Marc Levy - La química secreta de los encuentros

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La química secreta de los encuentros: краткое содержание, описание и аннотация

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«El hombre más importante de tu vida acaba de pasar por detrás de ti. Para encontrarlo deberás hacer un largo viaje y localizar a las seis personas que te conducirán hasta él… Hay dos vidas en ti, Alice. La que conoces y la que te espera desde hace tiempo.» Divertida, original, encantadora y maravillosa, La química secreta de los encuentros te cautivará y, sobre todo, te hará FELIZ.

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– No es que me haya aburrido -dijo Daldry al volver a la calle-, es sólo que no he comido nada desde ayer al mediodía y no me opondría a un ligero tentempié.

– ¿Está loca con esta visita? -le preguntó Can a Alice ignorando a Daldry.

– Estoy loca de alegría, el órgano de ese perfumista es una auténtica cueva de Alí Babá, ha organizado un encuentro maravilloso, Can.

– Estoy encantado de su encantamiento, que me encanta -respondió Can, con el rostro encendido.

– ¡Uno, dos, uno, dos! -exclamó Daldry hablando en el cuenco de su mano-. Aquí Londres, ¿me recibe?

– Dicho esto, señorita Alice, debo informarle de que ciertas palabras de su vocabulario se me escapan y me son muy difíciles de traducir. Por ejemplo, no he visto el instrumento musical que se parece a una alcoba de babas en la casa de ese hombre -prosiguió Can sin prestarle la más mínima atención a Daldry.

– Lo siento, Can, es jerga propia de mi oficio, le dedicaré un rato para explicarle esos matices y será el intérprete de Estambul más cualificado en perfumería.

– Es una especialidad que me gustaría mucho, le quedaría agradecido para siempre, señorita Alice.

– Bueno -refunfuñó Daldry-, debo de haberme quedado afónico, por lo visto, ¡nadie oye lo que digo! ¡Tengo hambre! ¡¿Podría indicarnos un sitio donde podamos comer sin que la señorita Alice se ponga enferma?!

Can lo miró insistentemente.

– Tenía intención de arrastrarles a un lugar que les costará olvidar.

– Estupendo, ¡se ha dado cuenta de que estoy aquí!

Alice se acercó a Daldry y susurró en su oído.

– No es usted muy amable con él.

– No me diga, ¿es que lo encuentra amable conmigo? Tengo hambre. Le recuerdo que no comí por solidaridad, pero ya que se compincha con nuestro fabuloso guía, me retiro de mi ayuno.

Alice le dirigió una mirada afligida a Daldry y se fue con Can, que se mantenía al margen.

Bajaron las callejuelas escarpadas hasta la parte baja de Cihangir. Daldry paró un taxi y les preguntó a Can y a Alice si se unían a él o si preferían coger otro coche. Se instaló en el asiento trasero sin preguntar y no le dejó otra opción a Can que tomar asiento al lado del taxista.

Can le comunicó una dirección en turco y no se volvió en todo el trayecto.

*

Las gaviotas inmóviles holgazaneaban en las barandillas de los muelles.

– Vamos allá -dijo Can señalando una barraca de madera en la punta del embarcadero.

– No veo restaurante alguno -protestó Daldry.

– Porque no sabe mirar bien -respondió Can cortésmente-, no es lugar para turistas. No es un sitio de lujo, pero van a disfrutar.

– ¿Y no tendría, por casualidad, algo tan prometedor como ese garito pero que tuviera un poco más de encanto?

Daldry señaló las grandes casas cuyos cimientos se hundían en el Bósforo. La mirada de Alice se paralizó en una de esas residencias, cuya fachada blanca se distinguía de la de las demás.

– ¿Ha tenido una nueva aparición? -preguntó Daldry en tono burlón-. Con la cara que ha puesto…

– Le he mentido -balbuceó Alice-. La otra noche tuve una pesadilla todavía más realista que las anteriores y, en esa pesadilla, vi una casa semejante a ésta.

Apretando los dientes, Alice clavaba la mirada en el edificio blanco. Can no comprendía lo que parecía inquietar de pronto a su cliente.

– Son yalis -dijo el guía con voz tranquila-, viviendas vacacionales, vestigios del esplendor del Imperio otomano. Eran muy apreciadas en el siglo XIX. Ahora lo son menos, los propietarios están hechos una ruina con los gastos de calefacción en invierno; la mayor parte de ellas necesitarían ser rebilitadas .

