Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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¿Dónde se puede echar un trago en esta pocilga?, dijo.

Eran las primeras palabras que pronunciaba alguno de ellos. Couts los miró con calma. Ojerosos y perturbados y negros del sol. Las líneas y poros de la piel incrustados de pólvora a fuerza de limpiar los cañones de sus armas. Hasta los propios caballos parecían animales distintos de los que él conocía, adornados como iban de pelo y dientes y piel humanos. Aparte de las armas y las hebillas y algunas piezas de metal en las guarniciones, nada hacía pensar que los recién llegados tuvieran relación alguna con la invención de la rueda.

Hay varios sitios, dijo el teniente. Pero ninguno ha abierto todavía.

Y piensan seguir cerrados, dijo Glanton. Avanzó a caballo. No volvió a abrir la boca y de los otros ninguno había dicho palabra. Al cruzar la plaza algunos vagabundos levantaron la cabeza de sus mantas y los vieron pasar.

La cantina a la que entraron era una habitación cuadrada y el dueño se puso a servirles en ropa interior. Se sentaron en un banco junto a una mesa de madera y bebieron taciturnos en la penumbra.

¿De dónde son ustedes?, dijo el dueño.

Glanton y el juez salieron con la intención de reclutar a alguien de entre la chusma tirada por la plaza. Algunos se habían sentado y pestañeaban al so1. Armado con un cuchillo de caza, un hombre retaba al que quisiera medirse con él para comprobar quién tenía el mejor acero. El juez pasó entre aquellas gentes con una sonrisa.

Capitán, ¿qué lleváis en esas valijas?

Glanton volvió la cabeza. El juez y él llevaban sus maletines de grupa al hombro. El que había hablado tenía la espalda apoyada en un poste y el codo en una rodilla doblada.

¿En estas alforjas?, dijo Glanton.

En esas.

Oro y plata hasta arriba, dijo Glanton. Y así era.

El holgazán sonrió mostrando los dientes y escupió.

Por eso quiere ir a California, dijo otro. Como ya tiene un saco lleno de oro…

El juez sonrió benévolo a aquel par de bribones. Aquí vais a pillar frío, dijo. ¿Quién se apunta para ir a los yacimientos?

Un hombre se levantó y se alejó unos pasos y meó en la calle.

A lo mejor el salvaje quiere ir con vosotros, dijo un tercero. Él y Cloyce son dos buenos elementos.

Hace tiempo que hablan de ir a California. Glanton y el juez fueron a buscarlos. Una rudimentaria tienda de campaña hecha de un toldo viejo. Un rótulo que decía: Vean al Salvaje por 25 centavos. Detrás de una lona de carro había una burda jaula de paloverde en cuyo interior se agazapaba un imbécil desnudo. El piso de la jaula estaba alfombrado de porquería y comida pisoteada y las moscas lo invadían todo. El idiota era menudo y deforme y tenía la cara sucia de heces y se puso a mear hacia ellos con cansina hostilidad mientras mordía un zurullo en silencio.

El propietario llegó de la parte de atrás haciéndoles gestos con la cabeza. Aquí no puede entrar nadie. El local está cerrado.

Glanton echó un vistazo al lóbrego recinto. La tienda olía a aceite y humo y excrementos. El juez se agachó para examinar al idiota.

¿Esa cosa es tuya?, dijo Glanton.

Sí.

Glanton escupió. Un hombre nos ha dicho que querías ir a California.

Bueno, dijo el propietario. Sí. Es verdad. ¿Qué piensas hacer con eso?

Llevarlo conmigo.

¿Y cómo piensas transportarlo?

Tengo un poni y una carreta. Para transportarlo.

¿Cómo andas de dinero?

El juez se incorporó. Le presento al capitán Glanton, dijo. Manda una expedición que se dirige a California. Está dispuesto a aceptar algunos pasajeros bajo protección de la compañía siempre y cuando puedan equiparse por su cuenta.

Oh, bueno. Sí, tengo algo de dinero. ¿De cuánto estamos hablando?

¿Cuánto dinero tienes?, dijo Glanton.

Bien. Suficiente, me parece a mí. Yo diría que lo justo.

Glanton le miró detenidamente. Te diré lo que voy a hacer, dijo. ¿De veras quieres ir a California o solo hablas por hablar?

¿A California?, dijo el hombre. Pues claro.

Te llevaré por cien dólares, si pagas por adelantado.

