Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Glanton y sus hombres estudiaron a la tropa con glacial atonía. Los mexicanos se acercaron tendiendo las manos para pedir tabaco y Glanton y el coronel intercambiaron rudimentarias cortesías y luego Glanton se abrió paso entre la impertinente horda. Eran de otra nación, aquellos jinetes, y toda la tierra que se extendía al sur y de la cual procedían así como las tierras al este hacia las que se dirigían estaban muertas para él y tanto el terreno como sus posibles ocupantes le parecían remotos y discutibles en su sustancia. Esta sensación se propagó entre la compañía antes de que Glanton se hubiera apartado por completo de ellos y cada hombre giró en su caballo y así lo hicieron uno por uno y ni siquiera el juez dio una excusa para poner fin a aquel encuentro.

Cabalgaron hacia la oscuridad y el desierto blanqueado por la luna se extendió ante ellos frío y pálido y la luna descansaba en un cerco y en aquel cerco había una luna postiza con sus propios mares grises y nacarados. Acamparon en un terreno de aluvión donde unos muros de agregado seco señalaban el antiguo curso de un río y encendieron un fuego alrededor del cual se sentaron en silencio, los ojos del perro y del idiota y de algunos hombres brillando rojos como ascuas cuando volvían la cabeza. Las llamas oscilaban al viento y las brasas palidecían y se oscurecían y palidecían y se oscurecían como el pulso sanguíneo de un ser vivo eviscerado frente a ellos en el suelo y contemplaron el fuego, el fuego que contiene en sí mismo algo de los propios hombres en la medida en que el hombre es menos sin él y se aparta de sus orígenes y está como exiliado. Pues cada fuego es todos los fuegos, el primer fuego y el último que habrá nunca. El juez se levantó para cumplir alguna oscura misión y al cabo de un rato alguien preguntó al ex cura si era verdad que en un tiempo hubo dos lunas en el cielo y el ex cura miró a la falsa luna que tenían encima y dijo que era muy posible. Pero que sin duda el sabio Dios de las alturas, consternado por la proliferación de lunatismo en esta tierra, se habría humedecido un dedo y se habría inclinado desde el abismo para extinguirla de un pellizco. Y si se le hubiera ocurrido otro medio para que los pájaros encontraran su camino en la oscuridad quizá habría suprimido también la otra luna.

Se le planteó luego la pregunta de si en Marte o en otros planetas del vacío existían hombres o criaturas similares y el juez que había vuelto a la lumbre y estaba medio desnudo y sudando tomó la palabra y dijo que no los había y que en todo el universo no había más hombres que los de la tierra. Todos le escuchaban con atención, los que se habían vuelto para mirarle y los que no.

La verdad sobre el mundo, dijo, es que todo es posible. Si no lo hubierais visto desde el momento de nacer y despojado por tanto de su extrañeza os habría parecido lo que es, un juego de manos barato, un sueño febril, un éxtasis poblado de quimeras sin analogía ni precedente, una feria ambulante, un circo migratorio cuyo destino final después de muchos montajes en otros tantos campos enfangados es más calamitoso y abominable de lo que podemos imaginar.

El universo no es una cosa acotada y su orden interno no está limitado, en virtud de ninguna latitud de conceptos, a repetir en una de sus partes lo que ya existe en otra. Incluso en este mundo existen más cosas sin que nosotros tengamos conocimiento de ellas que en todo el universo y el orden que observamos en la creación es el que nosotros le hemos puesto, como un hilo en el laberinto, para no extraviarnos. Pues la existencia tiene su propio orden y eso no puede comprenderlo ninguna inteligencia humana, siendo que la propia inteligencia no es sino un hecho entre otros.

Brown escupió hacia el fuego. Ya estás otra vez con tus desvaríos, dijo.

El juez sonrió. Apoyó en el pecho las palmas de sus manos y aspiró el aire nocturno y se acercó y se puso en cuclillas y levantó una mano. Esta mano giró, y entre sus dedos había una moneda de oro.

¿Dónde está la moneda, Davy?

Yo te diré dónde te la puedes meter.

El juez hizo un pase rápido con la mano y la moneda titiló en el aire a la luz de la lumbre. Debía de estar atada a algún hilo sutil, crin de caballo quizá, pues rodeó el fuego y volvió al juez, que la cazó al vuelo y sonrió.

