Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Meridiano de sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Estaban bebiendo en una cantina a una treintena de metros de allí cuando el teniente entró en el local con media docena de hombres armados. La cantina consistía en una sola habitación y en el techo había un agujero por donde un tronco de luz solar caía sobre el piso de barro y los que cruzaban la estancia procuraban rodear aquella columna de luz como si pudiera estar al rojo vivo. Eran unos vecinos aguerridos y fueron hasta la barra y volvieron en sus harapos y sus pieles como hombres de las cavernas enfrascados en un trueque innombrable. El teniente rodeó aquel hediondo solárium y se plantó delante de Glanton.

Capitán, vamos a tener que arrestar al responsable de la muerte del señor Owens.

Glanton alzó la vista. ¿Quién es Owens?, dijo.

El señor Owens es el caballero que regentaba la casa de comidas. Lo han matado a tiros.

Lo lamento, dijo Glanton. Siéntese.

Couts hizo caso omiso. Capitán, no pretenderá negar que uno de sus hombres 1e ha matado, ¿verdad?

Ni más ni menos, dijo Glanton.

Capitán, eso no cuela.

El juez surgió de la oscuridad. Buenas tardes, teniente, dijo. ¿Estos hombres son los testigos?

Couts miró a su cabo. No, dijo. No son testigos. Diablos, capitán, se les ha visto entrar en el local y se les ha visto salir después del disparo. ¿Me va a negar que usted y sus hombres han comido allí?

Categóricamente, dijo Glanton.

Pues le juro que puedo demostrarlo.

Haga el favor de dirigirse a mí, dijo el juez. Represento al capitán Glanton en todos los asuntos legales. Creo que debería usted saber en primer lugar que el capitán no piensa permitir que le llamen embustero y yo me lo pensaría dos veces antes de habérmelas con él por un asunto de honor. En segundo lugar he estado todo el día con el capitán y le aseguro que ni él ni ninguno de sus hombres han puesto el pie en ese local al que usted alude.

El teniente pareció perplejo ante lo escueto de aquellas negativas. Miró al juez y luego a Glanton y de nuevo al juez. Que me aspen, dijo. Luego dio media vuelta y se abrió paso entre los hombres.

Glanton inclinó su silla y apoyó la espalda en la pared. Había reclutado a dos hombres de entre los indigentes del pueblo, una pareja nada prometedora que ahora miraba boquiabierta desde un extremo del banco con los sombreros en la mano. La mirada de Glanton pasó sobre ellos para posarse en el dueño del imbécil que estaba sentado en un aparte y le observaba.

¿Tú bebes?, dijo Glanton.

¿Por qué lo pregunta?

Glanton sacó el aire despacio por la nariz.

Sí, dijo el propietario. Bebo.

Sobre la mesa había un balde colectivo de madera con un cazo de hojalata dentro y estaba lleno en una tercera parte de whisky de carretero sacado de un tonel. Glanton señaló hacia allí con la cabeza.

Yo no pienso acercártelo.

El propietario del idiota se levantó y cogió su vaso y se aproximó a la mesa. Agarró el cazo y llenó el vaso y devolvió el cazo al balde. Hizo un gesto y levantó el vaso y bebió hasta apurarlo.

Se agradece.

¿Dónde está tu mono?

El hombre miró al juez. Miró de nuevo a Glanton. No lo llevo mucho de paseo.

¿De dónde lo sacaste?

Me lo regalaron. Mamá se murió. No había nadie que cuidara de él. A mí me lo enviaron. Desde Joplin, Misuri. Lo metieron en una caja y lo facturaron. Tardó cinco semanas en llegar. Y él ni se inmutó. Abrí la caja y allí estaba.

Toma otro trago.

El hombre cogió el cazo y se sirvió de nuevo.

Palabra. Como si tal cosa. Encargué que le hicieran un traje de pelo pero se lo comió.

A ese memo lo habrá visto ya todo el pueblo…

Sí. Ahí está. Necesito ir a California. Podría cobrar cincuenta centavos por exhibirlo.

Y también puede ser que te unten de brea y te emplumen.

