Mientras tanto, mientras Jaime Brena recuerda cómo bautizó Betibú a Nurit Iscar, el pibe de Policiales, con la computadora apagada, se pregunta qué hacer. Y qué hacer no significa qué escribir acerca de los crímenes de La Maravillosa, ni siquiera qué escribir acerca de otros crímenes menores en interés mediático pero de los que también tiene que ocuparse. Se pregunta qué hacer de su vida. Si lo que quiere es seguir haciendo carrera en El Tribuno -siempre que le dejen hacerla-, para un día terminar siendo editor de una sección que no le interese o en la que tenga que consultar cada cosa que se aparte de la línea editorial del diario con Rinaldi o con quien lo reemplace. ¿En diez años estará él allí? ¿Estará Rinaldi? ¿Y Jaime Brena?, ¿dónde estarán ellos de acá a diez años? Mira a su alrededor. El pibe de Policiales no quiere parecerse a los editores que ve compartiendo la redacción con él. Mucho menos quiere parecerse a Rinaldi, que alguna vez fue también periodista. Él quiere parecerse a Jaime Brena. Pero Jaime Brena fue desplazado de la sección que le correspondía por naturaleza a una sección que lo único que hace es amargarle la vida. Eso tampoco quiere él, el pibe de Policiales. ¿Hay lugar hoy en El Tribuno para ser el periodista que él quisiera ser? ¿Se sentirá cada día más libre trabajando allí o cada día más atado a intereses que desconoce pero que le serán dados como pautas inamovibles? ¿Está dispuesto a que se le pase la vida allí, como a Jaime Brena, para recién comprobar una cosa o la otra cuando ya no queden muchas más opciones que seguir o el retiro voluntario? No lo sabe, no sabe nada. Apenas sabe, ahora sí, que quiere ser periodista. Periodista de Policiales. Y que se quiere parecer a Jaime Brena. Pero no quiere terminar en el lugar en el que él está hoy. Eso no.
Nurit Iscar deja sus cosas a un costado, enciende la computadora y empieza a tipear su último informe. El pibe de Policiales busca a Karina Vives pero le dicen que hoy no fue a trabajar, que dio parte de enferma y él se preocupa. Jaime Brena entra en la oficina del comisario Venturini, que lo recibe con su habitual: ¿Cómo vas, querido? Pero esta vez Jaime Brena no le sigue el chiste, no dice: Yo bien pero pobre, mi comisario. Sólo se sienta, frente a él, del otro lado del escritorio y dice: ¿Avanzó algo con la muerte de Collazo? Venturini pone cara de fastidio. Ese tema está cerrado, Brena, Collazo se suicidó, ¿por qué me querés hacer trabajar hasta cuando no es necesario? ¿Por qué apareció usted también cuando se murió Collazo, comisario? ¿Qué quiere decir también? Que por jurisdicción no correspondía que estuviera en la muerte de Chazarreta, ni tampoco en la de Collazo. ¿Casualidad?, ¿asistencia a otros colegas?, ¿intereses particulares? A ver, ¿desde cuándo te tengo que dar explicaciones de en qué causa me meto y en cuál no? No, tener no tiene, comisario, sólo quería tratar de entender por qué me evade este último tiempo. Venturini se lo queda mirando, parecería que quisiera hablar, que dudara si hacerlo o no. Y finalmente dice esto: Mirá, Brena, a veces tenemos que aceptar nuestras limitaciones, a veces no podemos llegar hasta donde quisiéramos, pero eso no invalida todo lo demás que hacemos. Que una vez tengamos que transar, ¿nos hace transas? No sé, dígame usted, comisario. No, no nos hace transas, nos hace humanos, a veces podemos, y a veces no. A veces podemos por el camino que corresponde, y a veces tenemos que tomar otros caminos que no sabemos si nos van a llevar o no a donde queremos ir, ¿me entendés? La verdad que no. No te preocupes, tampoco se puede entender todo, eso también es humano, pero confiá en mí, yo te aseguro que soy un tipo confiable. Brena no contesta, no sabe si creerle. Quisiera, pero no sabe. Ya no hay nada más que hacer allí.
Jaime Brena se para, hace el gesto de que se saca un sombrero que no tiene, lo vuelve a dejar sobre su cabeza, dice: Comisario. Y se va.
Es más fácil salir que entrar.
Me despido. Éste es mi último informe desde La Maravillosa. Ya no escribiré más esta columna acerca del caso Chazarreta. Pero quiero que recuerden lo que aquí les digo: el hecho de que éste sea el último informe es un acto de voluntad del que quiero dejar constancia. Yo decidí no escribir más sobre la muerte de Pedro Chazarreta ni sobre otras muertes relacionadas. Y eso es una decisión, una elección.
