Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Cada vez más flacos y demacrados bajo los soles blancos de aquellos días, sus ojos hundidos y secos eran como los de los noctámbulos cuando les sorprende el día. Encogidos bajo sus sombreros parecían fugitivos a una escala imponente, seres de los que el sol estuviera ávido. El propio juez se volvió callado y meditabundo. Hablaba de purificarse de las cosas que se atribuyen derechos sobre el hombre pero aquel conjunto que recogía sus observaciones no reclamaba derechos sobre nada. Cabalgaban y el viento empujaba delante de ellos el finísimo polvo gris y eran como un ejército de barbas grises, hombres grises, caballos grises. Hacia el norte las montañas miraban al sol en pliegues ondulados y los días eran frescos y las noches frías y se sentaban alrededor de la lumbre cada cual en su propio círculo de oscuridad dentro del círculo oscuro mientras el idiota observaba desde su jaula en el límite de la luz. El juez partió con el mango de un hacha la tibia de un antílope y el tuétano caliente goteó humeante sobre las piedras. Le observaron. El tema era la guerra.

El buen libro dice que quien a espada vive a espada morirá, dijo el negro.

El juez sonrió, reluciente de grasa la cara. ¿Qué hombre justo afirmaría lo contrario?, dijo.

Sí, el buen libro dice que la guerra es mala, dijo Irving. Pero no será porque en él no se hable de guerras y de sangre.

Da igual lo que los hombres opinen de la guerra, dijo el juez. La guerra sigue. Es como preguntar lo que opinan de la piedra. La guerra siempre ha estado ahí. Antes de que el hombre existiera, la guerra ya le esperaba. El oficio supremo a la espera de su supremo artífice. Así era entonces y así será siempre. Así y de ninguna otra forma.

Se volvió a Brown, a quien había oído mascullar algún reparo. Ah, Davy, dijo. Es a tu oficio al que aquí se hace honor. Yo creo que eso merece una pequeña reverencia. Que cada cual reconozca los méritos del otro. ¿Mi oficio?

Desde luego.

¿Cuál es mi oficio?

La guerra. Tu oficio es la guerra. ¿O no?

Y también el tuyo.

También. Sin duda alguna.

¿Qué me dices de esos cuadernos y esos huesos y demás?

Todos los demás oficios están contenidos en la guerra.

¿Es por eso que la guerra persiste?

No. Persiste porque los jóvenes la aman y los viejos la aman a través de aquellos. Los que han peleado y los que no.

Eso es lo que piensas tú.

El juez sonrió. Los hombres nacen para jugar. Para nada más. Cualquier niño sabe que el juego es más noble que el trabajo. Y sabe que el incentivo de un juego no es intrínseco al juego en sí sino que radica en el valor del envite. Los juegos de azar carecen de significado si no media una apuesta. Los deportes ponen en juego la destreza y la fortaleza de los adversarios y la humillación de la derrota y el orgullo de la victoria son en sí mismos apuesta suficiente porque son inherentes al mérito de los protagonistas y los determinan. Pero ya sea de azar o de excelencia, todo juego aspira a la categoría de guerra, pues en esta el envite lo devora todo, juego y jugadores.

Imaginad a dos hombres que se juegan sus propias vidas a las cartas. ¿Quién no ha oído una historia semejante? La carta más alta. Para un jugador así el universo entero no ha hecho más que arrastrarse hacia ese instante en que sabrá si va a morir a manos del otro o este a las de él. ¿Qué mejor ratificación podría existir de la valía de un hombre? Este realce del juego a su estado supremo no admite discusión alguna respecto de la idea de destino. La elección de un hombre sobre otro es una preferencia absoluta e irrevocable y es bien tonto quien crea que una decisión de ese calibre carece de autoridad o de significado. En los juegos donde lo que se apuesta es la aniquilación del vencido las decisiones están muy claras. El hombre que tiene en su mano tal disposición de naipes queda por ello mismo excluido de la existencia. Esta y no otra es la naturaleza de la guerra, cuya apuesta es a un tiempo el juego y la supremacía y la justificación. Vista así, la guerra es la forma más pura de adivinación. Es poner a prueba la voluntad de uno y la voluntad de otro dentro de esa voluntad más amplia que, por el hecho de vincularlos a ambos, se ve obligada a elegir. La guerra es el juego definitivo porque a la postre la guerra es un forzar la unidad de la existencia. La guerra es Dios.

