El remís que lleva a Nurit Iscar, poco después de su salida ruidosa de El Tribuno, está entrando en la Panamericana. Es un día fresco pero con sol del mejor otoño. Hace rato que ella no recorre esa autopista, años. Nurit Iscar es del sur del Gran Buenos Aires, un conurbano muy diferente de ese donde se está metiendo ahora. Al conurbano sur ella regresa cada tanto a ver a sus amigos del colegio Comercial N° 2. Pero lo que ahora ve a un lado y al otro de la Panamericana, y lo que ve cuando va hacia al sur por el Camino de Cintura, es bien distinto. En los costados del Camino de Cintura hay gomerías, talleres mecánicos, piletas de obras sociales o sindicatos, una universidad, y desde hace unos años un hipermercado y hasta un driving de golf, recuerda. También recuerda que en la Panamericana había muchos hoteles alojamiento. Ya no hay tantos, o no los descubre hoy en medio del progreso que inundó una banquina y otra. Los coches que la rodean también son distintos de los que la rodearían si fuera hacia el sur del conurbano. Cuando ella se aleja hacia el sur el parque automotor envejece, aparecen autos destartalados, con alguna luz que no prende y patentes con las primeras letras del abecedario. En cambio los autos que la rodean ahora, a medida que se aleja de la capital, son cada vez más lujosos, más nuevos, con patentes que empiezan con H o I. Shoppings, cines, restaurantes, fábricas, bancos, empresas de distinto tipo, clínicas. Y ya en el ramal Pilar la sorprende el verde de las banquinas, el pasto recién cortado, la prolijidad a un lado y al otro de la ruta. Sobre la colectora, en muchos tramos todavía con calle de tierra para la que no llegó el asfalto, hay casas de decoración, casas de antigüedades, cementerios privados, agencias de autos de todas las marcas, pequeños complejos de oficinas, malls -ese invento yanqui de negocios de primera necesidad, farmacia, minimercado, quiosco, etc., para abastecer poblaciones alejadas de la ciudad-, un restaurante de sushi de la cadena que tiene un local en Puerto Madero cerca de la oficina donde trabaja su ex marido. Pensar en el sushi la llevó a su ex marido y su ex marido a sus hijos, y entonces Nurit Iscar se da cuenta de que ni Rodrigo ni Juan le contestaron el mensaje en el que ella les avisaba que se ausentaba por unos días y dónde podían encontrarla. Ya están grandes, piensa. Pero no le da consuelo.
Poco antes del peaje detecta los primeros countries. El country al que va usted no se ve desde la ruta, le dice el chofer, hay que meterse. Hay que meterse, repite ella más para sí misma que para el hombre. En algún kilómetro del ramal Pilar el auto toma una salida hacia la derecha y deja la ruta para transitar por una calle lateral, perpendicular a la Panamericana. Recorre unas cuantas cuadras, más de diez, luego dobla a la izquierda, cruza una vía que parece muerta, y después avanza otras cuadras más hasta quedar, por fin, frente a la entrada de La Maravillosa. Todavía quedan dos móviles de canales de noticias haciendo guardia. Y entonces Nurit Iscar se tiene que enfrentar con el primer problema. “Primera prueba de resistencia” la llamó cuando más tarde se lo contó a Carmen Terrada. No hay nadie en la casa que autorice el ingreso, le dice el guardia. No, claro, en la casa no hay nadie porque yo voy a ocupar la casa, le contesta ella. Pero es que nadie me dio la autorización para dejarla pasar. Mire, acá tengo las llaves, como voy a tener llaves sin autorización. No sería la primera, señora. Llame al dueño, por favor, le pide Nurit. Lo estamos llamando pero en la casa no hay nadie. Claro que no hay nadie, llámelo a otra parte, a un celular. No tenemos sus datos personales, sólo el teléfono de la casa. Okey, yo lo ubico, dice ella. Sí, como no, dice el guardia, pero por favor libere la entrada hasta que consiga la autorización. La libero, la libero, dice Nurit Iscar, y mientras el remisero se estaciona a un costado ella llama a El Tribuno, le explica a la secretaria de Rinaldi su problema y la mujer le asegura que lo arregla en seguida, que se despreocupe. Nurit Iscar baja la ventanilla y deja que el sol le pegue en la cara. Suspira. Tranquila, señora, le dice el remisero, en un ratito nos dan vía