No quiero que suceda como tantas otras veces que un tema, una noticia, una información que un día ocupó espacio e interés, empiece a perder lugar y frecuencia hasta que nadie hable más de ella. Eso es lo que se busca a veces: que la noticia se desvanezca, que nos olvidemos del asunto. No es el caso. Dejo de escribir porque tengo miedo. Dejo de escribir porque no tengo pruebas ni garantías suficientes para decir lo que pienso. Lo único que tengo es temor y conjeturas. Este caso no está resuelto. Y no voy a poder ser yo ser yo quien lo resuelva. Quizá no lo resuelva nadie. Quizá pronto ya nadie hable del caso Chazarreta. No lo permitan.
Lo que pasa con esta noticia policial es trasladable a cualquier noticia y a la situación general de los medios hoy. Una agenda de prioridades informativas que deja afuera ciertas noticias es censura. No permitan que nadie les arme su agenda. Ni los unos ni los otros. Lean muchos diarios, vean muchos noticieros, todos, hasta aquellos con los que no están de acuerdo, y recién después armen su propia agenda. La comunicación hoy dejó de ser emisor-receptor, la armamos entre todos. Jerarquizar las noticias de acuerdo con el criterio propio y no con la agenda impuesta es hacer contrainformación. Y la contrainformación no es una mala palabra sino todo lo contrario. Es informar desde un lugar distinto, desde un lugar de no poder.
Hay que entender y mostrar los móviles de grupos y personas. No conformarse con una causa directa, ir más profundo, entender conductas. ¿Qué tiene que ver esto con noticias policiales?, ¿qué con un asesinato? Mucho. Deja más tranquilo pensar que a Chazarreta lo mataron por tal o cual motivo. No cuenten conmigo para un análisis tan simple. Si no puedo hacer un análisis más profundo no lo haré, pero ustedes sepan que esa profundidad existe y les está siendo negada. Yo hoy se las niego por miedo. Búsquenla siempre, en una noticia policial, pero también en una noticia política, internacional, de espectáculos o deportiva. Decir quién tomó un cuchillo y abrió el cuello de Chazarreta de un lado al otro es decir quién lo mató y a su vez es no decir nada. ta?, ¿importa que el fundador de ese colegio tenga causas por reiterados abusos?, ¿importa cuál era la ideología de Chazarreta y sus amigos en la adolescencia y cuál era en los últimos tiempos? Creo que sí, que importa. ¿Influyen los agravios, abusos y crímenes no resueltos de otros tiempos en los agravios, abusos y crímenes de ahora, o en los futuros? Cuando no importan los antiguos agravios quedan heridas abiertas y, lo que es peor, a veces alguien se cree con derecho a reparar lo que en su momento no tuvo justicia. Pero la justicia por mano propia no deja de ser otro agravio, entonces se alimenta una rueda de odios y venganzas que no termina más. ¿Es menos asesino el que mata a quien se lo merece? La condena justa del agravio cometido, del crimen cometido, es lo único que nos puede salvar como sociedad.
No se olviden de los crímenes impunes, porque siempre encierran algo más tremendo que el crimen mismo.
Hoy dejo de escribir en este diario no porque esto no me importe, sino exactamente por todo lo contrario. Rodolfo Walsh reconoce que a partir de 1968 empezó a desvalorizar la literatura “porque ya no era posible seguir escribiendo obras altamente refinadas que únicamente podía consumir la ‘intelligentzia burguesa’, cuando el país empezaba a sacudirse por todas partes. Todo lo que escribiera debía sumergirse en el nuevo proceso, y serle útil, contribuir a su avance. Una vez más el periodismo era aquí el arma adecuada”. ¿Sigue siendo hoy el periodismo, este periodismo, el arma adecuada? No lo sé, ni tengo derecho a responder esa pregunta porque no soy periodista. Yo soy escritora. Invento historias. Y a ese mundo de ficción volveré cuando termine este último informe. Porque en ese lugar no tengo miedo, porque en ese lugar puedo inventar otra realidad, una aún más cierta. Allí es donde puedo empezar una novela cualquiera, la próxima, con una mujer que viene a hacer las tareas domésticas a la casa de alguien como Pedro Chazarreta, por ejemplo, y que tiene que pasar como cada día por todos los controles de acceso a La Maravillosa sin saber, sin sospechar, que cuando llegue al chalet de su patrón se encontrará con que él fue degollado. Puedo fingir una investigación, descubrir lazos que nadie vio con otras muertes, determinar culpables materiales e ideólogos, decir por qué se mató a quien se haya matado. Inventar una y otra vez. Hasta decir, por ejemplo, que las responsabilidades últimas hay que buscarlas en un alto empresario, en un rascacielos, una torre imponente de Retiro, o de Puerto Madero, o en Manhattan. Donde yo quiera, porque no tengo que rendir cuentas. Una oficina con una gran ventana. O no, sin ventana. Total, todo será apenas una realidad que yo inventé. Una novela es una ficción. Y mi única responsabilidad es contarla bien.
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