Daldry cogió a Alice por los hombros y la obligó a mirar hacia el Bósforo.

– No veo más que dos posibilidades. O sus padres alargaron su único viaje más allá de Niza y era demasiado joven para recordar lo que le dijeron sobre ello, o poseían un libro sobre Estambul que leyó en su infancia y que ha olvidado. Las dos posibilidades, por cierto, no son incompatibles.

Alice no recordaba que ni su madre ni su padre le hubiesen hablado de Estambul y, por más que revisitase en su memoria todas las habitaciones del piso de sus padres -su habitación y su cama grande con la manta gris; la mesilla de noche de su padre, donde había una funda de gafas de cuero con un despertador pequeño; la de su madre, con una foto de ella, prisionera desde sus cinco años en un marco de plata; el baúl al pie de la cama; la alfombra de rayas rojas y marrones; el comedor, su mesa de caoba y sus seis sillas a juego; el aparador donde se encontraba la vajilla de porcelana preciosamente guardada para los días de fiesta, pero en la que no se servía nunca; el Chesterfield donde la familia se instalaba para escuchar el folletín radiofónico de la tarde; la pequeña biblioteca; los libros que leía su madre…-, nada de todo eso tenía relación alguna con Estambul.

– Si sus padres entraron en Turquía -sugirió Can-, tal vez haya rastros de su paso ante las autoridades concernidas. Mañana el consulado británico organiza una ceremonia de gallas, su embajador vuelve especialmente de Ankara para recibir a una larga delegación militar y a otros tantos oficiales de mi gobierno -anunció Can con orgullo.

– ¿Y cómo se ha enterado usted de este evento? -preguntó Daldry.

– Porque, evidentemente, ¡soy el mejor guía de Estambul! Bueno, es cierto que por un artículo en el periódico esta mañana. Y, como también soy el mejor intérprete de la ciudad, he sido inviclutado para la ceremonia.

– ¿Nos está anunciando que tendremos que prescindir de sus servicios mañana por la noche? -preguntó Daldry.

– Les iba a proponer invitarles a esa siesta.

– No se pavonee, el cónsul no va a invitar a todos los ingleses que residan en Estambul en este momento -replicó Daldry.

– No sé lo que quiere decir pavonearse, pero voy a estudiar esa palabra. Mientras tanto, la joven secretaria que se ocupa de la lista de invitados se dará el gusto de hacerme el favor de inscribir sus nombres, no puede negarle nada a Can… Les haré llegar unos salvoconductos a su hotel.

– Es usted un tipo extraño, Can -dijo Daldry-. Después de todo, si eso le complace -prosiguió volviéndose hacia Alice-, podríamos presentarnos ante el embajador y pedirle la ayuda de los servicios consulares. ¿De qué sirve nuestra Administración si ni siquiera podemos pedirle que nos eche una manita cuando la necesitamos? Bueno, ¿qué le parece?

– Tengo que saberlo a ciencia cierta -suspiró Alice-, quiero comprender por qué esas pesadillas son tan realistas.

– Le prometo hacer lo que sea por arrojar luz sobre este misterio, pero después de haber tomado algo; si no, será usted quien pronto tendrá que ocuparse de mí, estoy al borde de un síncope y tengo una sed espantosa.

Can señaló con el dedo el restaurante de pescadores que había al cabo del embarcadero. Luego se alejó y fue a sentarse en un pilote.

– Que aproveche -dijo, con los brazos cruzados, con tono de indiferencia-, les espero aquí, sin moverme de este muelle.

La mirada incendiaria que le lanzó Alice no se le escapó a Daldry, quien dio un paso hacia Can.

– Pero ¿qué hace sentado en esa cosa? ¿No creerá que vamos a dejarlo aquí solo con este frío?

– No quiero importunarles -respondió el guía- y me pido la cuenta de que les incordio. Váyanse a comer, estoy acostumbrado a los inviernos de Estambul y también a la lluvia.

– Ay, ¡deje de refunfuñar! -protestó Daldry-. Y, puesto que es un restaurante local, ¿cómo voy a hacerme comprender sin tener a mi lado al mejor intérprete de la ciudad?

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