Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Siguieron adelante. Varios perros habían empezado a ladrar. El perro de Glanton corría nervioso venteando de acá para allá y del campamento había partido una delegación de jinetes.

Eran chiricahuas, unos veinte o veinticinco. Hacía mucho frío incluso con el sol ya alto, pero ellos montaban medio desnudos, sin otra cosa encima que botas y retales y aquellos emplumados yelmos de cuero en la cabeza, salvajes de la edad de piedra embadurnados de oscuros blasones pintados a la arcilla, grasientos, pestilentes, con los caballos pintados pero pálidos de polvo y corveteando y resoplando el frío. Portaban lanzas y arcos y algunos tenían mosquetes y sus cabellos eran largos y negros y sus ojos, más negros aún, escrutaron a los americanos estudiando sus armas con la esclerótica inyectada en sangre y opaca. Sin cruzar palabra se infiltraron con sus caballos entre el grupo en una suerte de ritual como si ciertos puntos del suelo debieran ser pisados en una determinada secuencia, como en un juego infantil mas con el temor a alguna terrible prenda.

El jefe de aquellos guerreros paniaguados era un hombre bajo y moreno embutido en un uniforme militar mexicano de desecho y llevaba una espada y llevaba uno de los colts Whitneyville que habían pertenecido a los batidores metido en un tahalí abigarrado. Descansó sin desmontar delante de Glanton y evaluó la posición de los otros jinetes y luego preguntó en buen español a dónde se dirigían. Acababa de abrir la boca cuando el caballo de Glanton adelantó la quijada y agarró de la oreja al caballo del jefe. Manó sangre. El caballo chilló y se encabritó y el apache trató de no caer y no bien había desenvainado su espada se vio cara a cara con la negra lemniscata que era el doble cañón del rifle de Glanton. Glanton propinó dos manotazos al hocico de su caballo y este sacudió la cabeza con un ojo semicerrado y la boca chorreando sangre. El apache hizo girar a su poni y cuando Glanton volvió la cabeza vio que sus hombres estaban en punto muerto con los salvajes, ellos y sus armas imbricados en una construcción tensa y frágil como esos rompecabezas donde el emplazamiento de cada pieza depende de la posición de todas las demás y a la inversa, de manera que ninguna puede moverse sin que la estructura entera corra peligro de desmoronarse.

El jefe fue el primero en hablar. Señaló hacia la oreja sangrante de su montura y soltó un colérico alegato en apache, evitando mirar a Glanton. El juez se adelantó en su caballo.

Vaya tranquilo, dijo. Un accidente, nada más.

Mire, dijo el apache. Mire la oreja de mi caballo.

Sujetó la cabeza del animal para mostrarla pero el caballo se zafó y al sacudir la oreja de un lado a otro salpicó de sangre a los jinetes. Sangre de caballo o de lo que fuera, un temblor recorrió aquella precaria arquitectura y los ponis se quedaron rígidos y convulsos en la rojez del sol saliente y el desierto zumbó bajo sus patas como un tambor. Los frágiles términos de aquella tregua no ratificada fueron radicalmente violados cuando el juez se irguió sobre los estribos y levantó un brazo y gritó una salutación hacia el tendido.

Otros ocho o diez guerreros venían a caballo de la muralla. Su jefe era un hombre colosal dotado de una cabeza colosal y vestía un sobretodo cortado a la altura de las rodillas para dejar pasar las cañas de sus mocasines y vestía una camisa a cuadros y un pañuelo rojo al cuello. No llevaba armas pero los hombres que lo flanqueaban iban armados con rifles de cañón corto y portaban también las pistolas de arzón y otros avíos de los batidores asesinados. Al acercarse los otros salvajes les dejaron paso. El indio cuyo caballo había sido mordido les señaló la oreja en cuestión pero el jefe se limitó a asentir afablemente con la cabeza. Situó su montura en ángulo respecto al juez y el caballo arqueó el pescuezo y el indio era un jinete experto. Buenos días, dijo. ¿De dónde vienen?

