen del diario Nurit Iscar ya está sentada frente a Roberto Gandolfini. Lo que puede ver a través de la inmensa ventana detrás de él es de tanta belleza que a Nurit le provoca una sensación ambivalente: por un lado, ese paisaje la atrae con su claridad y no puede impedir que sus ojos vayan hacia allí: el río, los barcos que parecen inmóviles, el reflejo del sol. Por otro lado, le resulta el marco menos adecuado para la conversación que tendrá que tener en ese mismo lugar con Gandolfini. Si ésta fuera una novela de Nurit Iscar, sacaría esa ventana. El hombre también es muy diferente de cómo ella lo había imaginado, más bajo, menos rotundo. Vestido con buena ropa, pero algo pasada de moda. Si no sospechara lo que sospecha de él, no le temería a quien está sentado delante de ella. Le parecería inofensivo. ¿Así que usted quiere entrevistarme por un libro que está escribiendo?, dice él mientras juega con una lapicera que aprieta en el extremo superior haciendo que la punta aparezca o se esconda intermitentemente. Sí, dice ella, le agradezco que me haya atendido a pesar de la confusión con la cita. Gandolfini asiente con un gesto apretado en la boca y luego dice: ¿Cuál es el tema de su libro? Bueno, estoy investigando sobre empresas que prestan servicios especiales o fuera de lo común. Ah, si es así, me temo que voy a desilusionarla, mis empresas no son algo tan extraordinario, dice, pero se le nota una falsa humildad. Tal vez para usted no, porque es cosa de todos los días, pero para los lectores sí. El hombre la mira, ella sabe que él la está estudiando. Me dijo mi secretaria que le recomendó que me viniera a ver Luis Collazo. Sí, un poco antes de su muerte, dice Nurit que va directo al punto para detectar alguna reacción en la cara de Gandolfini. Pero el hombre dice casi sin expresión: Una desgracia, me enteré de que se ahorcó. Apareció ahorcado, corrige ella; una desgracia, sí. ¿Y sobre cuál de las empresas que manejo es que quiere consultarme? Sobre una que se ocupa de eliminar gente a pedido, dice ella intentando mostrarse impasible. ¿Eliminar de dónde?, pregunta él. Eliminar del mundo. Gandolfini se sonríe: ¿Y qué le hace pensar que yo tengo una compañía que se ocupa de eso? Tal vez no sea suya, tal vez sólo la haya contratado. Otra vez, señora, no sé qué le hace pensar eso. Ciertas circunstancias y coincidencias. Circunstancias y coincidencias la pueden llevar a un lugar equivocado. El hecho de que todos los integrante del grupo “La Chacrita”, incluso su hermano, hayan muerto en condiciones muy particulares es algo que llama la atención; ¿recuerda al grupo La Chacrita, no?, y cuando ella lo nombra, espera que Gandolfini se muestre inquieto, apenas, lo suficiente como para marcar una diferencia. Sin embargo, tampoco ahora esa inquietud aparece, o ella no la nota. Claro que me acuerdo, es más, creo que todavía tengo conmigo una foto de ellos que recuperé hace algún tiempo, dice y Nurit sabe a qué foto se refiere y sospecha que de donde la recuperó es del portarretrato de Chazarreta, como si esa foto fuera su trofeo de guerra. ¿Pero qué le llama la atención de algo tan de todos los días como matarse en una ruta?, pregunta Gandolfini. Que matarse en una ruta es la manera precisa en que todos creían que iba a morir su hermano. Debería entonces haber atendido esa percepción de los demás y haber manejado más despacio; mi hermano nunca escuchó a nadie y el mayor desafío de su vida parecía ser batir su propio récord de velocidad. Opinan que manejaba muy bien, dice Nurit. Muy bien pero demasiado rápido, aclara Gandolfini, fuera de toda norma, y poniendo en riesgo no sólo a sí mismo, sino también a los demás. ¿Así que usted cree que yo hice algo para inducirlo o para provocar que se mate en la ruta? Usted o alguien que usted contrató, sí, eso me imagino, afirma Nurit. Le corté los frenos, por ejemplo. Por ejemplo. Usted tiene una imaginación prodigiosa, dice Gandolfini y se sonríe. Y a Collazo para que se cuelgue y a Bengoechea para que se mate esquiando, agrega él. Ella completa: A Miranda lo hizo matar de un disparo disfrazado de