Ya me pasó una vez. En Arkansas. Decían que le había dado algo. Que lo había drogado. Lo sacaron de la jaula y esperaron a que se pusiera mejor pero naturalmente no fue así. Hicieron venir a un predicador expresamente para que rezase por él. Al final me lo devolvieron. De no ser por él yo habría llegado a ser alguien importante.

Si no he entendido mal, dijo el juez, el imbécil es hermano tuyo.

Sí señor, dijo el hombre. Es la pura verdad.

El juez alargó el brazo y agarró la cabeza del hombre entre sus manos y se puso a examinarla. Los ojos del otro iban de acá para allá y se había agarrado a las muñecas del juez. El juez le sujetaba la cabeza con su mano inmensa como un peligroso curandero. El hombre se puso de puntillas quizá para acomodarse mejor a las investigaciones del juez y cuando este le soltó dio un paso atrás y miró a Glanton con unos ojos que se veían blancos en la penumbra. Los nuevos lo observaban todo con la boca abierta y el juez miró al hombre con un ojo entornado y lo estudió a fondo y volvió a agarrarle la cabeza, sosteniéndole la frente mientras con la parte carnosa del pulgar le sondeaba la nuca. Cuando el juez se dio por satisfecho el hombre retrocedió un paso y cayó encima del banco y los reclutas empezaron a menearse y a resoplar y crocitar. El propietario del idiota miró a su alrededor, deteniéndose en cada rostro como si no le bastara con uno. Se puso de pie y fue hacia el extremo del banco. Cuando estaba a medio cruzar la habitación el juez le llamó.

¿Siempre ha sido así, el idiota?, dijo.

Sí señor. Ya nació así.

Se dispuso a salir. Glanton dejó su vaso vacío delante de él y levantó los ojos. ¿Y tú?, dijo. Pero el hombre abrió la puerta y se perdió en la cegadora luz del exterior.

El teniente volvió más tarde. El juez y él se sentaron juntos y el juez repasó con él algunos temas legales. El teniente asentía con la cabeza, fruncidos los labios. El juez le tradujo del latín ciertos términos de jurisprudencia. Mencionó casos civiles y militares. Citó a Coke y Blackstone, a Anaximandro y Tales.

Por la mañana hubo más incidentes. Habían raptado a una joven mexicana. Sus ropas habían sido encontradas al pie de la muralla norte, rasgadas y sucias de sangre, y parecía que la hubieran arrojado desde arriba. En el desierto había señales de un cuerpo arrastrado. Un zapato. El padre de la niña estaba de rodillas estrechando contra su pecho un harapo ensangrentado y nadie pudo convencerle de que se levantara y nadie de que se marchara. Aquella noche encendieron fogatas en las calles y mataron un buey y Glanton y sus hombres recibieron como invitados a una abigarrada colección de civiles y soldados e indios sumisos o como les llamaban sus hermanos del otro lado de las puertas de la ciudad, tontos. Espitaron un barrilete de whisky y al poco rato los hombres se tambaleaban entre el humo. Un comerciante local llegó con una traílla de perros, uno de los cuales tenía seis patas y otro dos y un tercero cuatro ojos en la cabeza. Le propuso a Glanton que se los comprara y Glanton le ahuyentó con un gesto y amenazó con matar a aquellos monstruos.

El buey fue despellejado hasta los huesos y los propios huesos retirados y trajeron vigas de las casas en ruinas y las apilaron sobre la hoguera. Muchos de los hombres de Glanton estaban ya desnudos y dando tumbos y el juez los puso a bailar mientras tocaba una especie de violín rudimentario que había encargado hacer y las pieles nauseabundas de las que se habían despojado humeaban y se ennegrecían entre las llamas y las chispas rojas se elevaban como las almas de la patulea que habían albergado.

A medianoche los ciudadanos habían desaparecido y había hombres desnudos y armados aporreando puertas y exigiendo licor y mujeres. Con la primera luz, cuando las fogatas se habían reducido a montones de ascuas y unas cuantas chispas viajaban en volandas del viento por las frías calles, perros salvajes trotaron en torno a la lumbre arrancando de ella los restos de carne renegrida y en los portales había hombres desnudos acurrucados de frío y roncando.

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