A mediodía se ponían en camino otra vez, vagando con los ojos colorados, equipados en su mayor parte con camisas y pantalones nuevos. Recogieron los caballos restantes en la herrería y el herrador les ofreció una copa. Era un hombre menudo y recio de nombre Pacheco y tenía por yunque un enorme meteorito de hierro en forma de muela grande y el juez apostó a que podía levantarlo y apostó después a que podía sostenerlo sobre su cabeza. Varios hombres se abrieron paso para tocar el hierro y moverlo de un lado a otro, pero el juez no quiso perder la oportunidad de explayarse sobre la naturaleza férrica de los cuerpos celestes y sus poderes y sus atributos. Dos líneas fueron trazadas en la tierra a una distancia de tres metros y hubo una nueva ronda de apuestas, monedas de media docena de países tanto en oro como en plata e incluso varios boletos o documentos de propiedad de minas próximas a Tubac. El juez agarró aquella enorme escoria que había vagado durante milenios por ignotos rincones del universo y la levantó sobre su cabeza y se quedó tambaleando y luego avanzó. Salvó la línea por un palmo y el juez no compartió con nadie las especias amontonadas en el jirel que había a los pies del herrero, puesto que ni siquiera Glanton había salido fiador de aquella tercera prueba.
Saliendo de Tucson - Una cubería original
Intercambio - Bosques de cirio gigante
Glanton ante la lumbre - La tropa de García
El paraselene - Fuego divino
El ex cura hablando de astronomía
El juez sobre los extraterrestres, el orden, la teleología en el cosmos
Truco con monedas - El perro de Glanton
Animales muertos - Las arenas - Una crucifixión
El juez hablando de la guerra - El cura no dice nada
Tierras quebradas, tierras desamparadas
El atlas de Tinajas - Un hueso de piedra
El Colorado - Argonautas - Los yumas
Los barqueros - Hacia el campamento yuma.
Partieron con el crepúsculo. El cabo que estaba en la garita de sobre el portal salió y les gritó el alto pero no se detuvieron. Eran veintiún hombres y un perro y una pequeña carreta a bordo de la cual el idiota y su jaula habían sido atados como para una travesía por mar. Atado detrás de la jaula iba el barrilete de whisky que habían vaciado la noche anterior. El barrilete había sido desmontado y enarcado de nuevo por un hombre a quien Glanton había nombrado tonelero interino de la expedición y ahora contenía en su interior un odre hecho con la tripa de una oveja en el que habría unos tres cuartos de galón de whisky. El odre iba encajado en el bitoque por la parte de dentro y el resto del barrilete estaba lleno de agua. Así pertrechados cruzaron la verja y las murallas hacia la pradera que vibraba a la luz estriada del crepúsculo. La carreta crujía y se sacudía y el idiota se aferraba a los barrotes de su jaula y graznaba al sol con voz ronca.
Glanton iba en cabeza de la columna sobre su flamante silla de montar Ringgold guarnecida de hierro que había cambiado por alguna cosa y llevaba un sombrero nuevo que era negro y le sentaba bien. Los reclutas, en número de cinco, sonrieron entre ellos y miraron al centinela. David Brown cerraba la marcha y dejaba allí a su hermano lo que a la postre sería para siempre y su humor era tan agrio que podría haber disparado al centinela sin mediar provocación alguna. Cuando el centinela dio una segunda voz Brown giró empuñando el rifle y el otro fue lo bastante juicioso para ponerse a cubierto y ya no se le volvió a oír. En el largo crepúsculo los salvajes partieron para ir a su encuentro y se procedió a intercambiar el whisky sobre una manta de Saltillo extendida en el suelo. Glanton prestó poca atención a la ceremonia. Cuando los salvajes hubieron contado oro y plata a gusto del juez, Glanton pisó la manta y con el tacón de la bota juntó las monedas y luego se apartó y ordenó a Brown que recogiera la manta. Mangas y sus lugartenientes intercamiaron miradas sombrías pero los americanos montaron y emprendieron camino y nadie volvió la mirada atrás salvo los reclutas. Estaban al corriente de los detalles de la operación y uno de ellos se alineó con Brown y le preguntó si los apaches los seguirían.
De noche no, dijo Brown.
El recluta volvió la espalda y miró las siluetas que rodeaban el barrilete en aquel socavado yermo en penumbra.
¿Por qué?, dijo.
Brown escupió. Porque está oscuro, dijo.
Cabalgaron hacia el oeste siguiendo la base de un monte y pasaron por una mísera población tapizada de fragmentos de loza procedente de un horno que había habido allí en tiempos. El guardián del idiota cabalgaba al lado de la jaula y el idiota se aferraba a los barrotes y veía pasar el paisaje en silencio.
Aquella noche atravesaron bosques de cirios gigantes y se adentraron al oeste en las colinas. El cielo estaba cubierto y aquellas columnas estriadas que pasaban en la oscuridad eran como ruinas de vastos templos proporcionados y graves y el silencio era solo interrumpido por las voces de las lechuzas enanas que allí merodeaban. En aquel terreno abundaban chollas, algunas de cuyas matas se agarraban a los caballos con pinchos que habrían atravesado la suela de una bota y de las colinas empezó a levantarse un viento que sopló toda la noche con un silbido de víbora entre la interminable extensión de espinos. Siguieron adelante y la tierra se fue volviendo rala y aquella fue la primera de una serie de jornadas sin una gota de agua y allí fue donde acamparon. Aquella noche Glanton estuvo un buen rato contemplando los rescoldos del fuego. Sus hombres dormían pero muchas cosas habían cambiado. Demasiadas ausencias, ya fueran desertores o muertos. Los delaware, todos asesinados. Contempló el fuego y si vio allí portentos a él le daba lo mismo. Viviría lo suficiente para ver el mar occidental y puesto que en todo momento se sentía acabado le dominaba la indiferencia. Tanto si su historia era concomitante a hombres y naciones como si terminaba allí. Hacía tiempo que había desistido de sopesar las consecuencias y concediendo como lo hacía que el destino de los hombres está fijado se arrogaba no obstante la facultad de contener en sí mismo todo lo que alguna vez sería y todo lo que el mundo le depararía alguna vez y puesto que la carta de su destino estaba escrita en la piedra original él se atribuía la autoridad y así lo manifestaba y conduciría al sol inexorable a su definitiva extinción como si lo hubiera tutelado desde el inicio de los tiempos, antes de que existieran los caminos, antes de que existieran hombres o soles por los que pasar.
Enfrente de él tenía la detestable enormidad del juez. Medio desnudo, garabateando en su cuaderno. Los pequeños lobos del desierto aullaban en el bosque espinoso que habían atravesado y en la llanura seca que había ante ellos otros les respondían y el viento abanicaba las ascuas que Glanton contemplaba. Los huesos de cholla ardiendo en su incandescente cestería vibraban como holoturias en llamas en la oscuridad fosfórica de las profundidades marinas. El idiota había sido acercado al fuego dentro de su jaula y ahora observaba incansable las llamas. Glanton levantó la cabeza y vio al chaval al otro lado de la lumbre, acuclillado sobre su manta observando al juez.
Dos días después encontraron una zarrapastrosa legión al mando del coronel García. Eran tropas de Sonora en busca de una banda de apaches comandados por Pablo y su número ascendía a un centenar. De aquellos jinetes unos iban sin sombrero y otros sin pantalón y algunos iban desnudos bajo sus capas y portaban armas de desecho, viejos fusiles y mosquetes Tower, unos con arcos y flechas o apenas unas cuerdas con las que estrangular al enemigo.
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