francotirador alienado, y a Chazarreta lo mandó matar como murió su mujer: degollado. Cada una de las muertes fue como debía ser, como era esperable que fuera. Gandolfini asiente con la cabeza: Ahora que lo dice, sí, en eso tengo que darle la razón: cada uno murió como debía morir. El hombre se para, va hacia la ventana, mira el río. Sin darse vuelta dice: Lo que no significa que yo haya tenido que ver con esas muertes. Ni nadie. Puede ser nada más que una coincidencia, el destino que suscribe la probabilidad estadística del riesgo de cada uno, señora Iscar. Hasta se puede tratar de justicia divina, si uno lo quiere ver desde una mirada “religiosa”, por llamarla de alguna manera. O que alguien estudió esa posibilidad y se dio cuenta de que era la mejor manera de ocultar un crimen, dice ella, que cada uno muriera como debía morir. Él se da vuelta y la mira: Y usted cree que ese alguien soy yo. Sí. Gandolfini se sonríe otra vez, vuelve a su silla, mira a Nurit sin todavía decir nada. No, pensándolo bien, si esta fuera una novela de Nurit Iscar, ella no sacaría esa ventana, es uno de los pocos elementos que les permite moverse a los personajes. Gandolfini intenta desarmar las elucubraciones de Nurit Iscar por el absurdo: O sea que para usted, yo soy casi Dios; o Dios mismo. No creo en Dios. Atea, dice él. Agnóstica, corrige ella. Gandolfini la mira, pero ahora en sus ojos hay un brillo que, Nurit Iscar cree, es más excitación que preocupación. Como cuando alguien muy competitivo en algún juego descubre que su rival es bueno, casi tan bueno como él, pero que aun así tiene muchas posibilidades de ganarle. Y que, si es así, si lo logra, le va a producir una gran satisfacción vencerlo. Más que a ninguno. Muy buena idea la suya, señora Iscar, muy buena, ¿se la puedo robar?, ¿la tiene registrada? ¿Se imagina?, yo, desde esta oficina con vista al río, equipada con la mejor tecnología y confort, decorada con un gusto excelente que no es una virtud mía sino de los arquitectos que contraté, a lo mejor yo, le decía, desde acá, puedo manejar dos o tres personas en el país y sicarios en otros países, poca gente, como para que el secreto esté bien guardado, y por una cifra que dependerá de la dificultad de cada caso, hago matar a quien sea exactamente en la forma en que todos esperan que ese alguien va a morir. Algo así, dice Nurit. No deja de ser una buena idea, sí, debo reconocérselo. Y además de sicarios debería manejar gente experta en obtener datos de las víctimas, ¿no?, continúa con entusiasmo Gandolfini. Espías a la vieja usanza y espías de red. Gente que pueda averiguar hasta la marca de la ropa interior que lleva una posible víctima. Gandolfini se sonríe, va hacia un costado de la oficina y se sirve un café. ¿Café?, pregunta. No, gracias, dice ella. Pero supongamos que usted tiene razón, que esas muertes no fueron accidentes, supongamos que sí hay una cabeza detrás de ellas, vuelvo a insistir: ¿por qué yo?, ¿por qué querría yo matarlos más allá de lo simpáticos o antipáticos que me parecieran mi hermano y sus amigos? Nurit Iscar responde sin eufemismos, va directo al punto, lo quiere ver reaccionar: Porque usted presenció la violación de Emilio Casabets. Ahora sí, por primera vez, la cara de Gandolfini sufre una pequeña transformación, ella lo nota, como si la tensión se le hubiera instalado en las mejillas, en el arco de las cejas, en el rictus. No hace una mueca, no se ríe, pero su cara se endurece. Tal vez hasta no haya sido la única violación que lo obligaron a presenciar. Y llegó un punto en el que usted no pudo más con la culpa de haber sido testigo sin haber hecho nada por evitarlo, remata Nurit. Gandolfini la mira con la misma dureza por un rato y luego dice entre dientes, casi para él: Tenía apenas ocho años. Yo no lo juzgo por nada de lo que haya pasado entonces, dice Nurit Iscar, sino por las muertes recientes. Un sentimiento que estuvo oculto durante años salió a la superficie mucho después, cuando su hermano y sus amigos aparecieron con frecuencia en los diarios por la muerte de Gloria Echagüe. Gandolfini va otra vez a