El juez sonrió y se tocó la marchita guirnalda de su frente, olvidando a buen seguro que no llevaba sombrero. Presentó a su jefe Glanton con gran formalidad. Hubo intercambio de saludos. El hombre se llamaba Mangas y era cordial y hablaba bien el español. Cuando el indio del caballo herido volvió a reclamar la atención el hombre desmontó y agarró la cabeza del animal y se la examinó. Era patizambo a pesar de su estatura y curiosamente proporcionado. Miró a los americanos y miró a los otros jinetes y les hizo una señal.

Andale, dijo. Se volvió a Glanton. Son amistosos. Están un poco borrachos, nada más.

Los apaches habían empezado a separarse de los americanos como quien se desengancha de un arbusto espinoso. Los americanos aguardaban con los rifles en vertical y Mangas se llevó el caballo herido y le volvió la cabeza hacia arriba valiéndose únicamente de las manos para sujetarla mientras el animal ponía los ojos en blanco. Tras una breve discusión quedó claro que fuera cual fuese la valoración de los daños, el único género con que se los podía indemnizar era el whisky.

Glanton escupió y miró al otro de arriba abajo. No hay whisky, dijo.

Se hizo el silencio. Los apaches se miraron entre sí. Miraron las alforjas y las cantimploras. ¿Cómo?, dijo Mangas.

Que no hay whisky, dijo Glanton.

Mangas soltó la cabezada de cuero crudo. Sus hombres le observaban. Miró hacia el pueblo amurallado y luego miró al juez. ¿No whisky?, dijo.

No whisky.

Su rostro, entre los ceñudos de los demás, era impasible. Miró a los americanos, a sus pertrechos. Realmente no parecían hombres capaces de llevar whisky que no hubieran bebido. El juez y Glanton no se movían de sitio y no ofrecieron otra vía de posible negociación.

Hay whisky en Tucson, dijo Mangas.

Sin duda, dijo el juez. Y soldados también. Se adelantó en su caballo con el rifle en una mano y las riendas en la otra. Glanton avanzó. El caballo que estaba detrás de él se movió también. Entonces Glanton se detuvo.

¿Tiene oro?, dijo.

Sí.

¿Cuánto?

Bastante.

Glanton miró primero al juez y luego nuevamente a Mangas. Bueno, dijo. Tres días. Aquí mismo. Un barril de whisky.

¿Un barril?

Un barril. Metió piernas al caballo y los apaches se apartaron y Glanton y el juez y los que les seguían desfilaron hacia las puertas de la sórdida población de adobe que ahora parecía arder en la llanura al sol naciente del invierno.

El teniente que mandaba la pequeña guarnición se llamaba Couts. Había estado en la costa con las tropas del comandante Graham y a su regreso cuatro días después había encontrado Tucson sometido a un asedio informal por parte de los apaches. Estaban borrachos de un brebaje que ellos mismos destilaban y había habido tiroteos dos noches seguidas y un clamor insistente exigiendo whisky. La guarnición disponía de un cuarto de culebrina de doce libras y munición de mosquete montada sobre el muro de contención y Couts contaba con que los indios se retirarían cuando se terminara el alcohol. Era muy educado y se dirigía a Glanton llamándole capitán. Ninguno de los andrajosos partisanos se había dignado desmontar. Contemplaron la ruinosa fortaleza. Un burro con los ojos vendados y atado a una pértiga daba vueltas y más vueltas a una machacadera y la barra de tracción crujía en sus garruchas. Gallinas y otras aves más pequeñas escarbaban en la base del molino. La pértiga estaba a más de un metro del suelo pero aun así las aves agachaban la cabeza cada vez que les pasaba por encima. En el polvo de la plaza había varios hombres que parecían dormidos. Blancos, indios, mexicanos. Unos cubiertos con mantas y otros no. Al fondo de la plaza estaba el poste de flagelación cuya base se había oscurecido de tantas meadas de perro. El teniente siguió la dirección de su mirada. Glanton se había echado atrás el sombrero y miró hacia abajo.

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