Brown miró al juez. Holden, estás loco. Al final has perdido el seso.

El juez sonrió.

La fuerza no hace ley, dijo Irving. El hombre que vence en un combate no está moralmente vindicado.

La ley moral es un invento del género humano para privar de sus derechos al poderoso en favor del débil. La ley de la historia la trastoca a cada paso. No hay criterio definitivo que pueda demostrar la bondad o maldad de un juicio ético. Que un hombre caiga muerto en un duelo no prueba que sus opiniones fueran erróneas. Su misma implicación en ese duelo da fe de una nueva y más amplia perspectiva. El que los protagonistas acepten renunciar a una disputa que consideran tan trivial como de hecho es y apelen directamente al tribunal del absoluto histórico indica a las claras cuán poco importan las opiniones y cuánto en cambio las divergencias que los enfrentan. Pues la disputa es en efecto trivial, pero no así las voluntades independientes que de ella se derivan. La vanidad del hombre podrá ser infinita pero su saber sigue siendo imperfecto y por más que valore sus juicios llegará un momento en que tendrá que someterlos al arbitrio de una instancia superior. Y ahí no caben argumentos especiosos. Ahí toda consideración de igualdad y de rectitud y de derecho moral queda invalidada y sin fundamento y ahí las opiniones de los litigantes no cuentan para nada. Todo fallo de vida o de muerte, toda decisión sobre lo que será y lo que no será, supera cualquier planteamiento de lo que es justo. En los arbitrios de tal magnitud están contenidos todos los demás, sean morales, espirituales o naturales.

El juez miró en derredor buscando posibles controversias. ¿Y qué dice el cura?, dijo.

Tobin alzó la cabeza. El cura no dice nada.

El cura no dice nada, dijo el juez. Nihil dicit. Pero el cura dice algo, porque ha guardado los hábitos de su oficio y asumido las herramientas de esa vocación superior a que todo hombre hace honor. El cura prefiere ser un dios él mismo que servir a ese Dios.

Tobin meneó la cabeza. Eres un blasfemo, Holden. Y en realidad nunca fui cura, solo novicio de una orden.

Cura oficial o cura aprendiz, dijo el juez. Los hombres de Dios y los hombres de la guerra tienen extrañas afinidades.

Yo no pienso seguirte la corriente, dijo Tobin. No me pidas que lo haga.

Ay cura, dijo el juez. ¿Qué podría yo pedir que no me hayas dado ya?

Al día siguiente cruzaron a pie el malpaís, conduciendo los caballos por un lago de lava totalmente agrietado y de un negro rojizo como un lecho de sangre seca, enfilando aquel infierno de vidrio ambarino como los restos de una legión sombría que huyera a repelones de una tierra maldita, llevando en hombros la carreta para salvar las fisuras y los salientes mientras el idiota se aferraba a los barrotes y clamaba al sol con gritos roncos parecido a un ingobernable dios excéntrico raptado de una raza de degenerados. Cruzaron un escorial de lodos hendidos y de cenizas volcánicas tan imponderables como el fondo quemado del infierno y remontaron una sierra de denudadas colinas graníticas hasta un ceñudo promontorio donde el juez, triangulando a partir de puntos conocidos del paisaje, calculó de nuevo su trayectoria. Un cascajal se extendía hasta el horizonte. Hacia el sur más allá de las negras colinas volcánicas había una solitaria cresta albina, de arena o de yeso, parecida al pálido lomo de una bestia marina surgida de entre los oscuros archipiélagos. Siguieron andando. Tras un día de marcha alcanzaron los depósitos de piedra y el agua que buscaban y bebieron y baldearon agua de los depósitos más altos a los secos de abajo para abrevar a los caballos.

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