la ventana, se queda con la vista perdida, toma su tiempo y después, como si se tratara de un actor que logró concentrarse y regresar a su papel dice: Usted tiene mucha imaginación. Eso no se lo niego, confirma ella. Aunque hace años haya pasado lo que pasó y yo haya estado allí, insisto: ¿qué prueba tiene para demostrar que tuve algo que ver con esas muertes? Ninguna, dice Nurit, todavía ninguna. Mire, señora Iscar, todo lo que usted dice podría ser así o podría no serlo. Pero en este mundo nada es si no puede probarse. Además, supongamos por un rato que usted tiene razón, que yo manejo sicarios en distintas partes del mundo, o hasta que tengo una empresa semejante, le digo más, supongamos que yo usé esa empresa no sólo para sacarme de encima a esta gente que menciona, sino también a algunos otros, como un negocio, para hacerla rentable. Supongamos que algo que empezó respondiendo a una necesidad personal se expandió a otros usos. ¿No cree entonces que yo sería alguien demasiado poderoso e intocable? Yo y mi compañía. Una compañía “matagente”. Sería una empresa muy exitosa, todo grupo de poder recurriría a mí, yo les prestaría servicios y me deberían favores. Gente de la política, otros empresarios, hasta religiosos de distintos credos, por qué no. Me convertiría así en alguien intocable. Imagínese que yo, o mejor dicho mi empresa, pudo haber hecho caer el helicóptero del hijo de un presidente. O pudo haber tirado a una secretaria indiscreta por la ventana de su casa simulando que quería cortar un cable de televisión. O hasta pudo haber inducido a un poderoso empresario a que se volara la cabeza de un escopetazo. Mucho poder tendría yo, señora Iscar, mucho, ¿no cree? Sería lo que se dice “un intocable”. Nadie es intocable, dice ella. Ah, no crea, muchos favores por cobrar en el momento preciso son un salvoconducto. Pero no quiero contarle más. No debo contarle más, señora. Ya bastante problema tuve después de mi encuentro del otro día con Jaime Brena. ¿Quién le hizo problema?, pregunta Nurit. Todos reportamos a alguien, ¿o no? ¿Se preguntó usted si habrá alguien arriba mío o si yo soy verdaderamente mi propio jefe? Porque eso también pasa hoy día, ¿no?, un investigador, usted, por ejemplo, cree que descubrió al asesino, pero ¿quién es el asesino? ¿El que desea la muerte de otro, el que la contrata, el que la ejecuta con un degüello, o un tiro, o el método que usted prefiera, el que organiza esa ejecución, el que la planea, el que la encubre, el que cobra por el trabajo? ¿Quién de ellos es más responsable? ¿Cómo es la pirámide del asesinato hoy? ¿Quién es en este siglo XXI el verdadero asesino, señora Iscar? Todos, responde ella. Una respuesta fácil, señora, una respuesta políticamente correcta. Y las respuestas políticamente correctas, además de mariconas, nunca dicen la verdad. ¿Sabe qué respondería yo? Que el asesino es el que queda vivo al final de todo, ese al que nadie pudo matar. Los demás son sólo eslabones. Eslabones reemplazables en la mayoría de los casos. Pero el que queda vivo al final, ése es otra cosa, ése sí que tiene poder de verdad. Gandolfini se levanta y camina por la oficina otra vez sin mirar a Nurit Iscar, con la vista perdida en el río. Luego se detiene y dice: Ay, ay, ay… estuvo cerca, pero nunca sabrá si dio en el blanco. La única persona que se lo podría confirmar soy yo, y yo no se lo confirmo, señora Iscar, lo siento. ¿Podrá soportar esta incertidumbre? ¿Podrá soportar que no le respondan a su pregunta, que no le confirmen su teoría?, ¿podrá soportar que nadie le diga si esto que usted imaginó con tanto detalle es la verdad? Yo sé que sí, que es la verdad, dice Nurit, e intenta parecer firme y decidida, aunque las piernas le tiemblan debajo de sus pantalones negros. No, no puede saberlo, en su interior hay algo que duda, que le exige dudar, yo puedo verlo. Y Gandolfini la mira como si de verdad estuviera viendo esa duda en ella. Recién después de un rato de silencio tenso, él pregunta: ¿La puedo ayudar en algo más? No, dice Nurit, creo que nada más, usted fue muy claro, más de lo que imaginé que