Los ojos del propietario fueron de Glanton al juez y de vuelta a Glanton. Ojalá tuviera tanto, dijo.

Estaremos aquí un par de días, dijo Glanton. Tú nos buscas algunos voluntarios más y así ajustamos un poco el precio.

El capitán los tratará bien, dijo el juez. De eso puede estar seguro.

Sí señor, dijo el propietario.

Al pasar junto a la jaula Glanton miró de nuevo al idiota. ¿Les dejas ver esta cosa a las mujeres?, dijo.

Bueno, dijo el propietario. Nunca me lo ha pedido ninguna.

A eso del mediodía la compañía se había trasladado a una casa de comidas. Había tres o cuatro hombres dentro cuando ellos entraron y al verlos se levantaron y se fueron. Detrás del edificio había un horno de barro y la cama de un carro destrozado con unos cuantos cacharros y un puchero encima. Una anciana cubierta por un chal gris estaba cortando costillas de buey con un hacha bajo la atenta mirada de dos perros. Un hombre alto y enjuto con un mandil manchado de sangre entró por la puerta de atrás y miró a la compañía. Se inclinó y puso las dos manos sobre la mesa.

Caballeros, dijo, no nos importa servir a gente de color. Todo lo contrario. Pero les pedimos que se sienten en esa otra mesa. Es por aquí.

Se echó atrás y extendió una mano en un extraño gesto de hospitalidad. Sus huéspedes se miraron unos a otros.

¿De qué diablos está hablando?

Síganme, dijo el hombre.

Toadvine miró hacia donde Jackson estaba sentado. Varios hombres miraron a Glanton. Tenía las manos apoyadas al frente y la cabeza un poco ladeada como si fuera a bendecir la mesa. El juez solo sonreía, cruzado de brazos. Estaban todos un poco bebidos.

Se piensa que somos negros.

Guardaron silencio. La vieja que estaba en el patio había empezado a canturrear una dolorosa tonada y el hombre seguía con la mano extendida. En el vano de la puerta estaban las alforjas y las cartucheras y las armas de la compañía.

Glanton levantó la cabeza. Miró al hombre.

¿Cómo se llama?, dijo.

Me llamo Owens. Soy el dueño de esto.

Señor Owens, si no fuera usted un maldito estúpido podría echar una ojeada a estos hombres y sabría como hay Dios que ninguno de ellos se va a levantar de donde está para ir a otra mesa.

Entonces no puedo servirles.

Eso ya es asunto suyo. Pregúntale a la vieja lo que hay, Tommy.

Harlan estaba sentado al extremo de la mesa y se inclinó para gritar a la mujer de afuera y preguntarle en español qué tenía de comer.

La mujer miró hacia la casa. Huesos, dijo.

Huesos, dijo Harlan.

Dile que los traiga, Tommy.

No les traerá nada a menos que yo se lo diga. Soy el dueño.

Harlan ya estaba gritando hacia la puerta.

Sé a ciencia cierta que ese hombre de allá es negro, dijo Owens.

Jackson le miró.

Brown se volvió al dueño. ¿Tiene una pistola?, dijo.

¿Pistola?

Sí, una pistola. Tiene o no.

No, yo no tengo pistola.

Brown sacó de su cinto un pequeño Colt de cinco tiros y se lo lanzó por la mesa. Owens lo paró y se lo quedó mirando.

Ya tiene pistola. Ahora mate al negro.

Oiga, espere un momento, dijo Owens.

Dispare, dijo Brown.

Jackson estaba ya de pie y se había sacado del cinto uno de sus pistolones. Owens le apuntó con el colt. Baje eso, dijo.

Déjate de dar órdenes y mata a ese cabrón.

Baje eso. Maldita sea. Díganle que no me apunte.

Mátalo.

Amartilló la pistola.

Jackson hizo fuego. Simplemente pasó la mano izquierda sobre el revólver que sostenía en un gesto breve como una chispa y accionó el percutor. El pistolón brincó en su mano y dos puñados de los sesos de Owens salieron por la parte posterior de su cráneo y cayeron al suelo con un ruido fofo. Owens se desplomó y quedó tumbado de bruces con un ojo abierto y la sangre manando de la destrucción que mostraba la parte posterior de su cabeza. Jackson se sentó. Brown se puso de pie y recuperó su pistola y bajó el percutor y se la metió por el cinto. Eres el negro más bestia que me he tirado en cara, dijo. Consigue unos platos, Charlie. Dudo que esa vieja esté todavía ahí afuera.

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