Los fugitivos, cura, los fugitivos.
No deberían haber matado gente en público en un pueblo tan grande pero ya no había nada que hacer. Tres hombres corrían por la calle y otros dos cruzaban la plaza a pie. Si había más no se los veía. Tobin salió de entre los caballos y sujetó el pistolón con ambas manos y empezó a disparar, el arma dando saltos y reculadas y los que corrían bamboleándose para caer de cabeza al suelo. Tobin mató a los dos que había en la plaza y asestó su pistola y disparó a los que huían por la calle. El último cayó en un portal y Tobin desenfundó la segunda pistola y pasó al otro lado del caballo y miró calle arriba y hacia la plaza por si veía moverse a alguien entre las casas. El juez volvió adentro. Los americanos se miraban entre sí y a los cadáveres con expresiones de asombro. Miraron a Glanton. Sus ojos cortaron la estancia llena de humo. Su sombrero descansaba sobre una mesa. Fue a por él y se lo puso en la cabeza y se lo ajustó por delante y por detrás. Miró en derredor. Los hombres estaban recargando sus pistolas vacías. A los caballos, chicos, dijo. Todavía queda mucho que hacer.
Cuando dejaron la cantina diez minutos después las calles estaban desiertas. Habían escalpado hasta al último muerto, resbalando en el suelo antes de arcilla apisonada y ahora un fango color de vino. Había veintiocho mexicanos dentro de la taberna y ocho más en la calle contando a los cinco que había matado el ex cura. Montaron. Grimley estaba sentado contra la pared del edificio hecho un guiñapo. No levantó la vista. Tenía la pistola sobre el regazo y la mirada perdida calle abajo y el grupo dio media vuelta y se alejó por el lado norte de la plaza y se perdió de vista.
Pasaron treinta minutos antes de que nadie apareciera en la calle. Hablaban en susurros. Al acercarse a la cantina uno de los hombres que estaba dentro apareció en el umbral como un espectro ensangrentado. Le habían cortado la cabellera y la sangre se le metía en los ojos y tenía un enorme agujero en el pecho del que entraba y salía una espuma rosada. Uno de los ciudadanos le puso una mano en el hombro.
A dónde vas?, dijo.
A casa, dijo el otro.
El siguiente pueblo donde entraron estaba a dos días de camino metido en unas sierras. No llegaron a saber cómo se llamaba. Una serie de chozas de barro en mitad de la desnuda altiplanicie. Al hacer su aparición a caballo la gente se puso a correr como animales acorralados. Sus gritos o tal vez su visible fragilidad parecieron suscitar algo dentro de Glanton. Brown le observó. Metió piernas al caballo y sacó su pistola y aquel somnoliento pueblo fue convertido en el acto en un degolladero. Muchos habían corrido hacia la iglesia y estaban aferrados al altar y de dicho refugio fueron sacados a rastras uno por uno y uno por uno asesinados y escalpados en el presbiterio. Cuando la compañía volvió a pasar por el pueblo cuatro días más tarde los muertos todavía estaban en las calles y servían de alimento a zopilotes y cerdos. Los carroñeros observaron en silencio mientras los jinetes pasaban como figurantes en un sueño. Cuando el último se hubo perdido de vista, se pusieron a comer otra vez.
Cruzaron las montañas sin descansar. Siguieron un estrecho sendero a través de un sombrío bosque de pinos de día y de noche y en silencio salvo por el crujir de los arreos y la respiración de los caballos. Una vaina de luna yacía del revés sobre los picos dentados. Todavía de noche llegaron a un pueblo de montaña donde no había farola ni sereno ni perro. En el gris amanecer se sentaron contra una pared esperando que se hiciera de día. Cantó un gallo. Se cerró una puerta. Una vieja se acercó entre la niebla del callejón dejando atrás las tapias argamasadas de una porqueriza cargada con un balancín y dos jarros. Se levantaron. Hacía frío y el aliento formaba penachos alrededor de los hombres. Bajaron las defensas del corral y sacaron a los caballos. Montaron en la calle. Se detuvieron. Los animales escarbaban y hacían caracoles en el frío. Glanton había tirado de las riendas y sacado su pistola.