iba a ser, me llevo mucho material. No creo que pueda usarlo, señora, no hay fuente confiable que pueda citar. Yo no soy periodista, soy escritora, puedo contar sin citar fuentes, puedo dar por hecho algo que sólo está en mi imaginación. Es sólo cuestión de llamar a lo que escribo “novela” en lugar de “crónica”, un detalle casi menor, cuenta Nurit. Gandolfini la mira, la estudia, decide qué pieza va a mover de acuerdo con su rival y no con el juego. Yo sí quiero decirle algo más, señora Iscar. ¿O prefiere que la llame Betibú?, pregunta Gandolfini ante el asombro de Nurit, mientras saca de un cajón de su escritorio una carpeta amarilla cruzada en el extremo superior derecho por dos rayas gruesas y negras, como un crespón. Betibú me dicen sólo los amigos. Ah, no quería parecer atrevido, disculpe. Sin abrir la carpeta que acaba de sacar del cajón, pero dejando su mano encima de ella como si estuviera por hacer un juramento sobre la Biblia, recita lo que probablemente es su contenido -como le contará Nurit Iscar a Jaime Brena y al pibe de Policiales en unos minutos más-, lo recita de memoria: Jaime Brena, sesenta y dos años, vida desordenada, excesos de distinto tipo: alcohol, cigarrillo, drogas, aunque ahora sólo consume marihuana. No realiza ejercicio físico. Muerte aconsejada: infarto. Nurit pasa del asombro a la conmoción. Él sigue. Paula Sibona: cincuenta y seis años, actriz, sin problemas médicos a la fecha. Etcétera, etcétera. Le gusta salir y frecuentar gente que no conoce. Muerte aconsejada: ataque de amante ocasional en su propio departamento después de una noche de sexo. Juan y Rodrigo Pérez Iscar, dice Gandolfini, ¿sus hijos, no? ¡Basta!, dice ella. ¿No quiere que siga? No. Puedo intentar con otros amigos. No me interesa saber. ¿En serio?, mire que me estoy jugando, mire que si trasciende que le estoy pasando esta información me costará bien caro. Ella sigue aterrada, sin poder emitir un sonido. Él lo nota. Quédese tranquila, es sólo un juego, un ejercicio teórico, nadie va a morir. Por el momento. No es bueno que muera gente sin motivo, eso nunca es bueno. Mi hermano y sus amigos tenían que morir, no importa si murieron en accidentes o los mataron. Se lo merecían. Hoy están muertos, y eso, para mí, es un alivio. Como si el mundo estuviera otra vez en equilibrio. Nadie me puede culpar de sentirme aliviado por la muerte de gente tan miserable, ¿entiende? Nurit se levanta: Sí, entiendo, dice y le tiemblan las piernas. ¿La acompaño? No, sé el camino. ¿No le intriga saber cuál sería la manera en que “teóricamente” debería morir usted? Nurit no contesta, pero le encantaría saberlo. Usted no es un caso sencillo, ¿sabe? Se arriesga poco. No frecuenta gente que no conoce, no bebe demasiado, no fuma ni se droga. Dígame, ¿es usted feliz? Nurit Iscar otra vez queda descolocada con una pregunta de Gandolfini, aunque ésta sea de otro tipo. Ay, señora, qué difícil es ser feliz, ¿no?, se lo digo yo que tengo, casi, todo. Si usted, si Betibú, muriera en el country donde está ahora, lo más aconsejable es que fuera por escape de monóxido de carbono. Las casas que tienen la caldera adentro, aunque sea en un gabinete aparte, en el cuarto de servicio o en un lavadero, por ejemplo, son un peligro. Eso estaría bien, no sería la primera en morir así en un country. Hubo varios casos, por más que se trate de casas caras, se preocupan por otras cosas, ¿sabe? Pero si ya estuviera de vuelta en su departamento, yo diría que lo más aconsejable sería que se cayera por el hueco del ascensor. Una salida imprevista y distraída, alguien la llama por algo urgente, usted agarra sus cosas a las apuradas, deja el teléfono, se lo olvida, no se detiene, no puede, la luz del pasillo no funciona, llama al ascensor, cree que está ahí, el mecanismo falla y usted abre la puerta y da un paso al vacío. También podría caerse de su balcón al regar las plantas, pero eso es demasiado parecido a la muerte de la secretaria que cortaba el cable de la televisión, y usted se merece más protagonismo, algo más exclusivo.

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