libre, hay que tenerles paciencia, siempre es así en estos lugares. Pero ella mucha paciencia no tiene y, aunque se esfuerza, se impacienta. Unos minutos después se acerca un guardia al auto. El remisero pone el motor en marcha, ahí vienen a darnos el okey, dice. Pero se equivoca. Señor, no puede estacionarse acá. Ah, ya me corro, dice el remisero. ¿Por qué?, pregunta Nurit, indicándole al hombre que la lleva, con una palmada en el hombro, que no se mueva de donde está. Porque no se puede estacionar frente a la entrada del country responde el guardia. No veo ningún cartel de Vialidad Nacional ni Provincial que diga prohibido estacionar. Es una disposición del country, señora. El remisero suspira. El country no puede disponer de lo que no es suyo, la calle es pública, señor. Son órdenes de arriba, insiste el guardia. ¿De arriba de dónde?, pregunta ella. De arriba, repite el guardia. Ella mira el cielo. Arriba no hay más que nubes, le dice. De las autoridades del country, le aclara el hombre. Explíqueles a las autoridades que el country no tiene jurisdicción sobre la calle, ni sobre mi vida, ni sobre dónde decido estacionarme mientras no esté prohibido por disposiciones de Vialidad Nacional o Provincial, insiste ella. Es que está prohibido, señora, usted no escucha lo que le digo. Me parece que el que no escucha es usted. No se enoje, dice el remisero, corro el auto y listo. No, lo detiene ella, yo de acá no me muevo. Señora, ¿no se da cuenta de que un auto estacionado frente a la puerta de un lugar como éste pone en peligro la seguridad de los socios? No, no me doy cuenta, y la que estoy en peligro soy yo delante de esa gente con armas, que ni sé si tiene permiso para portarlas. ¿Tienen permiso para portarlas? El hombre no responde. Se acerca otro guardia. El remisero insiste, corro el auto y listo, no se haga mala sangre. La calle es de todos, repite ella. Yo cumplo órdenes, dice el guardia que se acercó primero. La señora está autorizada para ingresar, dice el guardia que acaba de llegar. El remisero suspira aliviado y avanza en primera. Menos mal que éstos no le van a hacer el asado del domingo, le dice. Nurit no entiende. Si le hacen el asado, se lo escupen. Es importante saber defenderse de los abusos, le dice ella. Hay causas perdidas, le dice el remisero. Eso es cierto, reconoce Nurit. Cuando llegan a la barrera, otro guardia les pide el documento a ella y a él. Y al remisero también el registro, la cédula verde y el seguro del auto. A ella le sacan una foto con una camarita. Para que ya quede registrada y no la tengamos que volver a molestar, le dice el hombre que controla la barrera. ¿Me permite el baúl?, le dice el mismo guardia al remisero, y el remisero acciona el botón que lo abre sin moverse de su asiento. Nurit Iscar se pregunta dónde quedó el resto de la oración, dónde están las palabras que faltan, la sintaxis completa. Por qué alguien dice ¿Me permite el baúl?, y omite el verbo. ¿Cuál es ese verbo? ¿Ver, o abrir, o mirar? ¿Por qué el otro entiende y acepta? No hay verbos tácitos. Me permite el baúl podría ser, me permite llevarme el baúl, sacarle el baúl, quemarle el baúl, mearle el baúl. ¿Quién le robó esos verbos al guardia, al remisero, a los que se quedaron sin verbos y ni siquiera lo saben? ¿Por qué ese robo a nadie le importa? ¿Robar palabras no es delito? ¿Se roba sólo la palabra o también lo que nombra? Okey, dice el guardia finalmente, y pasa una tarjeta magnética por un lector que hace que la barrera se levante delante de ellos. Adelante.
El auto avanza por la calle principal. Una hilera de árboles altos a un lado y al otro ocupa una vereda que no existe. Algunas ramas se tocan arriba, en las copas. ¿Ves?, esto sí que me gusta, se dice Nurit a sí misma. Pero el placer le dura poco, porque a medida que avanza la corona de árboles se va transformando en un túnel cerrado en el que ella siente que ingresa y del que no está segura si podrá salir. Como esos niños que en los cuentos infantiles abren una puerta y se sumergen en otro mundo, o se caen en un pozo que los lleva a otro reino, o se meten en un ropero que desaparece para dar lugar a un bosque encantado. O embrujado.
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