Una tropa de soldados a caballo pasó por detrás de un muro en el extremo norte del pueblo y enfiló la calle. Llevaban chacós altos adornados por delante con chapa de metal y penachos de crin y llevaban guerreras verdes ribeteadas de escarlata y fajines escarlata e iban armados con lanzas y mosquetes y sus monturas bellamente enjaezadas y entraron en la calle haciendo gambetas y escarceos, caballistas a lomos de caballos, jóvenes de buen ver todos ellos. La compañía miró a Glanton. Él enfundó la pistola y sacó su rifle. El capitán de los lanceros había levantado su sable ordenando el alto. Un instante después la estrecha calle se llenaba de humo y una docena de soldados estaban en tierra muertos o agonizando. Los caballos se empinaban y relinchaban y chocaban unos con otros y los hombres eran desarzonados y se levantaban tratando de sujetar a sus monturas. Una segunda descarga descalabró sus filas. La confusión era absoluta. Los americanos sacaron sus pistolas y picaron espuelas.
El capitán mexicano sangraba de una herida en el pecho y se irguió sobre los estribos para recibir la carga blandiendo su sable. Glanton le disparó a la cabeza y de una patada lo tiró del caballo y mató sucesivamente a los tres hombres que tenía detrás. Un soldado caído había cogido una lanza y corría hacia Glanton y uno de los jinetes se adelantó en medio de la confusión y le rebanó el cuello y siguió adelante. En la humedad matinal el humo sulfuroso flotaba en la calle como una mortaja gris y los vistosos lanceros caían bajo los caballos en aquella peligrosa neblina como soldados asesinados en un sueño, desorbitados los ojos y tiesos y mudos.
En la retaguardia algunos habían conseguido hacer girar a sus caballos y volver calle arriba y los americanos estaban golpeando a los caballos sueltos con los cañones de sus pistolas y los caballos se arremolinaban despidiendo estribos hacia los lados y berreaban con aquellas bocas alargadas y pisoteaban a los que yacían muertos. Los repelieron y azuzaron a sus caballos hasta el final de la calle donde esta se estrechaba y subieron monte arriba disparando a los lanceros que huían por la vereda dejando atrás una lluvia de pequeñas piedras.
Glanton envió tras ellos un destacamento de cinco hombres y él y el juez y Bathcat regresaron. El resto de la compañía estaba ya subiendo y dieron media vuelta y saquearon los cadáveres que parecían miembros de una banda de música y destrozaron los mosquetes golpeándolos contra la pared y rompieron sus sables y sus lanzas. Al partir se encontraron con los cinco que bajaban. Los lanceros habían dejado la senda dispersándose por el bosque. Dos noches después acampando en un cerro desde donde se dominaba la amplia llanura central divisaron un punto de luz en aquel desierto, como el reflejo de una estrella solitaria en un lago de negrura absoluta.
Conferenciaron. Las llamas de su hoguera giraban y se arremolinaban en aquella mesa de piedra y estudiaron la consumada negrura que se abría a sus pies y caía como la faz abrupta y desencajada del mundo.
¿A qué distancia creéis que están?, dijo Glanton.
Holden meneó la cabeza. Nos llevan medio día de ventaja. No son más que doce, catorce a lo sumo. No mandarán a nadie por delante.
¿A cuánto estamos de Chihuahua?
Cuatro días. Quizá tres. ¿Dónde está Davy?
Glanton se volvió. ¿Cuánto hay hasta Chihuahua, David?
Brown estaba en pie de espaldas al fuego. Asintió con la cabeza. Si son ellos, podrían llegar allí en cosa de tres días.
¿Crees que podríamos adelantarles?
No sé. Eso depende de si piensan que vamos tras ellos.
Glanton se volvió y escupió a la lumbre. El juez levantó un brazo pálido y desnudo y buscó algo en el pliegue del mismo con los dedos. Si conseguimos salir de esta montaña antes de que se haga de día, dijo, creo que podemos alcanzarlos. Si no, sería mejor dirigirse a Sonora.
Читать дальше