El arco de los cuerpos en rotación viene determinado por la longitud de su cuerda, dijo el juez. Lunas, monedas, hombres. Movió las manos como si estuviera liberando algo de su puño en una serie de elongaciones. Mira la moneda, Davy, dijo.

La lanzó al aire y la moneda trazó un arco en la luz del fuego y desapareció en la oscuridad. Miraron hacia la noche que la había engullido y miraron al juez y en ese acto de mirar, unos al juez y otros la noche, fueron un solo testigo.

La moneda, Davy, la moneda, susurró el juez. Estaba muy tieso y levantó una mano sonriendo al tendido.

La moneda regresó de la noche y cruzó el fuego con un ligero zumbido y la mano levantada del juez estaba vacía pero a continuación tenía la moneda. Se oyó un ruidito y el cobre estaba en su mano. Con todo algunos afirmaron que el juez había lanzado la moneda y que se había puesto otra igual en la palma de la mano y que el ruido lo había producido él con la lengua pues no en vano era un consumado malabarista además de pillo y acaso él mismo no había dicho al guardar la moneda lo que todo el mundo sabe, que hay monedas y monedas falsas. Por la mañana algunos registraron el lugar por donde había desaparecido la moneda pero si alguien la encontró fue para quedársela y al salir el sol montaron todos y reanudaron la marcha.

La carreta con la jaula del idiota daba tumbos en la retaguardia y el perro de Glanton trotaba ahora a su lado quién sabe si por algún instinto protector, como el que los niños suscitan en ciertos animales. Pero Glanton llamó al perro y al ver que no volvía recorrió en sentido inverso la pequeña columna y se inclinó y le propinó dos buenos azotes con su maniota y lo puso a correr delante de él.

Empezaron a encontrar cadenas y albardas, balancines, mulos muertos, carros. Arzones de silla carcomidos y sin cuero y blancos como el hueso, la madera con los bordes ligeramente chaflanados por los roedores. Atravesaron una región en donde el hierro no se oxidaba ni se empañaba el estaño. Bajo sus retazos de pelleja seca las corrugadas carcasas del ganado parecían los pecios de embarcaciones primitivas zozobradas en aquel vacío sin playa y pasaron lívidos y austeros junto a las negras formas disecadas de caballos y de mulas que algún viajero había vuelto a poner de pie. Estas bestias agostadas habían muerto en la arena con el pescuezo estirado por la angustia y ahora erectas y ciegas y al sesgo con tiras de cuero renegrido colgando de sus costillares estaban allí inclinadas gritando con sus largas bocas a los soles que se sucedían sobre ellas. Los jinetes siguieron adelante. Cruzaron un inmenso lago seco más allá del cual se alineaban volcanes apagados que parecían obra de insectos gigantes. Perdiéndose en la lejanía un lecho de lava vieja dejaba ver hacia el sur escorias irregulares. Bajo los cascos de los caballos la arena de alabastro formaba remolinos extrañamente simétricos como limaduras de hierro en un campo magnético y dichas formas se alzaban y se hundían de nuevo, resonando al caer sobre el terreno armónico y girando luego sobre sí mismas para desaparecer orilla abajo. Como si el sedimento mismo de las cosas contuviese todavía un residuo de receptividad. Como si en el tránsito de aquellos jinetes hubiera algo lo suficientemente horrible para quedar registrado en la máxima granulación de la realidad.

Sobre un promontorio situado al oeste de la playa vieron una burda cruz de madera en la que unos mancopas habían crucificado a un apache. El cadáver momificado colgaba de la cruceta, abierta la boca como un agujero en carne viva, una cosa de piel y hueso estragada por los vientos de piedra pómez que soplaban del lago y el pálido costillar visible bajo el poco pellejo todavía pegado al tórax. Siguieron adelante. Los caballos hollaban taciturnos aquel suelo extranjero y la tierra redonda rodaba debajo de ellos surcando el vacío aún mayor en que estaban inmersos. En la neutra austeridad de aquel territorio todos los fenómenos tenían adjudicada una extraña paridad y ni araña ni guija ni brizna de hierba podían reivindicar su primacía. La claridad misma de estas cosas contradecía su familiaridad, pues la mirada deduce el todo en base a un rasgo o una parte y aquí todo era igual de luminoso y todo atezado por igual de sombra y en la democracia óptica de tales paisajes toda preferencia se vuelve caprichosa y hombre y roca terminan por asumir parentescos insospechados.

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